Back to top
Literatura

Enrico Mario Santí habla de Neruda, Paz y Martí

Autor de estudios y ediciones de estos tres grandes poetas de la lengua, Santí comenta cómo ha sido su acercamiento a ellos y sus obras.

Claremont
Enrico Mario Santí. Hotel Camino Real, México, 2009.
Enrico Mario Santí. Hotel Camino Real, México, 2009. Cortesía del autor

En esta entrevista me voy a centrar en tu labor como crítico de poesía. Empecemos con tu primer libro. En 1982, publicas Pablo Neruda. The Poetics of Prophecy. Me interesan varias cosas. Primero, ¿por qué decidiste dedicar tu tesis doctoral, y primer libro, a Pablo Neruda?

Mi primer libro, sobre Neruda, fue una versión revisada de mi tesis, escrita en Yale bajo la dirección de quien fuera mi maestro, Emir Rodríguez Monegal. No sé cómo será para los demás, pero en mi caso escoger el tema de la tesis fue un cruce entre gusto y conveniencia.

Gusto, porque Neruda había sido el tema de uno de los primeros seminarios que tomé con Emir. Ya en Vanderbilt, donde cursé mi pregrado, me había entrenado en el close reading de poemas con J. Richard Andrews, profesor desconocido que fue muy importante para mi formación: fue él quien me enseñó a leer. Al llegar a Yale, pensé que me especializaría en Siglo de Oro, para seguir leyendo los clásicos de quien me había enamorado: Garcilaso, San Juan, Lope, Quevedo, Góngora, Sor Juana. Pero después de probar la cocina de ese departamento, comprobé que solo podía trabajar con Emir.

Y aquí vino el factor conveniencia. En vez de declarar primero con quien trabajaría, empecé diciendo en qué campo lo haría, y alegué que me había enamorado de la poesía de Neruda. Era cierto que su obra me intrigaba, pero no de la misma manera que me habían fascinado los clásicos españoles. De todos modos, la oportuna declaración me libraba, de esa manera, de trabajar con los otros profesores del departamento, entre los cuales estaba el otro gran profesor de Latinoamericana, José Juan Arrom, por quien siempre sentí gran afecto de compatriota a pesar de sus predilecciones ya entonces anticuadas y su castrismo, tan paradójico como crónico.

La tesis puso a andar lo que yo más sabía hacer: close reading. Pero años después, al revisarla en forma de libro, ya penetraron otras influencias (…) Para entonces ya yo enseñaba en Cornell, en un departamento muy influido por las últimas tendencias de la crítica francesa (Jacques Derrida visitaba todos los años, y discípulos de Paul de Man enseñaban allí). Yo mismo en Yale había tomado cursos con Harold Bloom y con De Man, aunque no creo que absorbí tanto entonces como lo hice después leyendo con más calma.

Como era de esperar, los demasiados críticos de Neruda, algunos de ellos marxistas, me cayeron encima. (Uno de ellos, consultado para mi revisión de permanencia, alegó que con semejante libro se me debía despedir inmediatamente). Pero el libro se abrió paso solo. Salieron reseñas favorables, una de ellas nada menos que por Jorge Edwards. También recibí ofertas de traducción, que nunca acepté porque para entonces mis predilecciones habían cambiado. No tanto por la escuela demaniana, que aún hoy me sigue fascinando, muy a pesar del escándalo sobre el periodismo de guerra de quien fuera mi profesor, sino por los cambios en mi postura política.

Había regresado a Cuba dos veces, en 1978 y 1979, primero como parte del llamado "Diálogo" y después como parte de una "brigada" de intelectuales de la "Comunidad", al decir del régimen, y lo que en un momento fuera simpatía inicial se volvió abierta oposición y crítica. Mi primer libro había sido apolítico y callaba los aspectos más siniestros del nerudismo, como su admiración por Stalin. La oportunidad de cambio vino con la oferta por parte de Edwards y la propia Matilde Urrutia, viuda de Neruda, de hacer una edición crítica del Canto general, su obra cumbre, oferta que coincidió con mi beca en el centro Woodrow Wilson en el otoño de 1989.

No tengo que decirte lo que eso significó: caía el Muro de Berlín en los momentos en que yo comentaba la Guerra Fría y cómo esa época había condicionado la confección de ese libro. Para ello me tuve que meter no solo en los pormenores de la biografía de Neruda en esa época, sino también estudiar marxismo, del cual, debido a mi condición de exilado del comunismo, yo había rehuido. Todo lo cual te indica que, poco a poco, y gracias a mi evolución en la lectura de Neruda, cambié del texto al contexto, como aquel que dice. Aunque debo decir: ¡ma non troppo! Sobre lo que bien podría llamarse mi esquizofrenia metodológica, sobre la cual me explayé en la introducción a Ciphers of History, debo decir que descreo del divorcio entre texto y contexto: deben seguir casados ¡hasta que la muerte los separe!

Lo primero que me gustaría preguntarte respecto a tu trabajo sobre Octavio Paz es el cambio en la forma de aproximarse a un autor. A Paz no le dedicaste una monografía, como hiciste en el caso de Neruda. Tu primera gran contribución fue una antología que recopilaba los primeros textos de Paz, entre el 31 y el 43, vendrían luego tu edición de Libertad bajo palabra, El laberinto de la soledad y de Blanco. Todas estas obras, además, a diferencia del texto de Neruda, las escribes en español. ¿Por qué el cambio en la estrategia de acercamiento a un autor y de registro lingüístico y cultural?

Es verdad lo que dices. Pero tal vez lo más importante es que a Paz lo conocí en persona y trabajé con él. Nunca conocí a Neruda —como tampoco conocí a Lezama Lima, y mucho menos a Martí…— Creo que fue eso lo que determinó el cambio de idioma y formato.

En otras partes he contado que mi relación con Paz fue accidental. Emir nos había presentado en New Haven, pero ni él se acordó de mí ni yo, entonces flotando en las nubes de mi izquierdismo infantil, le hice mucho caso. Fue después de publicar mi primer libro, y con ayuda de una beca Fulbright, que decidí emprender investigación de su obra para un tomo que se me pidió para la serie Twayne de escritores mundiales. Fui a México y empecé por el principio, buscando lo primero que había escrito, pero encontré muchas lagunas. No existía una recopilación de sus primeros ensayos y los primeros poemas o bien habían desaparecido o se habían reescrito.

El asunto me intrigó, máxime porque presentaba un caso radicalmente distinto al de Neruda. Cuando al final del verano pude concertar una cita con él y le presenté todo el material que había logrado rescatar de las hemerotecas, Paz se friquió. Lo primero que me dijo es que nunca nadie en México se había tomado el trabajo de hacer esas investigaciones. Pero detrás de eso me di cuenta, también, que su actitud hacia esa primera etapa de su vida y obra, antes de 1943, era francamente avergonzada, como si durante todos los años posteriores hubiese habido un intento de autocensura de su primera época, causado por dolores que no eran, según descubrí más tarde, únicamente ideológicos —Paz, como yo, había sido de izquierda, luego fue neutral y más tarde, cuando al fin lo conocí en México en 1984, si no era de derecha al menos sí era un severo crítico de la izquierda, y no solo mexicana—. Su pasado personal contenía dolores no menos sensibles...

Por tanto, mi diálogo con él empezó indagando sobre esa "prehistoria" y luego traspasó a la edición de Primeras letras, un diálogo que habría sido imposible, o artificial, si lo hubiéramos realizado en inglés. Las sucesivas vertientes de ese primer contacto, que produjeron las ediciones que mencionas —la de El laberinto de la soledad fue la más importante—, son igualmente fruto de ese diálogo intenso. Añado, por último, que hice todas esas ediciones a petición del propio Octavio. Quiero pensar que no solo fue porque confiaba en mí debido a nuestras vidas paralelas, por ser "políticamente incorrectas"; también porque creo respetaba mi pericia profesional.

Tu libro sobre José Martí pareciera estructurarse alrededor de la bella anécdota, que heredaste de tu padre, sobre la tumba vacía de Martí. Cito un fragmento de lo que dices al respecto en tu texto Pensar a Martí: "en el interior del túmulo ya no quedaba nada. La tumba de Martí estaba vacía. Los restos que una vez habían descansado allí se habían marchado por la corriente que había invado el túmulo y que ya formaban parte del suelo de Cuba".

¿Qué importancia tiene para pensar a la figura de Martí esa tumba vacía, esos restos diseminados en el suelo cubano? ¿Qué opinión te merece hoy Martí como poeta? ¿Cómo definirías tu relación con Martí?

Puede que haya una conexión, al menos simbólica o inconsciente. Como cuento en ese ensayo preliminar, vengo de una familia martiana. Mi padre, escultor y artista, fue el autor del Mausoleo en Santa Ifigenia y un gran estudioso de la obra y vida de Martí. Pero sobre todo fue un practicante de su culto nacional, algo parecido a un culto religioso al cual yo fatalmente pertenecí por herencia familiar, y de refilón. Cuando empecé a leer seriamente a Martí, que solo fue en la escuela graduada, me di cuenta de la enorme complejidad de su obra escrita, y solo fue cuando llegué a ser profesor que descubrí la de su vida y, de paso, cómo el culto que antes profesaba ocultaba más que revelaba la comprensión de esas dos complejidades.

Si un psiquiatra leyese mi libro en un contexto clínico, tal vez podría llegar a la conclusión de que el propósito profundo, aunque no siempre implícito, de mis trabajos sobre el tema ha sido sacar a Martí de su tumba. Es decir, suspender el culto para examinar sus restos y de ahí conocerlo mejor. La anécdota a la que te refieres, que para nada es ficción, vino a concretar ese propósito, el cual plantée al final de mi primer ensayo martiano, sobre Ismaelillo: "Y cuando escribir crítica sobre Martí haya dejado de ser un temeroso ejercicio de superstición".

Me apresuro a señalar que semejante empresa tiene proyecciones políticas, además de literarias o puramente biográficas, como creo haber demostrado en mi ensayo sobre "Nuestra América". La izquierda ha querido utilizar a Martí con propósitos sectarios, pero termina cubriendo a Martí con otra capa de culto seudorreligioso... En esa empresa desmitificadora durante un tiempo encontré un aliado en el ensayista Carlos Ripoll, tal vez el más grande estudioso de Martí, de quien me hice amigo, con quien compartí debates y de quien me considero un alumno "desleal". Digo esto porque a pesar de que aprendí mucho de Ripoll, sobre todo un modelo de investigación que no se contenta con el impresionismo patriotero tan típico de la retórica del homenaje, Ripoll no fue el estudioso neutral de la biografía de Martí a la que yo aspiré, y aún aspiro, a ser. (Lo demuestra, en parte, su sonada polémica con José Miguel Oviedo sobre la identidad de María Mantilla.)

Aspiro algún día a escribir un ensayo especulativo, pero filológicamente sólido, sobre Martí. Aunque no sé si ello realmente equivaldría a terminar de sacarlo de su tumba.

La poesía de Martí, como la de todo clásico, merece una relectura, tal vez varias y sucesivas. La mía, que empezó con Ismaelillo, que quiere seguir con Versos sencillos y terminar con Versos libres, sería la de aplicar mi propio modus operandi: leer texto con contexto. Los que la han leído como síntoma de su biografía suelen perder el texto; a su vez los que se concentran en los poemas pierden de vista los contextos, biográficos y políticos, que reflejan. Me propondría, en ese sentido, no solo contribuir al canon crítico, tan empobrecido por lecturas sectarias e ideológicas, sino definir mi propia relación con Martí, a un tiempo entrañable y huidiza.


Esta entrevista es un fragmento de la que aparece en Vereda tropical. Homenaje a Enrico Mario Santí (ed. Jorge Brioso y Sandra Rossi Brito, Editorial Casa Vacía, Richmond, Virginia, 2021).

Más información

Sin comentarios

Necesita crear una cuenta de usuario o iniciar sesión para comentar.