Hace 25 años (yo, por supuesto, era un niño) me tocó en suerte reseñar para la revista Vuelta de México un libro póstumo de José Lezama Lima, Imagen y posibilidad, en edición de la Editorial Letras Cubanas. El libro de 1981 recogía 42 textos en prosa dispersos del famoso escritor y poeta, y representaba en ese momento su tímida restitución por parte del régimen después de su muerte y entierro para la historia cinco años atrás.
En realidad, su desaparición, como la de sus otros colegas, había ocurrido años antes, con los estragos que habían dejado los llamados Caso Padilla y Quinquenio Gris —el uno no había sido sobre Padilla, y el otro en realidad fue negro y duró mucho más— cuando a todos se les había condenado al exilio interior, censura, y muerte civil.
Imagen y posibilidad intentaba, por tanto, echar tierra al entierro y en cambio resucitar al muerto. En ese desentierro el primer colaborador era, desde luego, el propio Lezama. Los primeros tres textos del libro eran políticos, dos de ellos de adhesión al régimen: El 26 de julio: imagen y posibilidad, y Ernesto Guevara: comandante nuestro. Por eso en su prólogo, el recopilador oblicuamente justificaba el libro bajo el argumento de que irradiaba "luz sobre aspectos del pensamiento y la conducta de Lezama… un Lezama testigo no sólo del acontecer cultural sino también del acontecer vital".
La única cita al pie en ese prólogo venía de un libro de Cintio Vitier, Ese sol del mundo moral, libro que en ese momento, por cierto (1975) estaba prohibido en Cuba. Había sido allí donde su autor había señalado, famosamente, que en otro texto de 1953, Secularidad de José Martí, que también recoge Imagen y posibilidad, Lezama había aludido al asalto al Cuartel Moncada y profetizado el eventual triunfo de la Revolución. Desde luego, el compilador ahora hacía suya la misma observación. Quedaba claro, por consiguiente, que el verdadero compilador de ese libro póstumo no era el que firmaba el libro sino Cintio Vitier y que era él quien quería desenterrar al muerto.
Pero no había sido ese ventrilocuismo el que entonces había señalado yo en aquella reseña. Más importante me había parecido señalar otras dos cosas. Primero, que si en efecto el libro trataba de recoger textos dispersos de Lezama, entonces la incompetencia bibliográfica del compilador resultaba más que dudosa —se había quedado corto y dejado cabos sueltos, algunos que hasta podían causarle problemas al régimen que auspiciaba el libro. Por ejemplo, las respuestas que años antes, y por separado, Lezama había dado a dos encuestas de 1956 y 1969, la una sobre el tema de "Literatura y sociedad", publicada en la Revista Mexicana de Literatura, la otra sobre el peregrino tema de "Escribir en la Revolución", que apareció en la revista Casa de las Américas.
En ambas Lezama daba opiniones que contradecían, o podrían contradecir, las adhesiones al régimen que aparecían en sus textos más explícitos. Más grave, sin embargo, y así lo dije entonces, me parecía que se publicase Imagen y posibilidad, a cinco años de la muerte de Lezama, sin que se hiciese ninguna referencia al exilio interior y muerte civil que el autor había tenido que padecer durante sus últimos años, que había causado su desaparición, y que él mismo había comentado en las cartas a su hermana Eloísa, que dos años antes se habían publicado en España.
La situación me parecía más grave aun en vista de que el propio Cintio Vitier, en una entrevista de ese mismo año de 1981 con el profesor Emilio Bejel, había revelado que sí había habido un "problema Lezama" que el régimen hubiese corregido de no haber sido, como dijera el propio Vitier, por "esa muerte de Lezama que nos coge a todos de sorpresa". Antes bien, Imagen y posibilidad se publicaba como una suerte de versión burocrática de "Señores, aquí no ha pasado nada", y el llamado compilador hasta negaba la posibilidad —en un libro cuyo título plantea el preciso concepto de posibilidad— de que desde su ultratumba Lezama hubiese refutado algunas de sus propias opiniones.
Dice el llamado compilador: "en él no sucede lo que es tan frecuente en muchos escritores que con el transcurrir de los años deben arrepentirse de las aceptaciones o negativas de su juventud, y si no de lo que dijeron, al menos de cómo lo dijeron". De esta manera, las entrelíneas del prólogo hacían eco del trauma más cercano de un escritor cubano que se arrepentía de las aceptaciones o negativas de su juventud —la autohumillación pública de Heberto Padilla— para dar a entender, apenas un año después de aquel otro trauma —la estampida de los eventos del Mariel— que, a diferencia de los que se arrepintieron, o de los que huyeron, Lezama siempre había sido fiel, o al menos que se le había dado tiempo, o posibilidad, a que no lo fuera. Esa circunstancia resultaba, a todas luces, aprovechable.
En la mejor tradición académica, mi reseña cayó en el olvido. Los pocos lezamianos de ese momento —hoy, por fortuna, hay muchos más— no le prestaron ninguna atención. En cambio, el aludido sí lo hizo. En un diálogo con el profesor Arcadio Díaz Quiñones, recogido en un libro de 1987, aunque sostenido y grabado por lo menos un año antes, Vitier criticó otro de mis ensayos, esta vez sobre el tema de "Martí y la Revolución Cubana", que aludía a mis supuestos defectos morales. Pero, en la mejor tradición política cubana, Martí era sólo el pretexto: el verdadero texto era Lezama. El desacuerdo coincidía con otro incidente: la entrevista que en el verano de 1979, durante mi último viaje a Cuba, yo le había hecho en La Habana al grupo Orígenes, o más bien lo que quedaba de este grupo, y cuya entrevista, en casa del poeta Eliseo Diego, había sido presenciada por dos individuos que nunca me fueron identificados.
A mis oídos llegó que la relación de este hecho, de lo cual di fe en la transcripción de la entrevista, publicada en 1984, había disgustado a Vitier. Lo que en definitiva vino a confirmar el disgusto, o al menos a confirmar su síntoma, fue la diatriba que en 1988, apenas un año después de la entrevista publicada con el profesor Díaz Quiñones, en el prólogo a la primera edición de la llamada edición crítica de Paradiso de ALLCA-Archivos, para no hablar de esa honrosa nota al pie de tres páginas que también me dedicó —la diatriba, digo, que Vitier lanzó contra otro de mis ensayos: el notorio y a todas luces perverso Parridiso, texto que, a su juicio, no sólo no entendía la novela de Lezama Lima sino insultaba póstumamente a su autor acusándolo de "mal nacido".
Como en otra parte ya he escrito sobre esta polémica y lo que creo ha llegado a significar, no aburro al lector volviéndola a contar. Sí quiero insistir, en cambio, en el origen diríamos secreto, clandestino, de todos estos desacuerdos —de alguna manera habría que llamarlos— verbigracia: mi crítica a la recirculación de la obra y sobre todo de la imagen de Lezama con un doble y deshonesto propósito: primero, escamotear la responsabilidad del Estado cubano ante su exilio interior y muerte durante el llamado Quinquenio Gris; y segundo, la distorsión de lo que tiene que haber sido su tardío desengaño ante la degeneración del poder de ese Estado.
Como bien dijera Rafael Rojas en su texto de 2002 a propósito del Premio Juan Rulfo a Vitier, la política de escamoteo que este y otros incidentes demostraban, "vulgariza una política intelectual, formulada desde la autonomía del campo literario y diferida a un vínculo secreto con la ciudad que se establece dentro de la poesía… pero jamás dentro de la Razón de Estado". La respuesta del propio Lezama a esa lectura no vino, y pese a los desplantes del compilador, de Imagen y posibilidad, de viva voz, pero sí aparece en el testimonio, no por simbólico menos desgarrante, de sus dos obras póstumas, Oppiano Licario y Fragmentos a su imán.
De haber sido este un episodio meramente pintoresco en la recepción de la obra de Lezama, o en la vida de este simple profesor universitario; de haberse ya rebasado este episodio final y eficazmente a base de una honesta reivindicación que señalase a los responsables de la persecución del poeta y nombrase a los cómplices; de haberse ya abandonado, por cuenta del mismo Estado, la misma recirculación comercial de la obra de Lezama, como de hecho ha vuelto a ocurrir a principios de este año en la Feria Internacional del Libro de La Habana, donde se anunció una nueva edición de las Obras Completas, este recuerdo de mi accidentado diálogo con Cintio Vitier, al cuarto de siglo de ocurrido y al umbral del centenario del poeta, tal vez no tendría mucho sentido. Mi lectura, que es la de una suerte de testigo, no es, no puede ser, y por desgracia, la de cualquier otro. Y como todo testimonio, está cargado de responsabilidad y teñido de tristeza.
Cuando, invitado a recordar el centenario de Lezama Lima, di el título con que se anunció mi trabajo, y que ahora lleva este pequeño ensayo, Cintio Vitier no había fallecido. Hoy que Vitier está muerto, cualquier comentario acerca de su actuación por parte de un interlocutor discordante como yo está sujeto al equívoco. De eso estoy penosamente consciente. Pero hay otros muertos que nos importan, por lo menos hoy, cuya memoria, creo, merece, exige, una restitución más justiciera.
Sin embargo, tampoco creo que mi testimonio sea único. Después de todo, ¿quién habla en el título que le he dado a mi trabajo: Mi diálogo con Cintio Vitier? ¿El diálogo, o su ausencia, fue con quién? ¿Con Santí, con Lezama, con Virgilio, con Lorenzo García Vega, con Armando Alvarez Bravo, con Rafael Rojas, con Antonio José Ponte, con Duanel Díaz?
Si la historia que nos ha tocado vivir a lo largo del último medio siglo fuese de alguna manera normal, bien podríamos estar hoy en un conversatorio sobre los beneficios que un diálogo con Lezama, en su centenario, o desde luego con Cintio Vitier, nos habría dado para nuestra vida intelectual, o nuestra salud moral. Pero no es, no ha sido, este el caso. Y así, en vez del violín, que como se sabe para Vitier fue el símbolo de su conversión —primero a la fe católica y luego a la castrista—, violín de la armonía y concordancia entre Poesía e Historia, nos ha tocado, a nosotros, vidas paralelas, tocar otro instrumento, tal vez más cercano a la sensibilidad del gordo Lezama: la flauta china.
En una entrevista con el escritor Jacobo Machover, mi inolvidable Severo Sarduy, a propósito de la alegoría identitaria de la cubanidad que nos presenta en su brillante novela De donde son los cantantes, insistía en la pertinencia, a todas luces estrambótica y por eso mismo tan pertinente, de la cultura china a la de Cuba.
"Los chinos… para mí son esenciales. He discutido con muchos etnólogos. Incluso uno de los más grandes cubanistas, que es el profesor Arrom de la Universidad de Yale, tuvo conmigo una polémica alrededor de este tema. Pero yo privilegio la cultura china por una razón, que es la siguiente: creo que el significante de una cultura y su pueblo es su música. Y en la música cubana, en la estructuración de la orquesta cubana, el centro, la voz cantante, es una flauta, y esa flauta, y no por azar, es una flauta china… La Orquesta Aragón, por ejemplo, esta constituida por una línea melódica que da la flauta china. Se puede decir también que el sentido cubano del azar, del juego, de la contemplación, viene de los chinos. Yo creo que la historia de Cuba, y espero que esto no produzca ningún tipo de subversión, esta hecha por el azar, se debe en gran parte al azar. El azar ha fundado en gran parte a la historia cubana, y ese azar es de origen".
Nunca he sabido, y tampoco sabré ya, si Severo tenía razón al decir que los chinos eran el fundamento de nuestra historia. Tampoco sé si la flauta china es el instrumento predilecto de nuestra música, aunque desde luego me gustaría que así lo fuera. Sí sé, en cambio, que el azar lo está en ese fundamento histórico, y que es ese azar, ese juego, esa justicia, lo que hoy nos permite compartir nuestras experiencias en este brevísimo pero sentido homenaje a la memoria de José Lezama Lima.
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Este texto fue leído en la sesión de "Homenaje al centenario de Lezama Lima" de la reunión del Cuban Research Institute de la Florida International University, Miami, Florida, el 11 de febrero de 2010. El autor agradece la invitación a Rita Molinero, organizadora del homenaje.
Enrico Mario Santí nació en Santiago de Cuba en 1950. Ocupa la cátedra William T. Bryan de la Universidad de Kentucky. Es autor de las más fiables ediciones anotadas o críticas de autores como Octavio Paz (El laberinto de la soledad, Primeras letras), Guillermo Cabrera Infante (Tres tristes tigres, la antología Infantería, junto a Nivia Montenegro), Pablo Neruda (Canto General) y Fernando Ortiz (Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar), entre otros.