Lo que sigue es la transcripción de una entrevista al artista y escritor Juan Gualberto Ibáñez Gómez (Yonny, 1933-2010) realizada el 22 de septiembre de 1992 por los entonces estudiantes de periodismo de la Universidad de La Habana Alfredo Alonso Estenoz (Luther College, Iowa), Orestes Hurtado (escritor cubano residente en Madrid), Jesús Jambrina (Viterbo University, Wisconsin) y César Pérez (Harvard University, Boston) acerca de las visitas de Virgilio Piñera (1912-1979) a Villa Manuelita en el barrio de Mantilla al sur de la capital.
Primeras visitas
Lo que se dice personalmente, yo conocí a Virgilio Piñera en el Instituto Cubano del Libro, cuando empecé a trabajar en el Departamento de Ciencias Sociales. Él estaba en el de Traducciones y nos veíamos con frecuencia, casi todos los días y a través de amigos comunes. Uno de ellos, el pintor César Bermúdez, que venía a mi casa, un día me dice que si podía venir con Virgilio, le respondí que sí, que encantado, entonces vinieron un sábado que era el día de la semana en que mi familia acostumbraba a reunirse con algunos amigos. Fue exactamente el sábado 13 de julio de 1974.
Recuerdo que estábamos en la Galería, era la época en que las vigas permanecían cubiertas de enredaderas, pero Virgilio había pensado que el lugar tenía techo, como el resto de la casa, hasta que hubo un momento en que miró hacia arriba y se encontró con el espacio abierto: la luna, las estrellas y dijo: "¡Pero qué cosa es esto!"
Imagínate —se le contestó— es problema de la fabricación, no tenemos materiales para techar.
De ahí que tiempo después, en la dedicatoria de uno de los libros hiciera referencia a la Galería llamándole La Ciudad Celeste.
Entre las cosas que recuerdo de aquellas primeras visitas está el pesimismo en cuanto a su labor como escritor. Decía que estaba acabada, que se limitaría a vivir en su oscuro Departamento de Traducciones.
No, no —le comentábamos, especialmente mi madre (Juanita Gómez)—, el que tiene una condición como la tuya no la puede abandonar nunca, y empezaba la discusión sobre este punto.
Él permanecía muy escéptico, pero un día me dice: "Quizá les dé una sorpresa".
Bueno, tú eres una persona fantasiosa —le decíamos—, a lo mejor nos estás entreteniendo para divertirte.
No es posible —ripostaba— porque a mí me ha entusiasmado mucho la atmósfera de la casa, la familia, todo esto es muy curioso, y vamos a ver.
En efecto, un sábado nos sorprendió con un primer cuento sobre este lugar y sus habitantes. En aquel relato, que al parecer desapareció, describía su primera impresión de la familia, incluido un perrito chihuahua que teníamos y del cual se le enseñó el pedigree.
Más tarde, Abilio Estevez nos dedicó un trabajo, que algún día les leeré, donde hay bastante de su primera impresión, parecida a la de Virgilio: la casa y sus habitantes a quienes de alguna forma nos consideró personajes. Lo que sucede es que en la narración de Abilio, él compara a cada miembro de la familia con un instrumento musical: el piano, la flauta, el violín, etc, y esto compone como una pieza de cámara.
Virgilio escribió otro cuento, también relacionado con nosotros, que sí está publicado: "Ars longa vita brevis"(Un fogonazo, 1987)cuyo título original, al menos con el que lo leyó aquí una noche muy nutrida —recuerdo, además de lo habituales Antonio Canet, César Bermúdez y Ramiro Guerra, a Tony López Romero con Leonor Borrero, Elena Huerta, que había regresado de Argentina, y muchos más—, fue La última carcajada de la cumbancha.No le cambió absolutamente nada, excepto el título, y el personaje que luego se llamó Ingrid antes era Bertica, el resto es tal cual la primera versión.
Tertulias
Virgilio empezó a leer sus cosas, si la memoria no me falla, como a la tercera semana de estar visitándonos. Lo primero fue su tablón de salvamento, el libro de poemas La vida entera: cuando no quería "hacer gala de sus estrenos" —como llamaba a los textos inéditos que leía— me decía: "Tráeme Las Furias", y ya sabíamos que leería "Solo de piano", "María Viván" o "Solicitud de canonización de Rosa Cagí". De cualquier manera nos resultaba atractivo, porque él era un magnífico lector de su propia obra.
Le gustaba que el ambiente no estuviese muy cargado, necesitaba intimidad. Poco a poco fue leyendo con más frecuencia hasta que llegó a hacerlo todos los sábados. Dedicó, por ejemplo, tres de ellos a su novela La carne de René (1952), todavía sin publicar en Cuba por aquellos años. Leyó su teatro, en la edición de los sesenta. Leyó varios poemas a la familia, dentro de ellos los aparecidos en Una broma colosal (1988),a los cuales llamó medallones familiares, y que estaban dedicados a Juanita, mi madre, mis hermanas Serafina (Fina) y Olga y a mí, aunque de esta serie permanecen inéditos varios más, junto a otros que él quiso que conserváramos en prenda de amistad. Y existe también el cuento "La Ricura".
Virgilio nos ofreció, además, una serie de conferencias que, lamentablemente, no se registraron. Quizá yo conserve la de Lezama y tal vez la de Ballagas, que se apoyaba mucho en su artículo de la revista Ciclón. Él era muy formal en este sentido. Su lectura requería de determinadas condiciones. Si consideraba que debía ser en la Galería, pues nos trasladábamos a ella. La lectura de "El Trac", por ejemplo, requirió de objetos y luces, él sugirió la sala. Las conferencias sobre Casal y la Avellaneda fueron en el comedor, que, según él, tenía determinada atmósfera. Luego venía la segunda parte: el debate acerca de las lecturas y, más tarde, otros trabajos del resto de los asistentes. Eran veladas muy estimulantes.
Otra familia
Virgilio llegó a tener una relación muy particular con la familia. Conservo una foto en la que nos pone: "A mi mamá y a mis hermanos". O sea, que nos consideraba como de los suyos, y últimamente me he puesto a revisar las libretas de apuntes familiares —una tradición que se tiene aquí desde los tiempos de mis abuelos— y puedo decirles que él venía prácticamente tres o cuatro días a la semana, mientras que las llamadas telefónicas eran diarias.
Siempre mantuvo dividido sus afectos: a mi hermana Olga la llamaba su "albacea de los cuatro quilos"; mi hermana Serafina era su confidente sentimental, una especie de psicóloga; a mamá le decía "la mater por excelencia". Cada uno de nosotros tenía un puesto en sus afectos y, por una vieja costumbre entre nosotros, nunca comentábamos nuestras conversaciones privadas con él.
Presumo que trataba cosas diferentes con cada uno, eso sí, quería mucho a mi madre. Existe una carta que le escribió y leyó públicamente en una cena de Navidad donde le reconoce específicamente a ella, y a la casa por extensión, el haberlo salvado del "escepticismo, esa cosa tan terrible que no nos deja creer en nada incluso ni en nosotros mismos".
Recordemos que cuando llegó aquí por primera vez, en el año 1974, estaba desilusionado de la literatura, le había perdido confianza.
Yo lo visité en varias ocasiones en su apartamento de 25 y N, en el Vedado. El sitio era un misterio como hasta cierto punto lo era él también, necesitaba un preámbulo. Como respetaba las formalidades, yo lo llamaba antes y le informaba del día que pensaba ir y a qué hora. Así y todo, antes de llegar lo llamaba y me decía: "¿Y a qué vienes?".
Habíamos quedado en que iría hoy, le respondía. Y él: "Sí, pero en realidad, ¿cuál es el motivo de tu visita?".
"Virgilio, te lo expliqué hace días: saludarte, conversar un rato y punto."
Terminaba diciendo: "Bueno chico, dale que me tienes intrigado. En lo que hago el café, dispárate para acá".
Cuando llegaba, el apartamento estaba cerrado a cal y canto. Para que Virgilio empezara a abrir una persiana era un problema. Nos estamos asando —le comentaba.
"Pues yo no tengo ningún calor, esas son imaginaciones tuyas."
"Tú estás en short, pero yo no, abre un poco ese balcón, ni que nos fueran a meter un balazo desde el edificio de enfrente."
Ahí empezaba su tragedia, siempre tuve la impresión de que Virgilio creía que abrir su casa era un peligro, padecía una especie de claustromanía. También le tenía horror a los elevadores, nunca volvió a montar ninguno después de un incidente que padeció con su hermana. A su apartamento subía siempre por la escalera.
Más en familia (y ojalá puedan conocerse algún día la colección de fotos que tenemos de las diversas celebraciones que organizábamos aquí y que servían para divertirnos muchísimo), les cuento que le encantaban las frutas. En ese sentido, esta casa para él era una especie de Paraíso Perdido. Aquí se hacían unas natillas planchadas que le gustaban mucho.
"¿Cómo es eso de planchar una natilla?" —decía. Mamá le contaba cuál era el procedimiento y le enseñaba la pieza que era del tiempo de mi bisabuela.
Él se preciaba de ser un especialista en pastas. A cada rato hablaba de hacer unos coditos o unos macarrones, que todo el mundo se iba a caer muerto de delicias con ellos. Nunca los hizo, pero dicen que, efectivamente, sabía cocinarlos muy bien.
En uno de sus cumpleaños, que sí registré a través de una entrevista "secreta" que le hicimos entre todos (debo recordarles que yo estudié Periodismo en la Escuela Márquez Sterling y en mi época no se usaban grabadoras, sino la memoria), se le regalaron muchísimas cosas, pero lo que más celebró fue que le pudimos obsequiar un mamey colorado. Si le hubiésemos regalado otra cosa no le hubiera causado tanta impresión. Siempre contaba cómo en sus viajes lo que más añoraba era comerse una piña. "¡Ni pensar que en Italia voy a poderme tomar una champola!", repetía. Esa era su bebida favorita.
Misterios
Un día entre semana viene y me dice: "Ayer estuve por aquí por la mañana". ¿Cómo? ¿Por la mañana? "Sí, sobre las nueve de la mañana". ¿Y por qué no tocaste? "No, porque es que ni los perros me sintieron. Di la vuelta por el lateral, por el frente, y había un silencio, una atmósfera tan especial...", y empezaba a buscar connotaciones.
¿Pero si viniste por qué no tocaste Virgilio? "En realidad toqué la campana muy bajito y pensé que estaban dormidos o que no había nadie en la casa. No quise interrumpir, yo sé que es un momento especial para ustedes. Me di cuenta de que la casa no es normal". ¡Ah, que no es normal! "No es que sea nada del otro mundo, pero sí tiene una cosa rara, de día es una cosa y de noche otra". Todas las casas son iguales en ese punto. "Sí, pero por la noche yo no me atrevo a salir al patio con esa oscuridad, y hay cosas" —y ese "hay cosas" lo significaba. Por supuesto que estas apreciaciones suyas generaban debates familiares. Para argumentar su posición, se remitía a la noche que dio su conferencia sobre Emilio Ballagas.
Ese día Virgilio quiso que nos sentáramos en el comedor y que se encendiera una vela cuando comenzara la lectura. Así se hizo, y entró una mariposa de esas que se les llama brujas o tataguas y se posó en el cuadro Las Hortelanas, de Concha Ferrant. Todos nos dimos cuenta porque antes de ocupar su lugar definitivo, el insecto voló en círculo por la habitación completa. Virgilio nos miró y comenzó.
Al terminar la conferencia, la mariposa se fue. "¿Ustedes se dieron cuenta de quién estuvo aquí?". Si tú no eres creyente, no crees en nada. "No, pero es que aquí me han obligado a pensar un poco más en serio". Entonces uno no sabía qué pensar, aunque, como se sabe, él tuvo una época de ferviente religiosidad, que después negó en repetidas ocasiones.
Lecturas dramatizadas
En cuanto a la particularidad de Piñera como lector de sus propios textos, les digo que he tenido la suerte de ver a varios dramaturgos leer sus obras. Uno de los que nunca se me olvida es Fermín Borges, impecable, en La danza de la muerte, que luego Francisco Morín llevaría a escena. Virgilio no leía simplemente, sino que hacía todo lo posible por hacerte ver el teatro, que es una cosa muy diferente. Él modificaba la entonación según los personajes, marcaba las aclaraciones, los apuntes, etc.
Otro ejemplo de lectura estupenda fue La carne de René, donde cada personaje tenía su categoría. Los cuentos y poemas tenían otra expresividad. Las manos en Virgilio, por ejemplo, eran todo un lenguaje, así como las inflexiones de su voz. Por aquí han pasado otros dramaturgos: Pepe Triana, Abilio Estevez, Raúl Alfonso, que leyeron sus obras, teatrales o no, muy bien, pero Virgilio disponía de otros recursos, otras facilidades.
Con los años, nos dimos cuenta de por qué aquella supuesta aparatosidad de la lectura de El Trac en la sala o de la Avellaneda en el comedor o los autores franceses en la Galería, respondía a una condición para la lectura que Piñera utilizaba minuciosamente.
La literatura
Con respecto a la impresión que nos dejó de su relación con la literatura, a pesar del escepticismo que les comenté al principio, fue que sentía una verdadera devoción por la literatura cubana. Aquí descubrió, y lo digo responsablemente, a Dulce María Borrero y comenzó a leer con asiduidad a Esteban Borrero Echevarría: tenemos la edición príncipe de La Cena de Pascua y otros relatos.
Él pensaba que la familia utilizaba los libros, muchos de ellos del siglo pasado, como una especie de gancho. Es decir que, teníamos esto o aquello cuando en verdad no existían, pero con el tiempo se convenció de que sí, que estaban, y se preguntaba entonces cómo era posible que se conservaran estos libros.
Una de sus pasiones fue José Jacinto Milanés. Como se sabe, Virgilio leyó en una de las tertulias el fragmento inicial de su pieza sobre el poeta. Antes de hacerlo lo estuvo anunciando en varias oportunidades, pero todo el mundo pensaba que era otro juego piñeriano. Una y otra vez me contaba lo que iba a hacer con Milanés, que si ese personaje tal y tal, que si quiero ir a Matanzas (en realidad nunca supimos si fue o no) solo, de madrugada. Pero ¿tú vas a ir a caminar de madrugada por Matanzas, solo? Eso no hay quien te lo crea… Él estaba planificando su obra y los sábados se hablaba de la escenografía, los personajes. Le gustaba que todo el mundo dijera algo.
Un día en su apartamento, le dije: "Chico, a mí me parece que lo tuyo de Milanés es una broma de muchacho, ¿ni siquiera una página me puedes enseñar, ahora que estoy aquí?" "Ah, no, esa es una sorpresa que les voy a dar un día de estos". Pero como Virgilio se pasaba el tiempo en esa frontera entre la verdad y la mentira, la fantasía, el mito... Afortunadamente, una noche se apareció con un pedazo del primer acto del Milanés. Discutimos mucho sobre las escenas, él no quería que éste se acercara a los demás personajes, que hubiese un distanciamiento de ellos. Nunca terminó esa obra, se publicó como parte de su Teatro Inconcluso (1990).
En un plano más particular, muchas veces discutimos sobre sus aspiraciones en la literatura, a lo que pensaba llegar. Él sí era muy escéptico. Por ejemplo, y es algo que tengo registrado, una noche se le preguntó que haría si ganaba el Premio Nobel: "Yo no significo absolutamente nada", dijo, "solo he abierto unos caminos y nada más. Te voy a dar algunos nombres: Shakespeare, Rimbaud, Proust, ¿yo quedo reducido a qué? A cero".
Cuando alguien le decía maestro, respondía: "¡Qué maestro de qué!, yo soy un simple escritorcito de nada, ustedes son unos exagerados, yo no me creo nada de lo que me dicen, aunque me digan que he hecho una cosa genial ¿Ustedes saben lo que es hacer una cosa genial? Yo ni remotamente haré una cosa genial".
Sin embargo, cuando se lee Ars Longa Vita Brevis, que como les conté narra metafóricamente parte de sus relaciones con esta casa, te das cuenta de que uno de los personajes, Lola, que vendría a ser mi hermana Olga, dice: "Yo no digo que no sea un magnífico escritor incluso dicen que es genial, yo lo acepto o no estoy en contra". ¿Y esa frase, Virgilio? "Bueno, esa no la pongo yo, la dice Lola." Sí, pero el que escribe el cuento es Piñera. Y ahí se formaba el debate.
Los jueves, que fue el otro día de la semana que con más frecuencia nos visitaba, llegaba diciendo: "Hoy vengo diez minutos, a tomar la sopa, quizá un postre ligero, y me voy", y le daban las dos de la madrugada. Los jueves, decía, se hablaba más íntimamente de muchas cosas, abría las compuertas y se producía la catarsis.
Una de las cosas que más lo perturbaba era que el tiempo pasaba y sus piezas teatrales no se llevaban a escena. Un día alguien me mandó un recorte de periódico donde se hablaba del estreno de Electra Garrigó en Inglaterra. Él se entusiasmó un rato y luego le cayó una especie de desplome, y todos nos dimos cuenta de qué se trataba: siendo el dramaturgo cubano más importante del momento, con reconocimiento internacional, sus obras, paradójicamente, no se ponían en Cuba.
Ahora es algo normal, pero no hay que olvidar que fueron años sin que una sola obra de Piñera se representara, y no solo teatro: hay muchas antologías de cuentos realizadas en aquellos años en las cuales no aparecieron textos de él.
Lezama
De sus años en Orígenes decía que habían sido una olla de grillos. A Lezama siempre lo respetó; el día de su muerte vino para acá y quiero decirles que tuvo un momento en el que pensamos que tendríamos que llevarlo al policlínico, hasta que se serenó, porque Lezama y él quedaron disgustados.
Después de mucho rato me dijo: "Ya no tiene arreglo". Pero, Virgilio, a fin de cuentas, aquello no fue más que una tontería, no es para que queden esos resentimientos. Pero él no se consoló, no se conformaba con aquello.
La noche que leyó su conferencia sobre Lezama fue más contenida, pero de igual calidad afectiva. Ese día estrenó aquí el soneto a Lezama. O sea, que para él fue un verdadero desprendimiento, no un amigo que se pierde, un colega que desaparece físicamente, sino un verdadero afecto, alguien con quien no va a poder contar y viceversa, porque se sabe que entre ellos había una especie de necesidad mutua, de armonía-desarmonía.
En que Lezama no viniese a esta casa influyó básicamente una cosa: el ego de Virgilio Piñera, esa es la verdad. Incluso, nos quedamos esperando a Lezama y María Luisa varios jueves, y sabíamos que ellos querían conocer a la familia y el lugar. Sin embargo, el encuentro se pospuso porque en el momento clave aparecía un pretexto: que no había máquina, que dónde lo íbamos a sentar, que si Joseíto era muy puntilloso. Bueno, Virgilio, cuando tú quieras nosotros podemos conseguir un auto para que los traiga y los lleve de vuelta después. Tú quedas encargado de avisarle a Lezama, pero él sabe que lo estamos esperando y nosotros sabemos que Lezama te preguntó y tú dijiste no sé qué, en fin, queda en tus manos el asunto.
Cuando Piñera vio que era en serio que Lezama viniese, aquello empezó a dilatarse y dilatarse y nunca lo trajo. En nuestro caso, tampoco se trataba de crear un disgusto o una situación penosa, porque suponíamos que Virgilio era quien debía coordinar esa visita.
En cambio, sí estuvieron otros escritores. Ustedes saben lo difíciles que son a veces las relaciones entre intelectuales. Pero, por un asunto de magia —como decía Virgilio—, aquí había un ambiente conciliador. Se daba el caso de personas que en la calle no se saludaban y aquí compartían.
El comportamiento de Virgilio con todos era agradable, respetuoso y esa cosa que se lograba: el tono armónico, espontáneo, sin recelos ni pullas que siempre hay entre personalidades. Todo funcionaba como un descanso después de tanto brete. Tenemos una foto que le ha gustado a muchas personas que contiene, precisamente, a Virgilio y Pepe Triana tocando tumbadora.
Habría que preguntarle a otros de los que venían en aquella época: Abilio Estevez, por ejemplo, que conoció a Piñera en esta casa. Él ha hecho referencia a eso en algún escrito autobiográfico. Reinaldo Arenas contó sus impresiones generales de las dos o tres veces que vino aquí en su libro Antes que anochezca. Por cierto, me llama Jorge que fue como lo hizo Virgilio en su cuento Ars Longa Vita Brevis.
La censura
Una cosa sí quisiera apuntar, sin que se interprete como falsa modestia: nunca nos han movido sentimientos de odio hacia nadie ni intereses mezquinos. Eso nos salvó, porque siempre que tenemos que decir algo que no nos gusta lo hacemos honestamente, sin dañar a nadie. Y te das cuenta de que la gente agradecía ese trato, no solo nos visitaban una vez sino que repetían su estancia. Todas las semanas se preguntaba: ¿quién viene el próximo sábado?, ¿qué vas a traer? Se funcionaba muy en el gusto de todos.
Un buen día, las tertulias que se hacían aquí sin otro afán que el de pasar un buen rato de expansión espiritual, cultural, amistosa y sin premeditación alguna, terminaron. Eso ocurrió en el año 1977. Se acabaron las visitas de Virgilio y las del resto de los amigos. Se interrumpía así una tradición familiar que venía desde los tiempos de mis abuelos en que en la casa de Lealtad 106 mi madre tenía una tertulia los jueves a la que asistían, entre otros, los hermanos Lles, Agustín Acosta y Medardo Vitier... Nuestros encuentros en los setenta eran la continuación de todo aquello.
Después, se inició un ciclo de nostalgia de ambas partes. La familia y los amigos extrañándolo a él, y él añorando la atmósfera que había dejado aquí. Entonces escribió una carta que envió con un amigo común y que tal vez pudo ser el comienzo de un nuevo acercamiento físico y espiritual. La carta es muy reveladora de su necesidad de venir, tratarnos, volver a estar en familia, y un recordatorio de que él no olvidaba; todos creímos que volveríamos a encontrarnos con él, pero sucedió lo que sucedió y no pudo ser. Virgilio murió el 18 de octubre de 1979 sin haber regresado a esta casa. Siempre he creído que esos dos años fueron más negros para él, porque, para nosotros también, lo fueron.