El asiento definitivo de La Habana junto al puerto, en un terreno de bosques maderables, canteras de piedra y tierras cultivables, obligó a enfrentar el gran desafío de la vida frente al mar, en un espacio geográfico surcado anualmente por huracanes, tormentas tropicales y otros fenómenos meteorológicos que con cierta frecuencia sacuden la ciudad. Por ende, el conocimiento de la temporada ciclónica (de junio a noviembre) y de los cambios que aventuran tormenta, fueron tenidos muy en cuenta desde el siglo XVII para salvaguardar las riquezas contenidas en el puerto y su ciudad.
Ello ha convertido al habanero en tesorero de una gran cultura ciclónica, adquirida a fuerza de enfrentar este fenómeno natural, mucho más peligroso en zonas costeras, donde el mar embravecido se convierte junto a los vientos en otra fuerza destructora.
No existe mucha información de los primeros siglos, pero desde el XVIII se registran varios ciclones de gran impacto para el puerto y sus alrededores, como el Santa Teresa (1768), que derribó unos 58 metros de la muralla sur y varó algunos buques junto a Atarés; el Escarcha Salitrosa (1810), con el que se perdieron 70 barcos y, según se dice, sus olas sobrepasaban en casi siete metros las astas de las banderas de las fortalezas; el San Francisco de Asís (1844), que dejó 100 muertos, incontables heridos, 2.546 casas afectadas y 13 buques mercantes hundidos; el San Francisco de Borja (1846), que destruyó 111 buques de cabotaje y 105 de travesía, averió otros 48 y 19 de guerra, derrumbó 1.872 viviendas y dejó muy deterioradas 5.051, desplomó el teatro Principal, afectó la Alameda de Paula, la Machina, la Iglesia del Ángel y parte del convento de Santa Teresa, causó la muerte a 114 personas y otras 76 resultaron heridas, y provocó importantes inundaciones; y el de 1919, huracán de categoría cuatro bautizado Valbanera, como el vapor español que por su fuerza se hundió sin poder entrar al puerto, causando la muerte a 488 personas, la mayoría de ellos inmigrantes españoles.
De los últimos 100 años se recuerdan con más claridad los daños causados por los huracanes de 1926, 1944, el Kate (1985), el Michelle (2001), el Ike (2008), el Dennys (2005), el Wilma (2005) y el Irma (2017), entre otros. Sin menospreciar las tormentas de menor categoría y los frentes fríos.
El mar, en sus más diversas facetas, ha creado una conexión especial con el habanero, y las variaciones de un clima hasta cierto punto estable, pero en ocasiones impredecible, constituyen elementos apreciables en la modelación del paisaje citadino y en la vida de sus habitantes. Junto a los huracanes, que son su expresión extrema, la lluvia intensa, tropical, imprevista, casi apocalíptica, pero que da paso a un ambiente de calma y añorada frescura, es también parte importante del paisaje capitalino, donde deja huella y genera multitud de sensaciones y situaciones.
Sobre ellos dijo la escritora cubana Zoe Valdés: "En Normandía, frente a esa playa lenta, recuerdo el oleaje fiero habanero. Un oleaje que cortaba la respiración y apenas permitía que pronunciaras unas cortas frases. Aquí, en Trouville, las olas se alejan cada vez más, y se pueden escribir frases largas, proustianas, entre una ola y otra. […] Como llueve en La Habana no llueve en ningún otro lugar, los aguaceros espesos y olorosos, la yerba perfumada, las calles humeantes. Pero también los derrumbes tras las tormentas, los ciclones que arrasan con todo, sobre todo con las viviendas en mal estado. Ese es el lado penoso de La Habana que tampoco consigo olvidar, su parte siniestra".
La Habana se percibe distinta antes, durante y después de las frenéticas lluvias, muy habituales en el mes de mayo. La imagen del borde marítimo bajo la lluvia, la agitación de los vecinos y hasta su decir, ha quedado atrapada en una estampa que inevitablemente le dedicó Jorge Mañach:
"En el Malecón sobre todo, frente al mar, el tiempo aciclonado le da a las cosas un visaje dramático, épico casi. Se encapota tenebrosamente el cielo hasta que apenas se perfilan El Morro y La Cabaña. Como estamos acostumbrados a verlos dorados de sol, cuando les sobreviene ese tono gris y frío parece que se transparentan, igual que bombillas de súbito apagadas. Unos momentos antes del agua, el cielo se aclara otra vez, se demuda con una pálida iluminación amarillosa. En seguida, el tableteo del trueno, que taladra los espacios y nos hace abrir la boca y decir: 'Debe haber caído ahí cerquita' y mirar miedosamente a los alambres… Desde los soportales se ve el mar en ese momento como un bendito de Dios que nunca ha roto un plato. Los goterones, muy espaciados, empiezan a rayar el aire con calma, gravemente. Pero en cuanto un transeúnte refugiado se aventura a escapar al filo de las paredes, la lluvia, que parece que estuviera esperando al incauto, arrecia traicionera, acribillándole, formando en un santiamén riachuelos sonoros y fustigando al mar, que se encabrita, brinca el muro y anega el acoquinado Malecón. ¡Y entonces sí que se arma! En algunas casas fronterizas al mar, se habla del correo que salió anteayer, se le encienden mariposas a la Virgen de la Caridad del Cobre y se prepara el cubo y la bayeta, porque el agua, por los intersticios, se va a colar hasta lo más hogareño, como una calumnia".
Sobre el hecho de estar rodeada de agua salada, valdría la pena anotar la gran influencia del salitre en las construcciones habaneras, ya sea en aquellas que han estado en contacto directo con el mar como las del resto del territorio, afectadas por los aerosoles marinos que con la ayuda del viento llegan y con facilidad corroen distintos materiales y superficies. También se ha dicho de su incidencia en el hombre que habita junto al mar y en la sal identifica su aroma.
Lo cierto es que el clima ha impregnado hábitos y supeditado planes y estrategias derivados de las condiciones y fenómenos naturales característicos de la región. Algunos elementos invariables como el perpetuo calor, el salitre, el olor a mar, la brisa, las lluvias tropicales y los huracanes han sido constantes que inciden en el habitar, trabajar, visitar y percibir la ciudad. Todo ello subyace en el imaginario de una ciudad abocada al mar, como testigo de su sólida relación establecida a lo largo de la historia. Para el habanero, sin dudas, ha sido parte sustancial de su modo de sentir La Habana.
Ni los mas poderosos huracanes, ni las mas prolongadas sequias o inundaciones, ni ningun evento natural en la historia de la isla ha sido tan devastador y "ha impregnado hábitos y supeditado planes y estrategias", como el terremoto social, politico y economico que ha arrasado la nacion desde 1959.
Por eso, aunque el salitre marino estuvo presente siempre en la brisa del litoral habanero y en sus edificios, nunca en la época republicana ni en la colonial produjo tanta destrucción y deterioro en la capital y en toda Cuba, como ha hecho por 6 décadas el óxido comunista.
Gracias por esta crónica. Los edificios frente al Malecón necesitaron siempre un mantenimiento especial debido a la erosión del salitre. En las casonas con terrazas al mar se solían tener cerradas las puertas que daban al resto del recinto por el daño que ese elemento ocasionaba, sobre todo en objetos de metal. Es un verdadero milagro que muchas de esas casas todavía estén en pie después de décadas sin mantenimiento. Excepto pintura en las fachadas como colorete mal untado.
Recuerdo de niña entradas de mar que se colaba con fuerza y obligaban a los vecinos a permanecer en los pisos altos o a emigrar por San Lázaro, hasta que bajaba.
Muy poético, pero la Habana en realidad huele a m....y basura podrida.