"No detengas la Noche, la señal del espectro" —dice el verso clave de José Triana. Ni Virgilio Piñera ni José Rodríguez Feo cuando decidieron publicar aquel poema en la exigente revista Ciclón, ni tampoco el joven autor —tenía 23 años—, podían suponer que hospedaba en ese verso el leitmotiv de la que sería una de las obras notables de las letras cubanas, de indubitable relieve dentro del teatro de habla hispana. Ocurrió en el cuarto número de la revista, de julio de 1955, junto a otros cuatro poetas noveles y prácticamente desconocidos en el panorama cultural del país, entre ellos un joven camagüeyano que había ido a estudiar Medicina a La Habana, llamado Severo Sarduy.
La muestra apareció anunciada con el título de "Cinco poetas jóvenes cubanos", por supuesto que sin una gota de condescendencia por lo de jóvenes. Los poemas de José Triana ocupan las páginas 38, 39 y 40: "No preguntéis", "No importa que un crepúsculo" y "En ti lluvia me busco". El cuarto poema —decisivo, el mejor— aparece como "No detengas la noche". Y ese primer verso es sencillamente premonitorio: "No detengas la Noche, la señal del espectro".
He verificado en la revista que "Noche" aparece así, con mayúscula. Y es no solo el anuncio precursor de La noche de los asesinos, sino del que quizás haya sido bajo múltiples disfraces —con cada uno de sus símbolos— su mayor desafío como miedo a la ignorancia e imposibilidad de hallar las salidas, fuente de sentimientos familiares y dubitaciones sexuales, interiorización existencial de sentirse fragmento… No es casual que el último verso de "En ti lluvia me busco" sea un símil caracterizador del modo en que solía sentirse el poeta: "como un perro inocente debajo de la lluvia".
Las biografías de José Triana deben conceder más importancia a sus textos y aventuras iniciales en Bayamo, Santiago de Cuba… Y en La Habana, alrededor de la revista Ciclón, antes de embarcar para España, recorrer Europa, trabajar. Si los novelistas nacidos alrededor de 1930 —cubanos, hispanoamericanos, en general de habla hispana— tenían que admirar detrás a un autor como Alejo Carpentier; lo que fue válido, por ejemplo, para Guillermo Cabrera Infante; y si los poetas que comenzaban a publicar sus primeros poemas en los inicios de la década del 50, debían establecer su agón con un canon donde en las letras locales estaba nada menos que Gastón Baquero; para los dramaturgos el agón o competencia, la búsqueda de un clinamen o desviación caracterizadora, se establecía con la figura más procaz y valiente de la generación anterior: Virgilio Piñera. José Triana —junto a otros dramaturgos que entonces comenzaban, como Antón Arrufat y Abelardo Estorino— sencillamente tuvieron que mirar —reto más o menos fraternal— hacia el talentoso autor de dos dramas que marcaron un antes y un después en los escenarios: Electra Garrigó y Aire frío. Y de paso tirarle una ojeada al también poeta excepcional de La isla en peso, el poema más caracterizador de la cultura cubana en el siglo XX, sin el cual —sin reflexionarlo— sencillamente quedaría trunca la comprensión compleja, imaginativa y polémica de la identidad cubana.
José Triana lo supo desde adolescente, desde que conoció a Virgilio en Santiago de Cuba, parece que en la casa de los escritores y profesores de Literatura Ezequiel Vieta y Beatriz Maggi, donde a veces llegaban de la cercana Bayamo dos jóvenes estudiantes de Bachillerato; ávidos de conversaciones inteligentes, de diálogos literarios: Ambrosio Fornet y José Triana.
También el autor de Electra Garrigó supo enseguida que estaba ante un joven escritor; después descubriría otros talentos fuertes, como Reinaldo Arenas y Abilio Estévez, lo que da fe de la calidad de sus papilas gustativas. Por encima de malacrianzas y chismes, que nunca rozaron demasiado a José Triana. Ni siquiera cuando tras el merecido premio Casa de las Américas a Virgilio Piñera por Dos viejos pánicos —el mismo premio que antes había recibido La noche de los asesinos—, rodó el rumor de que Virgilio había reafirmado —y cuchicheado, como solía hacer— su sitio como primer dramaturgo del país. En este sentido vale anotar que La noche de los asesinos pronto se convirtió en la obra teatral cubana de mayor fama —y puestas en escena— internacional, seguida de lejos por Las monjas de Eduardo Manet.
Quizás haya sido José Triana el dramaturgo de habla hispana más sagaz en adelantarse a los autores hispanoamericanos de su época. Tan pronto como en 1954 interiorizó la obra de Jean Genet, tras asistir a la representación de Las criadas en la habanera sala Prometeo —aseguran que en memorable puesta en escena de Francisco Morín—. Pronto, ya en Madrid, se relacionaría con el Grupo Teatral Dido, viajaría por Europa, leería la Ifigenia cruel de Alfonso Reyes (o tal vez la Antígona de Jean Anouilh), Reunión de familia de T. S. Eliot, Las sillas de Ionesco, Esperando a Godot de Samuel Beckett… Asistiría a una representación de Huis clos (A puerta cerrada) de Jean-Paul Sartre, cuya noción de los espacios cerrados, de que "el infierno son los demás", como parte de su tan singular y polémico existencialismo, estaría entre sus lecturas preferidas de entonces, aunque pronto sustituiría parte de aquella admiración por la de Albert Camus, de su imponente teatro y de sus enfrentamientos a los poderes opresivos, sobre todo cuando Pepe —en 1980, a los 49 años— no tuvo más remedio que abandonar el país junto a Chantal, irse desterrado a Francia, exactamente un año después de la muerte de su querido Virgilio Piñera, en 1979.
Sin embargo, Lalo, Cuca y Beba —los hermanos de La noche de los asesinos— están más cerca de Jean Genet y del teatro de la crueldad de Antonin Artaud, que de los autores existencialistas; como argumentan algunos excelentes ensayos de los coordinados por Angela Dellepiane en las dos sesiones dedicadas a su teatro en julio de 1989, en Atenas. El sentimiento de ahogo, la opresión de las diversas cerrazones, hacen que los tres personajes se sientan fragmentos, no dejen de moverse como si estuvieran en una celda. Muy pertinente es que el propio dramaturgo haya afirmado: "Para mí el personaje es fragmento". Y añada, en visión que recuerda el ideario subyacente en El mito de Sísifo o en una novela como La peste, parte decisiva del que puede considerarse el mejor existencialismo filosófico: "La gente es fragmentos".
Lo mismo que percibimos elementos de la tragedia griega en sus obras tempranas —como estudia Roberto Lima—; al igual que conocemos que "Ñeque" significa alguien caído en desgracia; coincidimos con la brillante estudiosa Diana Taylor, cuando en su ensayo "La noche de los asesinos: la política de la ambigüedad" nos explica la entropía del pensamiento humano, la exaltación del desorden y la incertidumbre en la pieza, la ambigüedad de Lalo, Cuca y Beba como única manera de ser otro, de no sucumbir a la masa, a las orientaciones e imposiciones del poder. De ahí, con razón, que la obra por muchos años haya sido considerada herética en Cuba, no constructiva a los intereses del Estado y sus catecismos doctrinales; aunque en las dos últimas décadas sí ha tenido algunas puestas en escena por grupos teatrales disidentes del oficialismo, permitidos —masticados, pero no tragados— por la Dirección de Teatro del Ministerio de Cultura.
La misma opinión —que coincide a plenitud con la nuestra— argumenta Crisitilla Vasserot en su imprescindible ensayo "Espejos y espejismos en el teatro de José Triana", que prestigia la bibliografía indirecta sobre nuestro querido escritor. Sobre los personajes escribe: "No se sitúan al margen sino en el margen" de la sociedad. Sobre los espejos advierte que son un signo recurrente porque siempre en sus obras hay conflictos de espacio. Y añade una reflexión exacta, al observar que también el público funciona como espejo. Si lo grotesco se considera —como parece serlo— un juego con lo absurdo, queda claro que cualquier realismo tradicional —sea o no socialista— queda obsoleto. De ahí lo novedoso de su teatro, situado en la vanguardia del mundo artístico de nuestra época.
Bien lo asimilaron los mejores conocedores del mundo teatral de Occidente, como prueba el hecho de que la Royal Shakespeare Company de Londres montara en 1986 Palabras comunes, que convirtiera a José Triana en el primer dramaturgo latinoamericano en recibir tal promoción.
Pero el singular sonetista —conocedor como pocos cubanos de los sonetos de Lope de Vega y Francisco de Quevedo—, nunca dejó de pensarse "como un perro inocente debajo de la lluvia", verso con el que termina el visionario, juvenil poema "No detengas la noche". Su "quitarse importancia" —"perro inocente"— debe haber favorecido los efectos negativos de nunca contar con el apoyo de las autoridades de su país para la promoción de su obra. Más bien todo lo contrario. Después de 1971 solo recibió el ninguneo, el silencio, la expresa voluntad de minimizar la obra del hereje, del desterrado a París.
De otra parte, la lluvia del dramaturgo —consideraba con pesar— había nublado la valoración de sus poemas. Hay que afirmar que si no hubiese escrito teatro, nos quedaría una valiosa obra poética, parte substancial e indiscutible entre los escritores de su generación: los que comenzaron a darse a conocer alrededor de 1950, nacidos en torno a 1930.
Como poeta tal vez sea —dentro de una lógica heterogeneidad cuya cercanía temporal aún enturbia las valoraciones— el que con mayor asiduidad se mantuvo firme contra los excesos del coloquialismo y la antipoesía. Así lo demuestra su cultivo de formas clásicas del verso como el endecasílabo y de estructuras estróficas como el cuarteto, hasta su culminación en infinidad de sonetos. Perfectamente sus poemas permiten situarlo dentro del vigoroso cauce neobarroco, cuya estética se mantiene en voces actuales de popularidad y prestigio dentro y fuera de Cuba, como Manuel Díaz Martínez y Orlando González Esteva.
Una exigente, tal vez cáustica, antología de sus poemas —como la que aquí se ofrece—muestra con elocuencia no solo una meritoria calidad artística sino la curiosa interdependencia con sus obra teatrales, como si algunos poemas fueran bocetos de escenas, adelantos o reflexiones de diálogos, esbozos de personajes, según se lee —por ejemplo— en "La casa de la fiesta". O en muchos poemas agrupados en el libro Golpe de sombra, preparado en La Habana en 1969.
No ofrecería una visión de conjunto si excluyera la valoración ética de José Triana, las zonas de su honradez y sentido de la amistad. Si dejara de referirme a la generosidad y a la porosidad mental que lo caracterizaron, que contrastan con tantos otros escritores y artistas cubanos de entonces a hoy que —en el caldo represivo del castro-comunismo— se empantanan en el oportunismo y el fanatismo.
Nos dijimos Pepe desde que nos conocimos en un almuerzo en el apartamento del cuentista Calvert Casey, que antes de irse de Cuba y suicidarse en Roma en 1969, vivía en los altos de un conocido restaurante de La Habana Vieja, que hacía esquina a pocos pasos de la Avenida del Puerto, del Two Brothers, de la terminal de las lanchitas para Regla y Casablanca; frente a una breve manzana triangular que años después se incendiara y diera lugar al parque que allí hoy existe.
Mi amigo Ciro Pérez, que varios años después de su muerte protagonizaría mi novela Guanabo gay (2004), fue quien me llevó a comer alguna fruta del mar, digo así porque Calvert las bautizó con esa deliciosa frase del chef y porque ahora no recuerdo si fue pargo o cherna o serrucho. Lo cierto es que cuando Calvert nos hizo pasar a la iluminada sala, de amplios ventanales a breves balcones, ya estaba ahí mi tocayo, sonriente, con sus inolvidables espejuelos de grueso marco oscuro. Cuando aquel encuentro, creo que en mayo o junio, y sí estoy seguro que de1964, Pepe tenía 33 años y yo 17. Aún no era un dramaturgo famoso, pero sí ya formaba parte de la elite cultural cubana, según me comentó mi maestro José Lezama Lima en su casa de Trocadero 162, donde también a veces, todavía entonces esporádicamente, había recibido al locuaz escritor que a su regreso a Cuba el 18 de enero de 1959, incorporó al pedigrí de haber publicado en Ciclón. Lo que para mí era deslumbrante, a pesar de que Pepe había crecido en un pueblo —Bayamo— de lo que despectivamente los habaneros llamábamos "el interior". Pedigrí que aumentó enormemente por haber vivido en Europa, a pesar de haber sido en la España de aquella época (1955-58), la de Franco y el Opus Dei; aunque —pronto me lo contó, como quien no quiere, pero desde luego que sí quiere las cosas— había viajado hasta París, el sueño de cualquier escritor latinoamericano en aquellas décadas, afición como se sabe que heredamos con gusto —con muy buen gusto, como hubiera dicho Octavio Paz— de románticos y modernistas, de vanguardistas y de nuestros padres, bien enterados.
Al escribir este prólogo me doy cuenta de que aquella diferencia de edad entre nosotros dos, marcaba otra generación, estableció durante varias décadas una suerte de respeto a la "persona mayor", al maestro. Y no era nada especulativo, mucho menos de sentirme discriminado —algo imposible con él— , sino que de 15 a 20 años de diferencia, cuando se es un adolescente y luego un joven, por muy atrevido y procaz que uno sea, crean inevitables diferencias. La más obvia es que José Triana y los de su generación acumulaban más años de vida, de lecturas, de todo. Cuando tales distancias se rompían —aquí gracias a su generosidad—, establecer una amistad se convirtió para mí en otro privilegio. Me enorgullece que lo supe unir al de El Curso Délfico de Lezama y en otra dimensión, digamos que tradicional, a los estudios universitarios, que me llevarían a realizar la primera tesis sobre la revista Orígenes, en 1971, no solo bajo el asesoramiento directo de Lezama, Rodríguez Feo, Fina García Marruz y Cintio Vitier, sino de intelectuales como José Triana, cuyos consejos no cayeron nunca en saco roto a la hora de evitar rachas sectarias, esquematizaciones académicas y provincianismos "revolucionarios". En especial los virus derivados de aquel vetusto marxismo-leninismo que nos obligaron a recitar en la universidad, cuyas recetas sociológicas, estéticas y artísticas hipotecaron la cultura cubana, algunas de las cuales —considerar los conflictos del teatro de José Triana como típicos de la pequeña burguesía— sobreviven hasta hoy.
Enfatizo que la rara vocación de dedicarle parte de su tiempo a los demás, no suele abundar entre intelectuales de ninguna latitud. Pepe honra tal ética de la magnificencia, de la esplendidez. A lo que se añade, como ingrediente multiplicador de bondades, su natural sencillez. Quizás el adjetivo "natural" no logre la caracterización eficaz, porque en su caso se trata de una cualidad espontánea, como cuando se reía de un chisme picante o de un chiste político.
Cuando Teatro Estudio estrena en 1966 La noche de los asesinos, en la Sala Hubert de Blanck, tuve el privilegio de obtener una papeleta para la función inicial con el primer elenco, formado por Vicente Revuelta —que también dirigía la formidable puesta en escena—, Miriam Acevedo y Ada Nocetti; el mismo que saldrá de gira a Europa al año siguiente, en 1967, cuando el dramaturgo cumple 37 años y tiene el maravilloso, providencial privilegio de conocer en París a la joven Chantal Dumaine, con la que se casaría en La Habana de 1968; que sería su entrañable pareja hasta la muerte de Pepe el 4 de marzo de 2018, mientras nunca había dejado de pensar en que el destierro sería transitorio, en que Cuba podría sacudirse la costra totalitaria.
En el portal de Hubert de Blanck le di un abrazo de felicitación, enseguida me invitó a unirme al grupo que se iba a festejar. No recuerdo si comenzarían la juerga en El Carmelo de Calzada, concurrido café de artistas frente al teatro Auditorium, que ya entonces, creo, se llamaba Amadeo Roldán; en la misma calle del teatro. Decliné por pena a ser un desconocido para el resto y porque al otro día tenía que amanecer para irme a dar clases.
Pocos días después, en casa de Lezama, le devolví tres libros editados en Uruguay de Friedrich Hölderlin, Rainer María Rilke y William Blake, cuyos poemas aún me acompañan, que sigo venerando bajo el mismo consejo que me diera cuando me los prestó: "No concibo prescindir de su lectura". Lo primero que hizo fue preguntarme si me había gustado la obra, las actuaciones, la escenografía… Por supuesto que le bastaban los elogios de la crítica, de los expertos. Pero me concedía generosamente el derecho a opinar, como si mi juicio fuese el de Rine Leal —el mejor crítico teatral de entonces— o el de directores, actores e intelectuales que identifiqué en el público de aquella primera función, como Mario Parajón, Adolfo de Luis, Héctor Quintero, Raquel Revuelta, Omar Valdés, José Antonio Rodríguez, Humberto Arenal, Nicolás Dorr...
Oyó mis opiniones con el mismo entusiasmo que había mostrado ante el reconocimiento que lo situaba como el único meritorio continuador de Virgilio Piñera, elogio que hizo sonreír a Lezama, sin sospechar entonces que los dos —y desde luego que, entre otros, Virgilio Piñera— también serían condenados al ostracismo por los lémures y urracas, a partir de abril de 1971. Castigo dictatorial que en el caso de José Triana también era un pase de cuenta por haber concedido el Premio de Teatro de la Unión de Escritores a Los siete contra Tebas de Antón Arrufat; mientras Lezama, aquel mismo año de 1968, premiaba en Poesía a Fuera del juego de Heberto Padilla.
Tres generaciones cronológicas de escritores y artistas cubanos —salvo un grupúsculo que permaneció adicto al régimen— presenciamos con dolor —y por qué no con ostensible miedo— el fin para siempre de las esperanzas en que la revolución cubana no tomaría un giro totalitario, lo que en definitiva ocurrió en aquellos años, tras el fracaso de la disparatada Zafra de los Diez Millones, la caída de cabeza en el bloque soviético, las evidencias de que a Castro y su banda solo les interesaba mantenerse en el poder. Lezama, Pepe y yo —suerte de sinécdoque, parte por el todo dentro del convulso panorama cultural cubano de entonces— sufrimos la terrible certeza, y cada uno a su forma pensó en abandonar el país, como muestra la tan triste correspondencia de Lezama con su hermana Eloísa en Miami y la escasa producción literaria hasta su muerte en 1976, la salida a París de José Triana en 1980 y la mía a México en 2003.
Tres formas del destierro —insilio y exilio— donde nuestro querido amigo, de la mañana a la noche… Es decir, a La noche de los asesinos, se había convertido en uno de los más conocidos dramaturgos de habla hispana del siglo XX. Pero tan campechano y con su misma sencillez de siempre, seguía diciéndonos "chino", muletilla en el trato con amigos que mantuvo hasta el final de su vida, según evocamos con su viuda en su piso parisino del 20 Avenue Trudaine, en noviembre de 2019.
Tal campechanía no era llaneza… Similar a las encrespadas montañas de la Sierra Maestra, cercanas al a veces encrespado río Bayamo, Pepe se encrespaba al enterarse de algún disidente cubano preso, al recordar la censura a la que fue sometida su obra en Cuba, al acordarse de la tristeza de Virgilio Piñera cuando decía que nunca debió regresar de Buenos Aires… También ontológica y estéticamente encrespadas fueron muchas de sus intervenciones públicas, como las que hizo sobre su poética autoral. A Christilla Vasserot le dice: "En realidad, no sé por qué escribo ni para quién. Todas estas son conjeturas (…) Porque la mayoría del tiempo sabemos que trabajamos con una cosa que se llama la memoria, pero la memoria es tan inconsútil y al mismo tiempo tan fragmentada que lo único de que podemos tener conciencia es de su fragmentación. No podemos tener conciencia de su estructuración. Trabajar con la memoria es trabajar siempre como en un terreno cenagoso". Y añade que sus escritos "están como al borde, marginalizados, nunca satisfechos ni de lo que han hecho ni de lo que hacen. Siempre están como al margen, como un canto al margen. Están en una orilla extraña dentro de la sociedad".
En esa misma sustancial entrevista —realizada en París el 11 de abril de 1991—, precisa inequívocamente su relación con lo cubano, sin la menor gota de pintoresquismo "martiano" (el culto hagiográfico a José Martí), sin rodar por las variadas formas teleológicas del pensamiento desiderativo que empañó la filosofía política de algunos poetas origenistas, y de otros fogosos admiradores —no solo cubanos— de aquella revolución de 1959. El encrespado dramaturgo afirma: "Ahora bien, a mí me ha interesado la historia cubana porque creo que ella va de fracaso en fracaso, buscando una luz, o buscando algo extraño, posiblemente voces mesiánicas, posiblemente soluciones heroicas. Posiblemente dentro de todo ese marasmo, de esa corrupción, de esa agitación de luchas extrañas, podemos decir que nuestra sociedad se va amplificando y se va concretizando". Tal escepticismo llega a hoy, cuando tres o cuatro generaciones contemporáneas mayoritariamente admitimos ir "de fracaso en fracaso".
En el poema "Nocturno" un verso inicia cada una de las estrofas. Dice: "En los puentes errantes de París". Otro verso —entre plecas— caracteriza proustianamente el modo en que José Triana los reconstruye como Fronesis —el personaje de Paradiso, la novela de José Lezama Lima— en su memoria afectiva. Dice: "el exilio los crea y embellece". Puentes —siempre errantes— y exilios —siempre interiores— no se cansan de recrear y embellecer "la Noche, la señal del espectro" de un autor excepcional.
José Triana, Obra selecta (Aduana Vieja, Valencia, 2023).