Conocí a Jorge Edwards a partir de 1974, cuando Emir Rodríguez Monegal, mi maestro de Yale, un día me pidió que leyera y comentara el primer borrador de una reseña de Persona non grata que escribía para la revista Plural de México. La leí, se la comenté, y después de leer el libro con estupor, por mi mente pasaron las mismas emociones de angustia que 12 años antes mi familia y yo habíamos vivido cuando tramábamos nuestra salida de Cuba. La lectura sirvió entonces para cimentar mi relación con Emir, separarme del izquierdismo infantil que durante años me llegara del contexto universitario, y empezar a conocer a Jorge, que a partir de entonces para mí se volvió persona muy grata.
Nuestros destinos, y encuentro personal, se cruzaron por cuenta de Pablo Neruda. Yo había escrito una tesis, y luego publicado mi primer libro, sobre el poeta chileno, y Jorge, como es harto sabido, fue no solo diplomático de su país sino colega e íntimo amigo de Neruda. En cuanto salió mi libro se lo envié a Octavio Paz, con quien en ese entonces recién empezaba a trabajar, y en poco tiempo salió en Vuelta, la revista de Paz, una reseña de Jorge. Nunca supe si fue de motu proprio o fue Octavio el que se la encargó; pero su espaldarazo, no exento de inteligente crítica, fue para mí una suerte de reivindicación.
Mi libro, una lectura formalista de la tradición profética en la obra de Neruda, ya había sido atacado por varios profesores marxistas, bautizo de fuego este que se unía, durante aquellos estertores de la Guerra Fría, al persistente rencor de la caterva latinoamericanista, tan dedicada a denigrar a colegas del exilio cubano. El apoyo de Jorge, en esta y tantas otras cosas, me persuadió que no todo estaba perdido, le agradecí su lectura, y aprovechando su relación personal con Matilde Urrutia, viuda de Neruda, le pedí su apoyo para un proyecto de edición crítica del Canto general.
No solo me sirvió Jorge de puente de plata con Doña Matilde; más adelante me recibió en su casa de Santiago de Chile en mi primer viaje de investigación, me dio hartas pistas sobre qué y a quién debía de buscar, y luego, a la hora de redactar el prólogo académico, me vació sus conocimientos —cruciales en aquel medievo pre-internet— para identificar centenares de datos y contextos abstrusos que nutrieron mis notas al texto. Cuando terminé el prólogo estaba tan agradecido que se lo dediqué con este atrevimiento: "Para Jorge Edwards, el mejor de los cubanos".
Todo aquel apoyo, intelectual y académico, vino gracias a mutua simpatía. Si para mí Jorge reivindicaba cierta solidaridad latinoamericana, tan proclamada en el libro clásico de Neruda, para él, en cambio y me imagino, yo debo haber reivindicado parte del chasco de su aciaga experiencia en Cuba. Él mismo, a raíz de publicar Persona non grata, había sido arrastrado por la gauche divine. Pero nada de esto habría sido posible de no haber sido por otra cosa: el carácter campechano de Jorge.
Sabía mucho, pero más sabía cómo tratar a la gente; no solo debido a su diplomacia, sino sencillamente porque era buena gente. Ostentaba excelente humor, compartía chistes y anécdotas, disfrutaba de la buena mesa —y las buenas mozas— y, sobre todo, le gustaba escuchar: cosa rara entre intelectuales, sobre todo si se trata de materia política. Además, era atento en más de un sentido: se fijaba en la minucia humana. Invitado por mí a dar una charla en Georgetown, una mañana de 1989 en mi casa, donde le hospedé, me lo encontré en paños menores preparando el café. Carente de vergüenza en seguida me espetó, en ese inigualable acento chileno suyo: "Te voy a enseñar a hacer café, hueón". En seguida me advirtió que el café había que colarlo muy lento y añadirle el azúcar mientras, y no después, que es por cierto como el hueón solía hacerlo…
Nuestras conversaciones, en ese y muchos otros encuentros, versaban sobre Chile y Neruda, desde luego, pero también sobre su breve pero impactante estadía en Cuba, y en particular sobre lo que pensaba del legendario Caso Padilla. Me contaba sobre esos días con un filón grotesco, como si fuera una pesadilla de la que ahora podía burlarse imitando a algunos de sus personajes —Padilla, Lezama Lima, Pablo Armando Fernández, el propio Fidel Castro— en sus diversos desplantes.
Esa visita de Jorge a Georgetown coincidió con la llegada por correo de mi ejemplar de La mala memoria (1989), de Padilla, acabado de publicar, y cuando supo Jorge que yo ya lo tenía quiso llevárselo en su inminente viaje de regreso y tuvimos que hacerle una fotocopia. El eventual resultado fue la reseña que oportunamente publicó en Vuelta (No. 165, septiembre 1989), donde, entre otros datos, refuta la dudosa noticia que fuese auténtica una grabación de voces en una fiesta de fin de año en casa de Carlos Fuentes en México DF —cortesía de Seguridad del Estado— donde aparentemente se escuchan las voces de Jorge y su anfitrión mexicano burlándose de Fidel Castro como "ese bongosero de la Historia".
"La famosa grabación es una fabricación burda", escribió Jorge entonces, "y Padilla… aunque recuerda esa grabación, escuchada en el peor momento de su interrogación policial, 18 años después, termina por aceptarla a fardo cerrado".
No perdió tiempo Padilla en contestarle, por cierto, justo en el siguiente número de Vuelta, donde en entrevista con mi amiga Nedda G. de Anhalt criticó muchas cosas de la reseña de Jorge, aunque no aquella refutación. (En otro lado, sin embargo, Padilla alegó que Jorge llegó a conocer la entrevista y supo quién la había hecho.)
Volvió a fungir Jorge de mentor cuando se publicó mi edición de Neruda en España y luego presenté en la Fundación Neruda en Santiago, rodeado esta vez de muchos antiguos amigos del poeta, incluyendo al pintor Mario Carreño, amigo de mi padre, y para mi sorpresa, copartidarios del Partido Comunista de Chile, con quienes nos retratamos.
No volví a ver a Jorge hasta muchos años después, en 2012, ya él como embajador de Chile en París, cuando me invitó a almorzar en la embajada, sita en la Avenue de la Motte Picquet, frente a la explanada de Les Invalides. Aunque conservaba su buen humor, lo noté ya más envejecido. No hablamos de Cuba en esa ocasión, nos limitamos a nuestros escritos y él, generoso siempre, me dedicó ejemplares de algunas obras suyas que yo no tenía, incluyendo la edición crítica de Persona non grata, que había aparecido en la misma colección donde yo había publicado mi Canto general.
No volvimos a vernos. Antes yo había pasado un tiempo en Santiago de Chile, como invitado de la Cátedra Roberto Ampuero, pero Jorge no estaba; y luego lo busqué en Madrid, pero sin suerte, lo cual lamento profundamente.
Pero sí tuve dos o tres encuentros indirectos, no tanto virtuales como, diría yo, o quiero pensar, metafísicos. El primero fue mi compra en Ebay de la genial caricatura que le hizo el célebre Juan David en La Habana en 1968. Fechada en 1968, debe haber sido hecha cuando Jorge estuvo en La Habana, invitado a ser miembro del jurado del Premio Casa de las Américas en la categoría de cuento, que ese año escogió Condenados de Condado de Norberto Fuentes. El mismo año, por cierto, en que otro jurado le otorgaba el premio equivalente en poesía al fatídico Fuera del juego de Heberto Padilla.
Otros dos de esos fogonazos surgieron cuando leí, del mismo Norberto Fuentes, los libros Plaza sitiada (un libro para los enemigos) (2018) y Un affaire para recordar (2022), donde abundan las referencias y alusiones a Jorge y su estancia en Cuba como encargado de negocios del Gobierno de Salvador Allende. De la existencia de esos libros le hice saber a través del escritor Carlos Franz, mutuo amigo y tal vez lo más cercano a heredero literario de Jorge.
Dada la animadversión de Norberto Fuentes hacia Jorge en esos libros, preferí la delicadeza de comunicárselo de esa manera indirecta; pero después nunca supe si llegó a enterarse de ellos, como tampoco nunca supe, por último, si llegó a ver el reciente documental El caso Padilla, de Pavel Giroud, que igualmente le hice llegar por la misma vía y que estoy seguro le hubiese fascinado.
Hace unos años, en la presentación de la edición crítica de Persona non grata en Casa de América de Madrid, el poeta Raúl Rivero, ante el propio Jorge y un nutrido público, sostuvo que Cuba y los cubanos tenemos una deuda muy grande con ese libro y su autor. Enfrentándose a feroces críticos de diversos signos, allí Jorge supo relatar en detalle, y por consiguiente enfrentar una coherente voz crítica, hechos infames que de otra manera se hubiesen perdido en la neblina de la guerra. Con decidido orgullo, hoy entristecido, declaro que soy amigo y admirador del escritor chileno Jorge Edwards, y que igual que hiciera el poeta Raúl Rivero, invoco aquí mi deuda personal con él y su obra recordando que una vez lo proclamé "El mejor de los cubanos".