Frágil duende que anhela transparencia
En las cuatro paredes del olvido.
Cuando hace un mes mi amigo el poeta José Triana me pidió que ayudara a presentar su libro acepté enseguida. Pepe y yo somos amigos hace treinta años y no podía faltar a esta ocasión. Quiero, por tanto, que mis primeras palabras sean para felicitarlo tanto a él como a la Editorial Aduana Vieja y a Fabio Murrieta por esta estupenda publicación, que como sabemos culmina una de las obras más importantes escritas en nuestro idioma.
Pero antes de hablar sobre la obra de Pepe debo decir algo. Como sabemos, la reivindicación y desagravio a Virgilio Piñera viene andando desde varios años, aunque hasta hoy no se ha hecho lo más importante: que el Estado cubano asuma la responsabilidad por la persecución y muerte del escritor, que esclarezca las verdaderas circunstancias en que ocurrieron, señale a las personas responsables, y pida perdón por esas acciones.
Hace tres días en La Habana se estrenó un evento como este, y desde luego es bueno que en todas partes celebremos el centenario de Virgilio Piñera. Pero sería aun mejor que se incluyese, tanto aquí como allá, el recuerdo del trauma que motiva su urgencia, y que ese recuerdo también incluya la discusión de otro hecho: durante los mismos años de persecución que padeció Virgilio se victimizó a mucha otra gente, sobre todo a muchos escritores y artistas, a actores y dramaturgos, y entre ellos algunos de los presentes que lograron vivir para contarlo. Nada de eso puede llamarse ni reivindicación ni desagravio. Tiene un nombre mucho más sencillo y más necesario: la justicia.
No soy teatrero. Pero sí soy amante del teatro, y siempre me ha interesado la relación entre teatro y poesía. A veces se nos olvida que el teatro es poesía, y no me refiero únicamente al teatro en verso. Por otra parte, la buena poesía es dramática, en el sentido de que todo poema pone en escena a una serie de hablantes o voces que representan a su autor, o como dijo Borges, su "yo plural".
Teatro y poesía son juegos de máscaras, sus vasos comunicantes tan evidentes como en canciones que se cantan en escena o en monólogos que dramatizan la interioridad de un personaje. Nadie duda que el teatro sea la forma más alta de poesía —como prueba la lectura de Shakespeare, Lope de Vega y Racine. Pero la literatura cubana no suele abundar en poetas dramaturgos, que tal vez, si mi pobre memoria no me traiciona, se pueden contar en una sola mano: José Martí, la Avellaneda, Virgilio, y este, nuestro otro José. Estás en buena compañía… Y sin embargo, pocas veces, tal vez precisamente por su escasez, se ha hablado sobre este fenómeno, al extremo de que un reciente ejercicio de canon de la literatura cubana excluye a estos cuatro autores pretextando que su inventor "no los ha merecido".
Lo cierto es que José Triana viene escribiendo poesía y teatro desde hace más de medio siglo. Su Poesía completa, que abarca dos tomos, de casi 700 páginas, contiene 27 libros; el teatro, también de dos tomos y tantas páginas, consta de 11 piezas. (Hablo desde luego solo de la poesía y el teatro; Triana ha escrito mucha prosa que aun no ha sido recogida.)
Paul Valéry decía que un clásico se define por tres cualidades: excelencia, cantidad y variedad. No hay duda, con la evidencia que hoy se publica, de que José Triana es un clásico, además de ser el más importante escritor cubano hoy vivo.
Quiero reflexionar sobre la relación entre teatro y poesía, y cómo veo esa relación en la obra de José Triana. Para ello se me ocurren por lo menos tres ideas, tres vértices de un solo triángulo.
La primera idea es más bien evidente y se resume en una pregunta: en una pieza de teatro, ¿dónde está el autor? Sófocles, ¿es Edipo o el coro? Shakespeare, ¿habla por Hamlet o por Horacio; simpatiza por Ariel o por Calibán? José Triana ¿será Lalo, Beba, o Cuca?
La pregunta se hace más interesante en el caso de un dramaturgo que también es poeta, aunque ya hemos dicho que los términos son casi sinónimos. Sin embargo, creo que cuando un poeta escoge crear teatro pone en función otro mecanismo, seguramente porque abriga la secreta ambición de ser todos sus personajes.
Y sin embargo, y al mismo tiempo, ese mismo artista siente, por una suerte de fatalidad o exigencia de su espíritu, que no puede ser ninguno de esos personajes. Porque poetas dramaturgos como Triana —como Sor Juana Inés de la Cruz, como García Lorca, o como T.S. Eliot—proyectan a la creación del escenario la sabiduría, o tal vez la atroz lucidez, que antes internalizan en el acto poético: para ser los otros antes tengo que aprender a ser nadie; para crear personajes, antes debo reconocer el vacío de mi yo, el yo que no existe, porque mi única identidad posible me la otorgan los ojos y las voces de los demás.
Este es, por tanto, mi segundo punto, el segundo vértice del triángulo. Tal vez el motivo más frecuente en la poesía de José Triana, o por lo menos el que más me llama la atención, sea precisamente ese: el yo poético no existe, o si existe es sólo en virtud de su lenguaje.
Cito una de tantas de esas observaciones que aparecen en sus poemas, del libro Oscuro el enigma (1993): "Soy una sombra insomne de querencia/ que se rumia a sí misma en el olvido"; o esta otra, de Dados de apócrifo (1997): "Espectro que soy del fui,/ humo, residuo, fragmento, aturdido pensamiento/ de no ser lo que viví/ o viví como esperpento”.
O tal vez esta, los primeros dos versos del poema I de su primer libro: "Frágil duende que anhela transparencia —en las cuatro paredes del olvido". De hecho, desde el título de ese primer libro —De la madera de los sueños (1958), traducción a su vez del célebre verso de Shakespeare (“we are such stuff as dreams are made of”)— hasta los últimos versos de Orfeo en la ciudad (2010), Triana, como Sor Juana, como William Butler Yeats o como Fernando Pessoa, como todos los grandes poetas, ha explorado la idea de que el yo poético existe únicamente en virtud de dos cosas: el lenguaje y los otros.
Solo que en el caso de los poemas de Triana, es decir, en la fábrica donde se urde el lenguaje de sus personajes, los otros no son mera abstracción sino, literalmente, los seres y presencias que sirven de apoyo a la creación poética. ¿Se han fijado ustedes, aquellos que han seguido la obra poética de Triana, la enorme cantidad de poemas que llevan dedicatorias, o la avalancha de títulos que invocan personajes, tanto reales como ficticios —Holderlin, Figari, Antonia Eiriz, Henri Michaux, Lope y Quevedo, Emilio Ballagas, Calvert Casey, Virgilio, Matías Montes Huidobro, y tantos más— para no hablar de los 88 textos que recogen las dos últimas secciones de la Poesía completa, Feria de acrósticos, y Del más vivo recuerdo.
Llego, por tanto, a mi tercera y última observación. Se trata de una que, en casos análogos que a lo largo de mi carrera me ha tocado analizar o comentar, siempre me deja perplejo, sin palabras que valgan. Me refiero a la insólita capacidad que tiene la obra artística, la obra dramática o poética en este caso, de trascender su circunstancia histórica y convertirse en testimonio lúcido y privilegiado y, por eso mismo, en mirada transgresora y maldita.
Resultaría fascinante una discusión detallada de este fenómeno en el teatro de José Triana, pero como hacerlo tomaría varias horas prefiero tomar el atajo de una breve ilustración, el comentario a una escena que este público conoce de sobra.
Me refiero al punto culminante de La noche de los asesinos. Ocurre a principios de la segunda parte con el juicio de Lalo, ese tribunal que los fantasmas de los padres erigen para volver a imponer su autoridad. Hacía mucho que no releía esas violentas escenas y confieso que no pude dejar de leerlas como si fuesen un "recuerdo del porvenir", al decir de Elena Garro, o más bien de revivirlas, telescópica y alegóricamente, a través del lente de la historia que juntos nos ha tocado padecer.
Recordemos que se trata el personaje de Cuca haciendo las de fiscal: "Le repito al señor juez que el procesado obstaculiza sistemáticamente todo intento de esclarecer la verdad. Por tal motivo, someto a la consideración de la sala las siguientes preguntas: ¿puede y debe burlarse la justicia? ¿La justicia no es la justicia? ¿Si podemos burlarnos de la justicia, la justicia no deja de ser la justicia?... ¿Si debemos burlarnos de la justicia, es la justicia otra cosa y no la justicia?... En realidad, señores de la sala, ¿tendremos que ser clarividentes?... La justicia no puede admitir tamaño desacato. La justicia impone la familia. La justicia ha creado el orden. La justicia vigila. La justicia exige las buenas costumbres. La justicia salvaguarda al hombre de los instintos primitivos y corruptores. ¿Podemos tener piedad de una criatura que viola los principios naturales de la justicia? Yo pregunto a los señores del jurado, yo pregunto a los señores de la sala: ¿existe acaso la piedad? Pero nuestra ciudad se levanta, una ciudad de hombres silenciosos y arrogantes avanza decidida a reclamar a la justicia el cuerpo de este ser monstruoso… Y será expuesto a la furia de hombres verdaderos que quieren la paz y el sosiego".
Como sabemos, Triana escribe esta escena en 1965, tal vez años antes, y la obra se representa en La Habana de 1966. Hoy, después de medio siglo de llamada Revolución, de la humillación pública del poeta Heberto Padilla en 1970 —a solo cuatro años del estreno—, o del circo romano del llamado Caso Ochoa —en 1989, tras otro cuarto de siglo— (y me limito a dos episodios), años en los que hemos comprobado el recurrente uso perverso de la teatralidad por parte del régimen, no podemos sino releer estas escenas como una atroz profecía de lo que se avecinaba.
Convengo desde luego que siempre es preferible, y motivo de halago, universalizar el sentido de toda obra, y de esta en particular. Toda lectura simbólica de una obra sin duda ayuda a ampliar su interpretación —de ahí en parte el éxito internacional de La noche de los asesinos. Pero esa lectura también la vuelve abstracta, la saca de su contexto inmediato, olvidando tal vez que Triana termina de escribir la pieza en 1965 —el mismo año, por cierto, que Guillermo Cabrera Infante regresa a La Habana a enterrar a su madre y que decide romper con el régimen— cuando ya se vivían en Cuba los estragos del neo-estalinismo y se padecía en carne propia los infames campos de concentración conocidos por el histriónico nombre de Unidades Móviles de Ayuda a la Producción.
Confieso que no poseo las claves para explicar o entender del todo el insólito contenido profético de una escena como esta. Me imagino también que en las demás piezas de Triana debe haber otras que se me escapan. Por eso, a falta de una explicación racional he hurgado en otras fuentes.
La que encuentro más convincente no tiene nada que ver con Cuba, pero sí con la poesía. Se trata de la carta del 28 de diciembre de 1817, poco tiempo antes de morir, que el poeta inglés John Keats le dirige a sus dos hermanos. Dice Keats allí a propósito de la personalidad poética que el entonces joven trataba de desarrollar: "Me he dado cuenta de lo que hace a un hombre realizado, especialmente en literatura, y que Shakespeare tenía de sobra. Me refiero a la capacidad negativa [negative capability]; es decir, cuando se es capaz de ser entre incertidumbres, entre misterios y entre dudas, sin que tengamos que ir buscando irritantes hechos o razones".
"La pieza", escribió en su momento Rine Leal sobre La noche de los asesinos, "es la tragedia de la purificación, realizada a modo de exorcismo mental y regida por la sangre". No pudo Rine, como en cambio sí pudo la pieza de Triana, ver en ese momento que las palabras y las acciones del poeta anunciaban algo muy terrible que no podía entenderse, o tal vez que no se quería entender.
La grandeza de la obra de José Triana radica, a mi juicio, en esa capacidad negativa de saber vivir entre incertidumbres, de soportar con entereza, como un duende frágil, la verdad sobre la tragedia de nuestra historia. Para hacerlo Triana se ha basado, a su vez, en otra verdad más profunda, y que lleva muy adentro: la carga, el peso del poeta que sabiendo que es nadie, sin embargo vive para contarlo.
Leído en la presentación de las ediciones de Teatro completo y Poesía completa (Aduana Vieja) de José Triana en el Congreso de Dramaturgia y Artes Escénicas “Celebrando a Virgilio”, en la Universidad de Miami.