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Entrevista

Orlando González Esteva: Miami, pasión razonable

'He visto a la ciudad degradarse, incapaz de permanecer a salvo de la degradación que ha sufrido y sufre la propia Cuba.'

Miami
Orlando González Esteva.
Orlando González Esteva. conaculta

Si existe una rara avis en el complejo mundo de las letras cubanas en la ciudad de Miami, esa criatura lleva el nombre de Orlando González Esteva, un santiaguero devenido casi Caballero de la Orden de Malta, sin que ningún ente superior le haya otorgado el grado. Porque aquel apelativo de Caballeros Hospitalarios, que en un inicio ostentó la cofradía, bien se aviene a este personaje, un poeta que intercala el haiku y la conversación, con una paciencia y una bondad —y a la vez una distancia— propias más bien de un patricio cubano del siglo XIX cuya única posesión, tras 50 años de exilio, es sobre todas las cosas la memoria.

Como en capas superpuestas de una misma cebolla, intensa y urticante, esta ciudad se ha ido forjando a partir, tanto de oleadas, como del goteo pertinaz de cubanos en fuga. Lo singular es que cada momento —los 60, los 70, el Mariel, los balseros— reclama para sí un nicho de poder simbólico y una cota de sufrimiento que los hace diferente de los otros. ¿Cómo ve este fenómeno alguien que ya cumple 50 años en la ciudad?

Más que verlo lo siento, siento la legitimidad de esos reclamos, pero si de ver se trata —algo mucho menos invasivo que sentir— puedo afirmar, no sin melancolía, que he sido testigo de la aparición de varias ediciones de Miami, ninguna exacta a la anterior, y que, en lo que a la comunidad cubana se refiere, he visto a la ciudad degradarse, incapaz de permanecer a salvo de la degradación que ha sufrido y sufre la propia Cuba: ¿por simpatía o fatalidad?

Cada una de esas oleadas que mencionas ha supuesto que el Miami al que arribaba era el mismo al que arribaron sus antecesores, que hubo o hay un Miami perenne, sin saber que entre el Miami de los años 60 y el Miami de los años 80 se abre un abismo no menor que el que acabó abriéndose entre ese segundo Miami y el Miami de los años 90 y, luego, entre este último y el actual. No hay un Miami perenne a no ser el balneario, que nos antecedió y será el único que nos sobreviva.

De cada Miami cubano solo van quedando ruinas, pero invisibles, porque el tiempo y la naturaleza misma de este país son hostiles al pasado. El día en que desaparezcamos los que aún tenemos memoria de esas ruinas, nada quedará, y ya son más los que ignoran que los que recuerdan, y más los indiferentes que los que, por razones obvias, no podemos dar la espalda a esa ciudad fantasma a la que no tardaremos en incorporarnos.

Cada una de esas desbandadas o infiltraciones de compatriotas nuestros, expuestas a formaciones y circunstancias diversas, cada vez más enconadas contra el país natal por la debacle en la que vieron naufragar su niñez, su adolescencia y buena parte de su juventud, se ha creído capaz de rehacer a Miami, de rectificarlo, porque el Miami anterior a ellas se les ha antojado insuficiente o deleznable, y Miami ha acabado rehaciéndolas o deshaciéndolas a ellas. Quienes llegaron en los años 80 dieron por sentado que Miami era una ciudad inculta y se propusieron cultivarla: nada queda de aquel propósito a no ser el recuerdo, también evanescente, de su presunción y su buena voluntad.

¿Cómo recuerdas el Miami de los años 70?

Si lo comparo con el actual, lo describiría rico en tertulias, lecturas de versos, charlas, buen teatro y esperanzas en torno al futuro de Cuba. Se echaba pestes de Miami, ¿yo, el primero? No lo creo: por razones de cronología y de exilio, no había participado en la vida cultural de La Habana y otras ciudades extranjeras como algunos de mis mayores, de modo que no podía establecer comparaciones, pero era testigo de su inconformidad, de su desdén por el nuevo entorno y de su añoranza.

Sin embargo, en aquellos pequeños actos públicos y tertulias hogareñas, muchas de ellas organizadas por mujeres enamoradas de la literatura y la música (recuerdo a Josefina Inclán, Amelia del Castillo y Margarita Machado, espléndidas anfitrionas), tertulias que se prolongaron hasta la década siguiente, podían coincidir desde Lydia Cabrera, Eugenio Florit, Enrique Labrador Ruiz, Carlos Montenegro, la familia de Juan J. Remos, con sus guitarras, y hasta algún compositor o intérprete cubano de renombre que, si había piano, no dudaba en sentarse a él y alegrar o acentuar el regusto tristón de la velada. El recuerdo constante de la realidad cubana, esa catástrofe en cámara lenta, gravitaba sobre todos.

Había cuatro o cinco librerías donde solo se vendían libros en español, ¿cuántas hay hoy? Pero el poder de la Librería Universal para atraer cubanos procedentes de todas partes del mundo no tenía rivales. Las mañanas de los sábados eran abundantes en café, guayaberas y conversación, pero no era raro que cualquier día de la semana aparecieran, entre los anaqueles, para deleite de los amantes de la filosofía, Humberto Piñera Llera o las hermanas García Tudurí, o para beneplácito de los historiadores —¿qué cubano no cree serlo?— figuras de la talla de Leví Marrero, tan afables como dispuestas a matar cualquier curiosidad de un joven desconocido como yo.

Ningún Miami posterior a los años 70 ha tenido una vida nocturna comparable a la del Miami de aquellos años e incluso a los de la segunda mitad de la década anterior y principios de los 80. No solo abundaban los bares y restaurantes donde pianistas, guitarrista y cantantes cubanos y españoles aplatanados recreaban el ambiente de La Habana bohemia, La Habana del filin: también había varios centros nocturnos donde podía aplaudirse a los principales intérpretes de la música hispanoamericana y española de entonces: desde Lola Flores hasta un joven llamado Julio Iglesias; desde Celia Cruz, Olga Guillot, Rolando Laserie y La Lupe, hasta Luisa María Güell; desde Libertad Lamarque, Pedro Vargas y el trío Los Panchos, hasta Armando Manzanero y José José, que a veces optaban por los grandes auditorios y los abarrotaban.

En aquel Miami de los años 70 lo mismo podían disfrutarse de  representaciones mensuales de Cecilia Valdés, La viuda alegre o La verbena de La Paloma, que durante tres días convocaban a más de 7.000 espectadores, como podía aplaudirse a Leopoldo Fernández y su compañía de teatro bufo en distintos escenarios de la ciudad o producciones de teatro clásico español o hispanoamericano y norteamericano contemporáneos. Recuerdo algunas representaciones memorables de Electra Garrigó, Aire frío, Dos viejos pánicos, La valija, La fiaca, Bodas de sangreLa casa de Bernarda Alba, Un tranvía llamado Deseo, Zoológico de cristal, Las sillas de Ionesco, Don Juan Tenorio y hasta algunas obras musicales traducidas del inglés:  Gigi, El rey y yo y La novicia rebelde.

¿Qué queda de aquel Miami? 

Nada. Y lo más grave es que a nadie le interesa saber que existió. A nadie. ¿Qué va quedando de los posteriores? Poco. Cada una de esas oleadas que mencionas, sobre todo las más recientes, dieron la espalda a las anteriores, apenas saben de ellas, y aunque acabaron fraternizando y hasta confundiéndose con lo que de aquellas persistía, ellas también fueron y continuarán desvaneciéndose. Si llamar "Pequeña Habana" a una zona de la ciudad me pareció siempre una soberana insensatez, insistir en llamarla así, como pretenden algunos, es vergonzoso.  La persona que arriba al sur de la Florida, procedente de la Isla o de cualquier otro lugar del mundo, y busca una realidad urbana y humana que responda a esa frase, pensará que todos los exiliados que residieron en la zona o sus alrededores son unos tontos, sobre todo ahora, cuando lo que permanece, que es escaso, es pura decrepitud.

Recuerdo mi primera y única visita a Tampa hace más de 20 años, en compañía de Mara, mi esposa, en busca de los restos de la ciudad que fue a finales del siglo XIX y principios del XX, donde lo cubano gozaba de una efervescencia similar a la que gozó ese Miami de décadas pasadas. No encontré más que desolación: ni los restos, insignificantes, justificaban la visita.  Entreví, abismado, el futuro del Miami cubano, del que el actual ya es asomo. Aunque sobra quien alardea de nuestra preponderancia en esta ciudad, lo cierto es que ese Miami está en vías de extinción, que lo norteamericano nos asimila y que mucho hijo, nieto y biznieto de cubanos ya solo chapurrea el español, si lo habla, y siente a Cuba como una realidad distante, a la que solo se siente tentado a acercarse, momentáneamente, a través de la música y la gastronomía.

He podido intuir la idea de que Miami Beach, más conocida como "La Playa", no es incluida en el mapa mental que nos hacemos de esta ciudad. No pocas veces he escuchado: "La playa no es Miami". Ese connotado pedazo de tierra quedaría entonces como un espacio caro e inusual que, no todos, visitan un par de veces durante el verano.

La Playa no será Miami pero es lo único de Miami que sobrevive intacto la erosión del tiempo. Y cuando hablo de playa no me refiero a Miami Beach, la ciudad, sino a la arena, el mar, las gaviotas, los cocoteros y, claro está, la juventud, que no cesa de renovarse ni de buscar, dichosa, esa meca erotizada.  La ciudad que conocí en los años 60 y 70 desapareció a principios de los 80 a manos de otra, lamentable, que a su vez desaparecería para abrir espacio a la ciudad actual, dinámica y encantadora en más de un aspecto.

Los cubanos de los años 60 y 70 íbamos con frecuencia a La Playa; en el caso de mi familia y de varias familias amigas, exiliadas también, casi todos los domingos. Abordábamos nuestros cacharros rodantes, donde las altas temperaturas sofocaban, ávidos de escapar de la rutina laboral y de aquellos hogares plagados de añoranzas y preocupaciones. Era la única diversión asequible a nuestra precaria situación económica. Allí se comía y se bebía, se tocaba la guitarra y se cantaba, se recordaba y se esperaba que la historia de Cuba recapacitara y decidiera ser más amable con todos, los que permanecían en la Isla y los que sufríamos destierro. No era raro que muchos otros cubanos fiestearan, chapaleando, en la orilla y, armados de radios portátiles o instrumentos de percusión, acabaran organizando congas a las que también se incorporaban algunos norteamericanos.

La Playa no fue ni es Miami porque toda playa es siempre otra cosa, afortunadamente. De ahí que solamos escapar a ellas: ni uno es el mismo cuando las visita.

Pero tampoco me arriesgaría a aseverar que Miami es una ciudad que se americaniza, que "se hace gringa"… Todo lo contrario.

Miami no se reamericaniza, al menos por ahora, pero ¿quién les iba a decir a los cubanos que hace más de un siglo abarrotaron Cayo Hueso y Tampa, que gozaron de bienestar y poder político, que entrevieron en esas ciudades prolongaciones perdurables de su patria, que nada iba a quedar de ellos? Estados Unidos puede asimilarnos y hacernos desaparecer aun sin proponérselo, por la propia dinámica del país, como desaparecen en un guiso las especias molidas que por un instante flotaron en su superficie.

La latinoamericanización de Miami —su cubanización mengua, insisto, por más que un obtuso rehúse aceptarlo— puede ser un episodio más en la historia de esta ciudad cuya juventud no debe pasarse por alto (la juventud de la ciudad, quiero decir,  porque si a algo están sujetos los jóvenes es precisamente a la transformación voluntaria e involuntaria de sí mismos). Los cubanos que residimos en Miami desde los años 60 y 70 no vislumbramos el Miami actual. Yo, adolescente iluso, que iba y venía entre mis mayores y mis compañeros de generación como si estos fueran una garantía de que todo iba a continuar siéndome familiar, incluso en medio de la extrañeza que suponía vivir en un país tan distinto al mío, supuse que de impedírseme regresar a Cuba acabaría encontrando en aquel Miami que se cubanizaba vertiginosamente un consuelo a la pérdida de mi ámbito natal. 

No creo haber sido el único en equivocarme. Y no hay consuelo posible. 

¿No crees que esta pudiera ser una ciudad que se "haitianiza" como mismo ocurre con La Habana? ¿O es esta una visión demasiado pesimista?

Es demasiado pesimista. Además, debo confesarte que no me gusta el término "haitianizar".  Ese país, donde hay tanta gente buena, tanta gente merecedora de un destino mejor, no merece que se le escoja como emblema de la devastación que asola otros lugares;  devastación por la que no se sabe a quién responsabilizar más, si a la naturaleza o al hombre.  ¿O son uno los dos?  El sismo que ha sufrido y sufre Cuba y los temblores que desquician a Miami son de origen estrictamente animal, y aunque a este animal suela identificársele como "humano", sabemos que el calificativo es demasiado ambiguo y hasta hermoso para dar la oportunidad de que lo exhiban, sin ambages, algunas de las criaturas a las que aludo.

Pero mi percepción de Miami, la ciudad de todos y quizás de nadie, a no ser de Estados Unidos, no solo está condicionada por mi edad, mi procedencia y los hechos más y menos particulares que han ido moldeando mi vida, sino por mi forma de ser, una forma que siempre ha rondado la marginalidad, aunque esta última, en mi caso, nada tenga que ver con lo que suele tenerse por tal. Hay más de un Miami cubano y, ahora, latinoamericano, quizás tantos como personas —procedentes de otros países o estadounidenses— han residido y residen en él; barriadas predominantemente nicaragüenses, haitianas, puertorriqueñas, venezolanas y, dispersos en entre todas, un sinnúmero de argentinos, colombianos y brasileños. El Miami al que yo me refiero no aspira a coincidir con todos y cada uno sus sucesores, pero no ha sido ni es un espejismo.

En una de tus evocaciones de Octavio Paz te has referido a tu determinación de vivir en esta ciudad y de escribir en castellano, lo que, sumado a tu oposición a la revolución cubana, te convirtió durante años, como a otros escritores contemporáneos, en "el leproso de turno", de cara a la difusión de tu trabajo en Hispanoamérica. Ser escritor en esta ciudad de tráfico imponente muchas veces ha sido considerado como un estigma…

Quizás se impongan algunas precisiones. La revolución cubana fue una cosa; el castrismo, otra; solo que el segundo dio al traste con lo que encarnó y prometió la primera, y lo que es más grave aún: envileció, para el cubano que buenamente había creído en aquella, el sentido que la palabra revolución —tan ligada a los astros y la música, y por consecuencia a la libertad— puede irradiar.

Me crié en un hogar que creyó en la Revolución, y vi a más de uno de mis mayores arriesgar su vida por lo que esta significaba. También los vi percatarse, en medio del entusiasmo y la torpeza que sucedieron al triunfo de aquella, del error que habían cometido, abismarse ante la magnitud de ese error y, en más de un caso, volver a arriesgar la vida, ahora para enmendarlo, para hacer la revolución contra la Revolución (la mayúscula inicial no es  obsequiosa: se propone recordar cuán improcedente puede ser una inicial inflada).

No sé si un niño de nueve o diez años de edad puede merecer el calificativo de opositor de algo que no sea el aburrimiento, los estudios ajenos a su vocación y ciertas reglas de conducta cuyo beneficio tardará en comprender, pero a mi llegada a Miami, a los 12 años, yo tenía muy claro, como lo tenían mis compañeros de generación, lo que había sucedido en mi país y no cuestionaba la decisión de mis padres de rescatarnos, a mi hermano y a mí, de la debacle en desarrollo. Todo, medio siglo después, continúa dándoles la razón.

Había respirado la alegría del 1 de enero de 1959;  había jugado con banderitas y brazaletes del Movimiento 26 de julio; podía cantar, y aún puedo, el himno del Movimiento; había extraído balas incrustadas en las paredes de mi barrio y recolectado casquillos dispersos por las aceras; había visto a mi abuelo materno regresar barbudo y vestido de verde olivo de la Sierra Maestra; había contemplado los rostros arrobados de algunos miembros de mi familia al escuchar al nuevo caudillo pronunciar discurso tras discurso ante las cámaras de televisión; había descubierto cómo sus antiguos simpatizantes comenzaban a objetar sus planteamientos atrabiliarios y había oído decir que algunos de ellos ya conspiraban contra él; había memorizado canciones contra Estados Unidos y parodias de canciones que denunciaban la sovietización del país; había oído hablar de arrestos, juicios sumarios y fusilamientos; había visto a algunos de nuestros vecinos, indiferentes ante los desmanes del gobierno de Fulgencio Batista, revelarse más patriotas que quienes habían intentado derrocar a ese gobierno e incluso espiar y delatar a estos últimos para gozar de prebendas con los recién llegados al poder. 

Y con esas "maletas" llegas a los Estados Unidos…

A mi llegada a Miami, ya había visitado muchas veces la cárcel donde se confinó a mi abuelo; había visto a varias familias del pueblo huir a Estados Unidos o enemistarse; estaba al tanto del terror y las represalias que padecían quienes no militaban a favor del nuevo régimen o intentaban hacerse la vista gorda ante algunas de sus exigencias; había contemplado a una turba armada de machetes, que regresaba de un corte de caña, arrojarse de los camiones, treparse a las ventanas de la iglesia del pueblo, golpearlas con esos machetes y gritar improperios contra la congregación. Mi madre, mi hermano de apenas cinco años de edad y yo estábamos entre esa congregación. El adolescente que sobrevino a aquel niño, y el adulto que sobrevino al adolescente siempre supieron de qué lado estaban, y en función de ese saber se comportaron. Me comporto.

Ahora, el hecho de haberme iniciado en el verso en Miami, en medio de un grupo de escritores que no se hacían ilusiones en lo que a la crítica y las editoriales hispanoamericanas y españolas se refería, porque se sabían políticamente despreciados por ellas, execrados por su oposición al régimen cubano —aunque algunos de esos escritores se hubieran solidarizado con los objetivos originales de la gestión revolucionaria—, y mis dudas ante la autenticidad de mi vocación, a la que durante muchos años vi —y aún suelo ver— como una posible impostura cuya primera víctima pudiera ser yo, me educaron en la edición de autor.

No había otra alternativa en Miami. La mayoría de los escritores con los que departía y a cuyo estímulo debo el haber continuado escribiendo costeaba la publicación de sus libros, los distribuía personalmente o por correo a medida que sus finanzas lo permitían, y sabía que solo se los agradecerían unos pocos colegas cubanos, exiliados como ellos y, muy de tarde en tarde, algún escritor extranjero que había caído en cuenta de lo que realmente sucedía en Cuba y no temía el repudio de otros escritores y editores reacios —por falta de luces, resentimiento contra Estados Unidos u oportunismo— a aceptar su equivocación.

Luego apareció la lectura y la persona de Octavio Paz…

La lectura de El arco y la lira y mi necesidad de encontrar a alguien —de la mayor autoridad imaginable en el mundo de las letras y lo más distante posible de mi círculo— que me dijera si debía o no debía continuar escribiendo, fueron los responsables del envío de Mañas de la poesía —aquel cuaderno editado con mis ahorros en una imprenta local— a Octavio Paz. Una nota suya acusando recibo de ese cuaderno e indicándome qué hacer era cuanto esperaba. El aislamiento era tal que cualquier señal de humo, por efímera que fuese, era para cualquier escritor cubano exiliado en Miami un motivo de celebración, y esa celebración no estaba injustificada: un sobre cuyo remitente exhibiera la palabra "Miami" era un sobre maldito; que alguien prestara atención a lo que contenía, un milagro; que se refiriera públicamente a ese contenido, dos. Era mucho pedir. De ahí que jamás supusiera que aquella audacia de enviarle mi cuaderno a Paz tuviera las consecuencias que tuvo: esta conversación es una de ellas.

La estigmatización de los escritores cubanos exiliados en Miami puede haber socavado la fe de algunos de ellos en la razón de ser de sus obras e incluso el potencial originario de estas —una habitación atestada de cajas de libros sin destinatario desconcierta: su silencio es atroz—, pero esa estigmatización nunca fue motivo de vergüenza, sino de orgullo, porque todos, no importa la generación a la que perteneciéramos, estábamos convencidos de que la razón no estaba de parte de quienes arruinaban a Cuba o se hacían la vista gorda ante la catástrofe, sino de quienes, contra toda esperanza, preferíamos el arrinconamiento a la complicidad franca o secreta con los responsables.

He sabido que hubo un momento medular en aquellos primeros años de tu vida de exiliado, cuando tomas un curso de historia, geografía y cultura cubanas fundado por Juan J. Remos en Miami Senior High School…

Sí, el momento abarcó desde finales del verano de 1969 hasta la primavera de 1970. No alcancé a conocer a Juan J. Remos pero sí a su familia, y estoy en deuda con ella: fuera de mi hogar, es el ámbito humano donde me he sentido más cerca de Cuba; un palomar minúsculo y humilde, situado en el suroeste de Miami, en el cruce de las calles Siete y Ocho y Beacon Boulevard, donde apenas se hablaba de política y todo era hospitalidad, evocación, anécdota, alegría, música y verso.

Remos, con la autoridad que le conferían sus libros y su trayectoria de educador y diplomático, se las ingenió para incorporar ese curso al programa de estudios de Miami Senior High School, ¡un colegio estadounidense!, donde cursé mis años de bachillerato. Su propósito: recordarnos nuestros orígenes, afianzar nuestra cubanidad y, por consecuencia, interesarnos en el destino del país.  Pero mi matrícula coincidió con su jubilación: moriría poco después. El curso, sin embargo, no desapareció. Otros profesores lo continuaron y se repartieron fraternalmente las asignaturas: Martha de Castro enseñaba artes plásticas; Félix J. Vizcaíno, geografía e historia, y Mercedes Suárez, literatura.

Los jóvenes cubanos tomaban aquel recinto por asalto, eran los días posteriores a la estampida por el puerto de Camarioca, y en aquella aula, cinco años después de mi partida de Cuba, yo volví a sentirme yo. La muchachada se divertía y enamoraba pero también escuchaba, durante una hora diaria, hablar de los patriotas, artistas y escritores de su patria. El reencuentro con muchos de ellos y el descubrimiento de otros debe de haberme insinuado que solo rodeándome de sus fantasmas, familiarizándome con sus biografías y obras, y escribiendo versos cuya temática, lenguaje y musicalidad me emparentaran con la realidad que todos habían encarnado o soñado, podría aspirar a ser feliz en el extranjero, mientras aguardaba el día del regreso. Aunque había escrito versos galantes para impresionar a las jóvenes y dar cauce a una inconsciente vocación creadora, que alguna vez había ensayado el dibujo, debo a ese curso la corazonada de que solo a través de la palabra, es decir, de la poesía, yo podría escapar de Miami y permanecer en mí mismo.

Me consta que eres una persona de memoria profusa y que crees en el don de los objetos, de la memorabilia. Orhan Pamuk ha querido representar a los objetos como aves migratorias que viajan "por rutas misteriosas"… Esto conecta con una realidad palpable: que en varios puntos de Miami hay focos riquísimos que dan fe de la vida cultural, aunque breve, de esta ciudad.

Una confesión: la memoria profusa es la involuntaria; la voluntaria es un desastre. Si comparo mi memoria voluntaria con las de Félix Cruz-Álvarez y Manuel J. Santayana, dos poetas cubanos residentes en esta ciudad, cuyos talentos, erudición y estrecha amistad me han beneficiado durante décadas (a Manolo lo conocí en 1968, siendo ambos estudiantes de bachillerato; a Félix, a principios de los años 70), casi me avergüenzo. Y digo "casi" porque es una limitación que acepté desde muy temprano, aunque muchos supongan, cuando la subrayo, que miento o exagero. Más que recordar, olvido. No sé si para imaginarlo todo después.

Pero creo, como bien señalas, en el valor humano de los objetos, en la conservación de aquello que retrata a una persona, una época, un país.  En Miami hay un espacio encantado para cualquier cubano que desee sumergirse en lo suyo, conocerlo y conocerse mejor; un espacio que, hasta donde alcanzo a ver, sobrevivirá estos años difíciles y será lugar de peregrinación para muchos cubanos futuros, ávidos de asomarse al pasado de Cuba, y hasta de tocarlo y olerlo, porque los libros, los periódicos, las revistas, los epistolarios inéditos, los documentos más personales de un autor, acaban apelando a más de un sentido. Y ese lugar es la Colección Cubana de la Biblioteca de la Universidad de Miami. Un proyecto iniciado por Ana Rosa Núñez y Rosa M. Abella, dos bibliotecarias exiliadas desde principios de los años 60; dos de esas miles de mujeres a quienes muchos compatriotas suyos, fanatizados por el castrismo o cortos de luces, identificaron como "gusanas", cuando eran todo decencia y amor a Cuba.

Ambas, a las que luego se sumarían otras bibliotecarias más jóvenes e igualmente comprometidas con su cruzada —destaco a dos: Esperanza y Lesbia de Varona— comenzaron a recoger y guardar todo documento de valor, por insignificante que se antojara, para el conocimiento, no ya del exilio cubano, sino del proyecto de nación que veían desaparecer. Su meticulosidad no tenía límites: abarcaba desde un volante, un afiche o el programa impreso de una representación teatral y un semanario de corta vida, hasta toda la papelería de autores como Lydia Cabrera, Eugenio Florit y Gastón Baquero. 

Quien visita la Biblioteca de la Universidad de Miami, y dentro de ella ese apartado hermoso, ambientado con pinturas, vitrinas que muestran documentos de valor, mecedoras y motivos cubanos, y donde la hospitalidad es notable, puede darse a sí mismo la impresión de estar en otra dimensión de la Isla: en una dimensión ideal. Ahí están las colecciones completas —o casi completas, en algunos casos— de las revistas Bohemia y Carteles y del Diario de la Marina, para solo mencionar tres publicaciones emblemáticas. Hojearlas es ver a la República resucitar, con sus luces y sus sombras, pero con un vigor, una capacidad de autocuestionamiento y una voluntad de salir adelante que, comparados con  la Cuba actual, nos recuerdan cuánto y cuán lamentablemente nos hemos alejado de quienes fuimos o de quienes un día aspiramos a ser.

Otro espacio admirable es la Colección de Música Cubana y Latinoamericana donada por Cristóbal Díaz Ayala a la Universidad Internacional de la Florida: miles de grabaciones y documentos que este hombre adquirió, catalogó, estudió y volcó en libros tan amenos como útiles, sin ningún apoyo institucional, con su peculio y la sola ayuda de su mujer; grabaciones y documentos que ha compartido desinteresadamente, durante décadas, con investigadores y coleccionistas de todo el continente y España. Cristóbal, que también abandonó Cuba a principios de los años 60 pero cuyo exilio ha transcurrido en Puerto Rico, fue y sigue siendo visita frecuente en Miami: aun octogenario, no cesa de buscar y conseguir piezas que no tardan en incorporarse a ese caudal de maravillas que un día colmó su hogar; ni cesa de investigar y escribir. Entre los cubanos futuros que crucen el Estrecho de la Florida para hurgar en la Colección Cubana de la Universidad de Miami no faltarán los musicólogos cuyo destino será la Colección de Música Cubana y Latinoamericana de Cristóbal Díaz Ayala.

No solo se trata de legados perdurables sino de testimonios de actitudes que abundaron en ese Miami cubano donde transcurrió mi juventud y que imprimían a esta ciudad —desacreditada por la ignorancia y la mala fe, motivo de burla de intelectuales y artistas comprometidos con la dictadura cubana o mitómanos encandilados por el discurso de su cabecilla— una belleza de orden moral que hoy escasea.

Hablabas de periódicos de la etapa republicana, ¿de qué manera crees que haya evolucionado o involucionado la prensa cubana en Miami en las últimas cinco décadas?

Ninguno de los dos diarios en idioma español que ha tenido esta ciudad ha sido cubano. Horacio Aguirre, director y dueño de Diario Las Américas desde su fundación en 1953 hasta hace pocos años, es nicaragüense, pero estuvo tan atento a la realidad cubana como cualquiera de nosotros, se solidarizó con nuestras esperanzas y angustias, abrió las puertas de su publicación a las sucesivas generaciones de periodistas y escritores procedentes de la Isla, y la clase artística exiliada, una de las más desvalidas, tuvo en él a su aliado más generoso.

El Nuevo Herald es norteamericano. Nunca pude explicarme cómo era posible que una comunidad tan económicamente exitosa como la nuestra y tan aferrada a una causa mayor no tuviera su medio de prensa, cubano desde el cogollo hasta la inflorescencia. Es probable que la existencia de Diario Las Américas, tan solidario, nos bastara. Lo que sí tuvimos, y en abundancia, fueron semanarios. Estaban dondequiera, representaban las distintas vertientes del exilio; la multitud de anuncios que publicaban permitía a sus dueños darse el lujo de regalarlos, y algunos gozaron de larga vida. Se les recogía a la entrada de restaurantes, farmacias y mercados, y aunque el lector acababa con las manos manchadas de tinta, los empuñaba y hasta enarbolaba para encender las conversaciones que se improvisaban dentro y fuera de esos establecimientos.

No hay medio de prensa cubano escrito, radiofónico o televisado de Miami que, en estos momentos, no revele un lamentable estado de involución; el mismo que revelan nuestras formas de hablar, vestir, comportarnos y relacionarnos con Cuba, la nación. La radio, que llegó a ser estupenda, es, en lo esencial, un desastre; la televisión, una vergüenza. Aunque subsisten algunos espacios dignos, lo que prevalece aconseja esperar lo peor.

¿Crees que sea muy manifiesta una diferencia entre la actitud de aquel joven que empezó a escribir en Miami a finales de los años 60 y la de quienes llegaron después?

La mayor diferencia radicó y aún radica en nuestra idea de Cuba. El Miami donde comencé a escribir abundaba en ilusiones. El regreso a la Isla no debía demorar y muchos de los miembros pertenecientes a las generaciones anteriores a la mía, a quienes el exilio había obligado a reflexionar y admitir los errores cometidos durante la República, se sentían ansiosos de colaborar en la reintegración del país a la vida constitucional, de serles útiles al país, quién sabe si ansiosos de compensarlo por haber contribuido a su desgracia.

No es, como subrayaban y aún subrayan los cínicos, que se identificara a la Cuba anterior a 1959 con el paraíso: Miami estaba lleno de exrevolucionarios, y si esos exrevolucionarios hubieran creído que habitaban el paraíso, ¿por qué ser parte de una revolución, por qué trastocar el epítome de la dicha? En lo que sí se creía era en la posibilidad de que la mejor Cuba no estuviera distante, y para algunos era obvio —hoy sabemos que tampoco ellos se equivocaban— que el país tomaba una dirección contraria a la que conducía a ella. 

A ese Miami esperanzado en el que transcurrió mi adolescencia y cuya fe en las reservas morales del pueblo cubano respiré y, por tanto, incorporé, se sumaba una percepción más amable de la realidad física e incluso moral del país. Los exiliados de los años 60 no habían sido testigos de la magnitud de los estragos causados por el nuevo gobiernoy aunque sabían que todo andaba mal, todo menos la aspiración de su caudillo a perpetuarse en el poder, no tuvieron plena conciencia del alcance de esos estragos hasta la crisis del puerto de Mariel, cuando una nueva oleada de compatriotas arribó a Miami, y algunos viejos exiliados que jamás habían regresado a la Isla la visitaron.

La desolación que esos recién llegados, además de describir, encarnaban, reveló a sus antecesores hasta qué punto el daño infligido al país podía ser irreversible y cómo su condena de la dictadura incluía un visión amarga y colérica de Cuba, una visión donde al dolor había acabado imponiéndose, en más de un caso, el desprecio a todo lo que la nación personificaba. Muchos habían crecido escuchando echar pestes de la Cuba anterior a ellos. La posterior, aquella de la que ahora huían, los había atropellado, empobrecido. ¿Cómo suponer que pudiera existir una Cuba distinta, y si existía, cómo perder su juventud, o lo que conservaban de ella, aguardándola?

Esos sentimientos, lejos de desaparecer, se exacerbarían, serían más obvios aun a partir de los años 90, al extremo de que para muchos hoy resulta un anacronismo, cuando no una ridiculez, hablar de Cuba en términos amorosos. Un número considerable de cubanos recién llegados a Miami no abriga ninguna ilusión en lo que al destino de la nación se refiere, y aunque anatematiza el sistema de gobierno e ingresa en Estados Unidos como perseguido político, admitiendo que abandona un país arrasado y despótico, apenas tiene otro anhelo que no sea el de la holgura material; una holgura que apenas acariciada aprovecha, en numerosos casos, para volver de vacaciones a la Isla, poniendo en entredicho la autenticidad de la persecución aludida y la integridad de su postura. El regreso por razones de carácter estrictamente familiar es irreprochable; cualquier otro, un prueba más de la abrumadora insuficiencia moral que padecemos.

¿Responde tu escritura, entonces, a todo esto?

Mi escritura respondió durante muchos años, y quizás todavía responda, aunque cada vez menos, a mi experiencia primordial de lo cubano, y esa experiencia tuvo dos escenarios: la Cuba donde transcurrió mi infancia, una Cuba de provincia, algo al margen todavía de la destrucción en cierne, y el Miami de mi juventud, donde Cuba no era un desengaño sino una pasión razonable, un motivo de orgullo y una razón de júbilo inminente. Los escritores correspondientes a mi generación, que llegaron una década y media después, y los más jóvenes que continuaron y continúan llegando a esta ciudad, no comparten mi experiencia, es más, se sitúan en sus antípodas, y no puede ser de otra manera: de Cuba solo han vivido la pesadilla. Lo que para mí es fuente de entusiasmo muy íntimo —una danza de Ignacio Cervantes o Ernesto Lecuona, unos versos de José Martí o Eliseo Diego, un dato curioso sobre cualquier aspecto de la Isla— es para muchos de ellos recordatorio de un tiempo y un país hostiles y hasta sombríos.

Eso no ha impedido que el diálogo con algunos de ellos me haya proporcionado ratos de auténtica alegría, que algunos figuren entre mis amigos más cercanos, que me interesen y entusiasmen algunas de sus obras y que les deba más de una gentileza; gentilezas que agradezco encarecidamente porque intuyo que han debido de hacer un gran esfuerzo para no rechazar, al menos de inicio, la forma de escribir y de ser de un contemporáneo que parece afincado en una realidad y una época abolidas.

¿Y qué lugares te vienen a la mente cuando recorres tus 50 años de vida en esta ciudad? ¿Acaso alguno que te guste especialmente mostrar al recién llegado?

Si este es cubano, un cementerio: Woodlawn Park. No solo está en plena Calle Ocho y a pocas cuadras del restaurante más popular de Miami, sino que ofrece más de una ironía aleccionadora y de una curiosidad. Cerca de la tumba de Carlos Prío Socarrás (1903-1977), último presidente constitucional de Cuba, rodeada de hierba y, aunque sencilla, decorada con una reproducción de la bandera cubana, se alza un enorme mausoleo de mármoles blancos y vidrios de colores en cuya segunda planta, en un rincón en penumbra, hay dos nichos que guardan los restos mortales de Gerardo Machado (1869-1939) y su esposa. Las fechas de nacimiento y de muerte de ella sorprenden: 1868-1968. Sobrevivió la Guerra de los Diez Años, la Guerra de Independencia, el machadato, el batistato y alcanzó el castrismo.

¿Quién les iba a decir a Gerardo Machado, presidente electo de Cuba en 1925, devenido en dictador en 1929, y a Carlos Prío Socarrás, secretario general del Directorio Estudiantil Universitario en 1930, organización que contribuyó a la defenestración del primero, que ambos morirían en el exilio y serían sepultados a pocos pasos el uno del otro? ¿Intercambiarán saludos? Y si conversan, ¿qué dirán del destino de Cuba? ¿Le recordará Machado a Prío la puntualidad de la frase que, según algunos, pronunció el 12 de agosto de 1933, al verse forzado a abandonar el poder y abordar un avión:  "Después de mí, el caos"? Sospecho que Prío, jovial siempre, no dudaría en señalarle que lo mismo podría haber dicho él 21 años más tarde, al verse compelido a renunciar a la presidencia y marcharse del país.

Quizás no esté de más señalar que en aquel Miami de mi adolescencia, los antiguos simpatizantes y hasta funcionarios del gobierno de Fulgencio Batista y sus opositores más fervientes, es decir, los exrevolucionarios recién llegados al exilio, no eran renuentes a departir e incluso a bromear entre sí. Lo hacían, entre otros, Carlos Prío Socarrás y Rafael Guas Inclán, vicepresidente de Cuba durante el batistato. Guas Inclán, por cierto, también está sepultado en Woodlawn Park, que es un buen sitio para descansar. Me encantaba recorrerlo en bicicleta, con un par de amigos, durante los fines de semana.

Lástima que la mejor pastelería cubana de la ciudad, cercana a él durante décadas, tuviera que trasladarse a un local distante cuando el dueño del terreno decidió venderlo y derribar el mínimo centro comercial que la flanqueaba. Un tipo de pastel característico de Santiago de Cuba atraía a exiliados de todas partes. No olvido la reacción de Lichi (Eliseo Alberto), la primera vez que visitó Miami y le invité a visitar a Florit, recorrer el cementerio y saborear algunos de estos pasteles. Apenas se llevó el primero a la boca y comenzó a masticarlo rompió a sollozar. Las empleadas del establecimiento, algún cliente y yo no sabíamos qué hacer. Entre lágrimas, con las manos y el rostro húmedos, manchados de harina, me confesó que ese sabor olvidado lo había devuelto a su infancia. No podía creer que aún existía.

Curiosidad: encima de los nichos del matrimonio Machado están los de Desiderio Arnaz y su esposa, padres de Desi Arnaz, el actor cubano cuyo éxito en la televisión norteamericana de los años 50, junto a Lucille Ball, su mujer, lo convirtió en un personaje emblemático de la época; un personaje que tan pronto cantaba "Babalú" como revolucionaba el modo de filmar en este medio. Ningún cubano gozó ni ha gozado de tanta fama en los medios de comunicación de Estados Unidos. Desiderio (padre) había sido alcalde de Santiago de Cuba en los días de Machado y se trasladaba a La Habana para incorporarse al Congreso de la Isla cuando el gobernante fue derrocado. Todos abandonaron el país y es probable que, desde muy temprano, ambas familias escogieran el sitio idóneo para, aun muertas, continuar juntas. Algo más alejada de todos, en un panel de nichos a la intemperie, inadvertida casi, sonríe, sabia, Lydia Cabrera.

¿Qué otros personajes de la cultura evocarías?

Muchos. Un grupo de mujeres que, además de escribir versos, eran grandes promotoras de la cultura cubana en todas sus manifestaciones y que me animaron, con generosidad, a insistir en mi vocación: Ana Rosa Núñez, Marta Padilla (hermana de Heberto), Teresa María Rojas (quien además de escribir poemas y ser una destacada actriz, fundó y dirigió el grupo de teatro estudiantil Prometeo) y Pura del Prado, que no residía en Miami en los años 60 y principios de los 70 pero que lo visitaba con asiduidad y acabó trasladándose a él.

El pintor José María Mijares, un garabato vivo y flexible que tomaba café en la esquina de la pastelería de marras. Y, años más tarde, Cundo Bermúdez, que procedía de Puerto Rico, y Ramón Alejandro, que desertaba, provisionalmente, de París. El primero era poco menos que invisible; el segundo, que hoy reside en Miami Beach, un centro de atracción a quien tan pronto se le descubría bajo un sombrero alón, calzando sandalias y dentro de una camisa de flores, paseando entre el bochorno del mediodía, como en cualquier acto público o reunión privada donde su elocuencia, anecdotario, conocimientos y sentido del humor lo convertían en el vórtice de la velada.

Pero quiero hacer énfasis en el más anciano de todos: Agustín Acosta (1886-1979), el poeta de "La zafra", "Los camellos distantes", "Los caminos de hierro, "Las islas desoladas" y otros. Un posmodernista que en 1931 publicó una "Carta abierta al general Machado", sufrió tres semanas de cárcel y a quien aún pregunto cómo alcancé a conocer. Llegó a Miami del brazo de su esposa, octogenario y ciego, en 1973. No tenía ni tendría un centavo, ni conocería más hogar que un apartamento modestísimo en el suroeste de Miami, donde las altas temperaturas se combatían con un ventilador gigante que se situaba justo delante de su mecedora y que le revolvía el cabello. Ni pizca de amargura, al contrario: todo cordialidad, placidez, aceptación de su destino. Tampoco era reacio a conversar y decir algunos de sus versos si alguien insistía que los dijera: la popular décima a la bandera, el soneto "Mi camisa". Creo conservar un casete donde se le escucha recitarlos. Había sido nombrado Poeta Nacional en 1955, título del que luego se le despojó para otorgársele a Nicolás Guillén, a quien nunca dejó de estimar y quien nunca dejó de estimarle.

Recuerdo haber sido invitado a algunos de sus cumpleaños, haber llevado la guitarra, que apenas sabía tocar, y haber entonado y hasta exhortado a entonar, entre gente que me doblaba y hasta triplicaba la edad, con el propósito de alegrarle, algunas canciones cubanas de principios del siglo XX. Recuerdo haberle invitado a uno de los cursos que impartí en el Programa Bilingüe del Miami Dade College antes de que mi mujer y yo decidiéramos levar anclas y probar suerte con la música en los cruceros que recorrían y aún recorren el Caribe. Los estudiantes, conmovidos, lo rodearon: no hubo pregunta que no contestara, ni rostro más risueño que el suyo, ni comentario que no aprovechara para ser cortés. No parecía estar en un aula de Estados Unidos, sino en un parque de Matanzas, su ciudad natal, o en un portal de provincia, rodeado del paisaje que rodeó su infancia, que invadió su obra y que debió arropar su vejez.

En uno de sus certeros poemas, Raymond Carver confiesa tener miedo "a que el pasado regrese". ¿Coincides con el poeta?

Tienta coincidir. Solo que el presente de Cuba no inspira menos miedo que su pasado, inspira más.


Esta entrevista apareció en Cuadernos Hispanoamericanos. Se reproduce con autorización del entrevistador.

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