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Entrevista

Reina María Rodríguez: Llegar a un sitio desconocido

La reciente Premio Neruda de Poesía habla de su trabajo, de sus miedos y demonios.

Miami
Reina María Rodríguez.
Reina María Rodríguez.

Frágil por momentos y por momentos intensa, sobre todo fiel a lecturas, amigos y desilusiones, la flamante Premio Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda, concedido por el Gobierno chileno, hace uso aquí de la confesión, ese don tan suyo...

¿Sorprendida por la decisión del jurado del Premio Pablo Neruda?

Sorprendida. Estaba en Texas, en un hotel de College Station, iba para una conferencia donde hablaría sobre tres generaciones de poetas cubanos de los años 80, 90 y 2000 en la universidad, cuando sonó el móvil y era la ministra de Cultura de Chile dándome la noticia del premio. Estaba tan nerviosa que no atinaba a terminar de recoger las cosas para irme a la charla. Cuando volvieron a llamarme y escuché el acta de presentación del premio, y, como estaba sola en el cuarto del hotel y todo es tan grande en Texas, me sentí pequeña, reducida.

El proceso después fue asimilarla: porque no es solo escribir, coger una ruta u otra, sino pensar en Neruda, en Huidobro, en Parra, como si hubiera llegado a un sitio desconocido donde no me estuvieran esperando, porque es el sitio donde todo es tan amplio que uno se recoge pensando en todos los poetas que obtuvieron ese premio y en todos los que no lo han obtenido... Hasta que me encontré con los profesores cubanos que me invitaron a Texas, sintiendo que todos los poetas de los que hablaba en mi texto estaban conmigo.

Después nos reunimos con Eduardo Espina, poeta uruguayo que tiene una cátedra de poesía allí; quería dedicarle ese momento a todos los poetas, estén donde estén, dentro o fuera de la Isla, y esa era mi manera de compartir con ellos.

Ahora voy a olvidar que lo tengo y escribir otro libro a mano, pulir esos textos con "tumbler y pañito", como dice un amigo, para un día merecerlo.

Neruda mismo no deja de ser un poeta complejo, a veces rotundo, pero por momentos demasiado exaltado; además de un hombre que arrastró el peso de su ego y de sus posicionamientos…

Es de una raza de poetas que creen en el compromiso político y tienen una esperanza que llevan a través de lo más íntimo a lo social con un gran diapasón, porque creen en la utilidad de la poesía para lograr cambios. Yo vengo de un tiempo de desencanto, en el que hasta escribir poemas de amor era un imposible dentro de una épica que se los tragaba.

Vengo de un proceso inverso: de la desconfianza, de la ruptura con todo lo que parecía solemne y monumental y no lo ha sido. Neruda dijo en "El miedo": "todos pican en mi poesía/ con invencibles tenedores/ buscando sin duda una mosca, tengo miedo..." Yo creo en esa insignificante mosca que revolotea dentro del trompo que, como la vida,  parte al fin y vuela.

Neruda no tuvo temor al confesar que tenía miedo, y aún más, cuando dice: "voy a abrirme y voy a encerrarme con mi más pérfido amigo, Pablo Neruda".

Este último verso de Neruda que anotas apela a miedos y demonios. ¿Cuáles serían los de Reina María Rodríguez?

Desde muy temprano tuve relación con las pérdidas: perdí a mi padre y luego a mi hermano. La muerte cambió el sentido de un después. La ida de los amigos en diferentes épocas, su desperdigamiento. Son muchos miedos juntos: a la incomprensión, a la intolerancia, a la locura, a no poder renunciar a algo, a ser otra. Miedo a perder a la niña que fui, incumplida en muchos de sus deseos, y a la soledad que trae la vejez.

Siempre he sentido mucho miedo a olvidar, por eso muchas veces no quería viajar, porque nunca comprendí la relatividad. Miedo a ser solo una imagen al pellizcarme y perder esa "sensibilidad de las impresiones", una de mis frases preferidas de Virginia Woolf; miedo a que la retórica no me deje abrir otra ruta cuando termino un libro, porque al escribir vivo dos veces: "dos veces son el mínimo de ser" es el nombre de un texto mío.

Leer y escribir es una de las protecciones más grandes que tengo: un lujo. Y protección es la palabra que necesito; aunque mis hijos ya crecieron, todavía busco protección para los poetas indefensos ante lo real. También por miedo a lo real. Pero sé que el miedo me hace resistente cuando menos lo imagino: porque como alguien dijo "mi única obsesión ha sido el miedo".

¿Demonios? Son todos los reflejos de esos y otros muchos miedos que tengo frente al espejo y que no he podido vencer.

Hace cerca de un año, en la presentación de un número de La
Gaceta de Cuba en la que aparecía una entrevista tuya, Rogelio Rodríguez Coronel aseguraba no conocer el porqué del tono pesimista de tus palabras...

¡Siempre he sido pesimista! Por el dolor que marcó mi adolescencia y juventud y me mostró que todo es rápido y efímero; y pude ver la escritura desde la impotencia. Me falta humor y cinismo para encarar muchas cosas. Eso me hubiera ayudado, pero ¡donde no hay, no hay!

A casi toda la poesía cubana le falta humor, eso que tiene Samuel Feijoó. Mis lecturas también marcaron ese camino de la caída: Unamuno con El sentimiento trágico de la vida, Thomas Bernhard, Cioran, Artaud, Celan.

Siempre miraba por un retrovisor las cosas por debajo o por detrás, buscando la falta, la avería, la crueldad. A mi lente le faltó risa, entretenimiento, carnaval.

Entonces, ¿con qué ojos ves el reconocimiento que se le dedica a tu poesía, sobre todo en los últimos diez años; con qué manos sopesas un premio como este?

Me levanto antes del amanecer a trabajar, como siempre, tal vez tratando de economizar más el tiempo y me siento como cuando uno llega a la cabaña de Dersu Uzala, la película de Kurosawa: alguien que quiere pasar la noche y dejar su leña para que los que vengan después se puedan calentar con ella o quemarse.

El premio no es un límite ni un fin, sino algo que me da más conciencia de la ruta que tomé, trastabillando con mis errores, a lo que muchas veces llamé experiencia, y por dónde tendría que coger la próxima vuelta si no hallo el desvío.

Soy más ahorrativa cada vez, ¡incluso, de metáforas! Y si algo me ha parecido vital es que, lejos de todas las buenas y malas intenciones que nos acechan, estemos juntos José Kozer y yo, solidificando un puente que construimos con nuestra amistad hace veinte años, un puente que la amistad y la literatura logró, anticipándose a lo que la sociedad no ha podido resolver. "Esa ininterrumpida locura de acusación e inculpación como enfermedad mortal", a la que se refirió Thomas Berhard.

...un puente que haces más sólido con tus charlas sobre poesía cubana en universidades de los EEUU...

Eso comenzó hace años, cuando a la Azotea llegaron profesores con grupos de alumnos de diferentes universidades e impartí charlas sobre literatura cubana; sobre poetas rusos como Tsvietáieva o Mandelstam; sobre el neobarroco nuestro —nunca nombrado—, con autores como Carlos Augusto Alfonso y Ricardo Alberto Pérez.

Cuando mi hija vino a vivir a Miami, me presenté para una beca en Connecticut, allí estuve un mes hablando sobre todos los poetas que tengo alrededor, no solo los que he leído, sino con los que he hecho una vida juntos. De todo esto salió Apuntes de un poeta cubano, un libro que recoge desde la Colonia hasta los nacidos en los años 70: Oscar Cruz, José Ramón Sánchez, Jamila Medina, Legna Rodríguez, Ramón Hondal, entre otros, y donde hablo también de la Generación del 50 y su gran complejo de culpa. En fin, un libro que no he publicado todavía.

Son mis apuntes y escogencia, el libro de mis lecturas y de la amistad con los escritores que han formado parte de mi vida. Así que por sobrevivencia, no solo leía mis poemas en las universidades, sino que he dado charlas en Brown sobre Severo Sarduy y su novela Gestos o sobre El viaje, de Sergio Pitol.

¿Qué queda, pues, de aquella Azotea, o al menos de su energía, que de cierta manera incomodó y removió algunos de los resortes de la política cultural cubana del momento?

La azotea es mi casa, y está llena de cuadros con fotos de los amigos y de gatos de madera porque hace años que todos los gatos murieron y la mayoría de los amigos se fueron. Todavía pasan algunos, les presto libros, como a "los muchachos de Oriente", como los llamo. Pero nunca ha sido como cuando llegaban sesenta personas y más, y había un recital de Delfín Prats o de Ángel Escobar.  

La Torre de Letras nunca ha sido una sustitución de la azotea, es otra cosa, aunque siguen allí las lecturas, las charlas. Arturo Carrera, el poeta argentino, dio una lectura el año pasado cuando presenté su antología, y hay un taller de edición y otro de diseño gráfico y presentaciones de los libros de La Torre cosidos a mano, cuando por fin salen. Este año presentamos Marabú, de José Ramón Sánchez, y NY no eres tú, de Armando Suárez Cobián. También pasamos documentales con entrevistas a Hannah Arendt, Edmond Jabès, Foucault…, y una película al mes. No van muchas personas, aunque tampoco es importante la cantidad.

Y también queda mi intento de escritura, cuyo diálogo con lo conversacional durante los años 80 fue moviéndose hacia aquellos huecos del lenguaje que el poder dejaba, intentando subvertir, a partir de esa resistencia, el mensaje hacia otro sitio, con sobreabundancia en los momentos en los que todo era escaso y difícil de hallar. Cuando no tenía nada, tenía lenguajes, en plural, y esta arbitrariedad de la palabra con relación al discurso imperante me facilitó una deriva para que el texto mismo se convirtiera en el lugar de una espera.

En fin, aquella Azotea fue el lugar donde todos los entrecruzamientos del lenguaje eran posibles como resistencia ante un presente sin espesor.

 


Una versión reducida de esta entrevista apareció en El Nuevo Herald.

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