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Obituario

Adiós a Mercedes Ibarra, guardiana de la memoria cubana

'Cualquier estudioso de la obra de Virgilio Piñera, en algún punto de sus investigaciones tropezará con la leyenda de esa casa, cuya última guardiana acaba de fallecer.'

La Habana
Mercedes Ibarra Ibáñez.
Mercedes Ibarra Ibáñez. (Cortesía del autor)

José Rodríguez Feo, el editor y fundador de Orígenes y Ciclón, nunca visitó esa casa de Mantilla, hasta donde creo saber. Gestor de aquellas importantes revistas junto a José Lezama Lima y Virgilio Piñera, respectivamente, no está en las fotos, documentos ni los álbumes donde la familia Ibáñez, heredera de prócer cubano Juan Gualberto Gómez, anotaba con precisión las visitas ilustres.

Lezama, a quien admiraban, tampoco llegó nunca hasta esa puerta, pese a lo mucho que ellos intentaron conseguirlo. Le pidieron ayuda en esa gestión a Virgilio Piñera, quien a partir del 13 de julio de 1974 pasó a ser un visitante habitual de ese lugar alucinante, donde fue muy celoso de su protagonismo, razón por la cual no se interesó demasiado en que su amigo, el autor de Paradiso, traspasara ese umbral de lo que él rebautizó como la Ciudad Celeste. Cualquier estudioso de la obra de Piñera, en algún punto de sus investigaciones, tropezará con la leyenda de esa casa, cuya última guardiana acaba de fallecer.

Mercedes Ibarra Ibáñez era el nombre de esa guardiana. A su cuidado fue quedando la casa conocida como Villa Manuelita, que  desde 1917 fue una de las residencias de Juan Gualberto Gómez y Manuela, su esposa, quienes además poseían otra en la calle Lealtad. Ubicada en la Calzada de Managua, la quinta de madera fue poco a poco rodeándose de los árboles que ellos sembraron, con la intención de convertirla en un paraje dominado por la vegetación, y añadieron a la edificación original varias modificaciones para ampliarla. Al morir la esposa del patriota, en 1932, Gómez se traslada definitivamente a Villa Manuela, y es allí donde muere, el 5 de marzo de 1933, y allí también fue velado su cadáver. De ahí salió el cortejo fúnebre, rumbo al cementerio de Colón. La casa fue sede de algunas reuniones de carácter político, como las de los miembros de la Unión Nacionalista, y allí se firmaron algunos de sus documentos.

Cuando Virgilio Piñera es recibido en esa casa, hace ahora ya 50 años, llega de la mano de Yonny Ibáñez, nieto del prócer. Ambos trabajaban en aquel momento amargo en el Instituto Cubano del Libro, y poco a poco se fue abriendo la opción de que accediera a llegar hasta Mantilla. Si en la primera visita Piñera fue muy formal y ceremonioso, según el testimonio de Yonny y Fina Ibáñez, lo cierto es que rápidamente hizo buenas migas con Juanita, la hija de Juan Gualberto, y a partir de ahí creció una relación en la cual encontró lo que en aquel instante le faltaba: un círculo de admiradores y lectores con los que compartió textos publicados e inéditos, y donde tuvo una acogida casi filial, que solo la mano de la censura volvió a arrebatarle. En su imprescindible volumen Virgilio Piñera en persona (Ediciones Unión, 2003), Carlos Espinosa dialogó con esos integrantes de la familia, y comparte además poemas y anécdotas de esas estancias, en largas tertulias nocturnas, donde Piñera intentó siempre, además, no perder el protagonismo.

No siempre lo conseguía, porque los Ibáñez tenían una tradición familiar de diálogo con numerosos artistas y personalidades. No solo gustaban de las tertulias, sino además del teatro, como demuestran las fotografías y programas de mano de las representaciones del Grupo Escénico Libre, que se ofrecían allí mismo, en la amplia galería de la casa.

Reconstruida tras el paso de un célebre ciclón ya como residencia de mampostería, la casa se fue transformando con los años, al tiempo que guardaba reliquias familiares, varias de las cuales fueron cedidas posteriormente a museos o centros culturales. En una de esas noches de tertulia podían estar presentes Pepe Triana y su esposa Chantal, Ramiro Guerra o un muy joven Abilio Estévez. A veces, la cámara de Macías podía atrapar una imagen de esos visitantes. Y en otras ocasiones era la memoria alucinada de ese grupo de fieles y amigos la que se encargaba de dar noticia de encuentros tan insólitos en la Mantilla de esos años 70.

Una de las fotos más famosas es aquella en la que puede verse al amplio conjunto de personas que allí acudían a las tertulias, justamente en la noche en la que Ramiro Guerra le robó a Virgilio Piñera el rol de protagonista, cuando llevó hasta allá los espléndidos diseños que había concebido Eduardo Arrocha para El Decálogo del Apocalipsis, su célebre coreografía nunca estrenada, porque el Consejo Nacional de Cultura desaprobó sus muchas provocaciones. La cara de Virgilio, que no puede ocultar cierto disgusto, es todo un poema en esa foto.

Muchos años después, cuando conocí a Yonny Ibáñez, me contó esa y otras historias fabulosas, que ya no se sabe si son genuinas o leyendas, pero que siempre resultan interesantes. "Mi mamá le enseñó una foto autografiada de Anna Pavlova y lo dejó tieso", afirmaba el discípulo de Loló de Soldevilla. Lo entrevisté junto a Margarita Urquiola, para la revista Extramuros, en 2010, poco antes de su deceso, y ahí quedaron varias de esas fábulas plasmadas, de las que dio fe en otras revistas y documentales. Su obra pictórica, sin dudas, también tiene un aire piñeriano, y él mismo, cuando le hablé por primera vez, tenía mucho de ese espíritu curioso, provocador e irreverente, que debe haber sido crucial en la amistad que nació entre ambos.

En 1977 esas tertulias cesaron: una cita en Villa Marista hizo saber a muchos de los habituales que tales reuniones quedaban prohibidas. "A Virgilio lo machucaron mucho", decía Yonny, tajante y dolido. El fervor con el que su familia guardaba todo lo relacionado con su memoria, incluso en notas de prensa donde se le mencionaba de paso, es la prueba irrefutable de una admiración que él devolvió con poemas ocasionales, y con ese modo de dejar, en la Ciudad Celeste, algo de su impronta.

Mercedes Ibarra se encargó de preservar todo eso, con orgullo pero sin alarde. Esa mujer menuda, sin aspiraciones artísticas, fue viendo cómo se deshacía la familia, y asumiendo como una suerte de batalla personal el atender la papelería, los libros, las fotos, de todo ese mundo que Piñera evocó en relatos como "Ars longa, vita brevis". En esa casa, donde le celebraron a Virgilio Piñera su cumpleaños en 1975, Mercedes atesoraba esos pequeños tesoros, por encima de la desidia, o del descuido indetenible que iba consumiendo la antigua quinta.

Como bisnieta de Juan Gualberto Gómez y sobrina de Yonny Ibáñez, ella protegía a su modo las vertientes de la familia que esos dos nombres representaban. Cuando se celebró en La Habana el coloquio internacional por el centenario de Virgilio Piñera, Mercedes se apareció en el Aula Magna del Colegio Universitario San Gerónimo con una generosa jaba llena de mangos de aquella mata que, entrelazada con una palmera en el jardín de la Ciudad Celeste, hizo que el autor de Aire frío inventara ese nombre para aquella casa que hoy ha perdido no solo parte de lo que era, sino a su protectora más devota.

Cuando organicé el coloquio de homenaje a José Rodríguez Feo, el célebre editor que nunca pisó la Ciudad Celeste, quise aprovechar el evento para hacerle un regalo. A ella y a los participantes de la cita, en la cual Virgilio Piñera, por supuesto, sería tan nombrado. Y así, en la tarde del 12 de noviembre del 2015, tras pedirle por supuesto la debida autorización, nos aparecimos allí, para evocar aquellas jornadas en la que artistas, amigos y escritores se reunían en ese punto de Mantilla. Hubo una pequeña merienda y Mercedes nos dio una visita guiada por la casa.

Quienes participaron en esa ocasión, deben recordar aún la sonrisa hogareña, el verbo cubano y chispeante de una Mercedes encantada con su rol de anfitriona, que no dejó a Antón Arrufat decir una sola palabra y fue, por esas horas, la protagonista en el modo que su linaje merecía. Las fotos que Claudio Sotolongo hizo esa tarde muestran a César Salgado, David Tenorio, Jorge Ángel Pérez Hernández, Ricardo Hernández Otero, Lourdes Arencibia,  Cira Romero y Pedro de Jesús López, entre otras personas, fascinadas con Mercedes, que rejuveneció para nosotros, y revivió allí parte de ese espíritu que hace ahora que la extrañemos ya tanto.

Antes de fallecer a sus 86 años, Mercedes se encargó de que parte del legado que ella preservaba quedara a buen recaudo, en instituciones y manos amigas que sabía respetuosas de lo que todo ello significa. Cuando la salud la obligó a retirarse a un hogar de ancianos, no supe de ella tan seguido. Ya no la vería hablando con Ramiro Guerra tras la presentación de un libro, o recibiría sus mensajes a través de algún pariente que se conectaba al correo electrónico. Supe de su operación de cataratas, ella me contó de su fractura de cadera y una isquemia que sufrió, que no lograron quitarle su habitual lucidez. Y hace poco, desde el asilo de Belén, en mayo de este año, me envió un mensaje de audio para contarme de esos achaques y enviarme otras palabras de cariño, entre las cuales se alegraba de haber podido confiar lo que ella atesoraba a investigadores y fieles, que se hubiera perdido, como al parecer ha pasado con Villa Manuela. "El copón bendito", me contaba en ese audio, con esos dejos suyos de cubana irreprimible, prometiéndome darme detalles de lo sucedido ahí tras su partida. Por desgracia, ese mensaje ya no me llegará. Me alivia oír ahora su voz, y mi respuesta, agradeciéndole yo a ella lo que fue, y la manera tan digna en que supo ser fiel a su estirpe de cubanía y cultura tan firmes.

En su despedida, la prensa oficial ha querido recordarla como descendiente de un gran patriota, y ha cargado las tintas en ese sentido. Así como respeto esa dimensión de su genealogía, la recuerdo en un modo más íntimo y menos retumbante, como esa guardiana de la memoria que fue, y su dedicación rigurosa a tal empeño. A su manera, aunque nunca llegaron a ese lugar mítico, Lezama Lima y Rodríguez Feo sí visitaron Villa Manuelita, porque sus nombres y el eco de sus obras estaba presente en esa casa donde lo cubano tenía su propia dimensión.

Para despedir a Mercedes Ibarra, simpática y dueña de eso que los Ibáñez tuvieron siempre como signo de distinción, me permito citar a Abilio Estévez, quien al saber de su muerte, me escribió: "La conocí cuando yo tenía 12 años y, aunque parezca mentira, en un puesto militar. Ella era entonces muy amiga de mi primo, Arístides Estévez, que había sido reclutado. Fue muy impresionante. No había allí ninguna otra mujer toda vestido de negro, con un paraguas. Solo había en La Habana dos mujeres vestidas de negro y con paraguas: Carucha Camejo y ella. Era de una vitalidad extraordinaria, sobre todo para guardar la memoria de un linaje. A su manera, sabía ser muy afectuosa. Con ella muere algo más que ella misma". Y exactamente así la recuerdo, y suscribo en su honor cada una de esas últimas palabras.

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