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Opinión

Cuba: La contrarrevolución virtuosa (III)

'Asumir que se es contrarrevolucionario porque se es ciudadano': el tercero y final de una serie de tres artículos que publica DIARIO DE CUBA.

La Habana
Tumba de Fidel Castro.
Tumba de Fidel Castro. Diario de Cuba

Este artículo concluye una serie de la que DIARIO DE CUBA ha publicado un primero y un segundo artículo.


Corrupción y terror: la “estrategia política” de la revolución

Maximiliano Robespierre, el jacobino, inauguró el terror en la calle en tiempos de la Revolución Francesa desde el Comité de Salvación Pública. Allí, hace más de 200 años, se consagró la delimitación del espacio público, del demos, solo para los revolucionarios. Y el Comité de Salvación Pública era el encargado de garantizar, para el orden revolucionario, la tranquilidad de las calles y los barrios.

La muerte en la guillotina, extendida con el criterio humanista de retirar a la ejecución el suplicio y la ignominia de las ejecuciones del ancien régime, recibió bajo los decretos del Comité de Salvación Pública una generalización ominosa merced a la extensión de los delitos condenables y la banalización de la administración de justicia: se humanizó la ejecución y se masificó la muerte.

En 1960, en Cuba, fueron creados los Comités de Defensa de la Revolución (CDR). Su logotipo es un hombre de sombrero que blande un machete con el eslógan "Con la guardia en alto" inscrito en su hoja. Se institucionalizaba de esta forma la violencia civil desde el Estado. A semejanza de las derivaciones del Comité de Salvación Pública, los CDR tenían la tarea de crear guardias barriales y extender la vigilancia revolucionaria hasta el último rincón de la nación. Con la asimilación de la guardia al golpe del machete, el paredón frente al que se fusilaba a los grandes enemigos de la revolución obtenía una versión mucho más extendida y cotidiana. La muerte se masificaba en sus hechos y en sus símbolos. Curiosamente, era una muerte que también se pretendía inmaculada desde el punto de vista humanista. La afirmación de Ernesto Guevara en la ONU: "Hemos fusilados, fusilamos y seguiremos fusilando" se extendía, palabras más tarde, con la frase "pero eso sí, asesinatos no cometemos, como está cometiendo ahora, en este momento, la policía política venezolana".

Otra de las consecuencias inevitables es la que más importa aquí. Cuando los revolucionarios pretenden defender o promover su nuevo bienestar bajo la máscara invertida, la del proletariado, el uso de las palabras solo puede conducir al terror. Con su efecto psicológico.

Concebidos para expandir el terror revolucionario a todos los rincones del país, los CDR agotaron su capacidad para la vigilancia activa desmoralizados en su contradicción entre el vigilante revolucionario y el ciudadano corrupto —en la maldita circunstancia de la corrupción por todas partes—.  Para actualizar la función de expansión del terror surgieron, varias décadas más tardes, las Brigadas de Respuesta Rápida, mucho más centradas en el aspecto de difusión del terror sin los estorbos relacionados con la organización ciudadana.  

Una anécdota es sumamente ilustrativa de la desmoralización inevitable del agente del terror revolucionario. Cuando por allá por el 2012 un miembro de las Brigadas de Respuesta Rápida, con una impecable hoja de servicios como ladrón, es identificado como tal en un acto de repudio frente a la casa de José Daniel Ferrer, líder de la Unión Patriótica de Cuba, aquel solo atina a decir: "Sí, ladrón, pero revolucionario". Un problema que no es solo moral sino conceptual: el dilema revolucionario de administrar la escasez que siempre lo desborda, provoca la supervivencia de lo social a través de la corrupción revolucionaria, y la inevitable supervivencia política mediante el terror revolucionario.   

Su efecto, que ya no puede ser desmoralizador, es estrictamente psicológico. El término contrarrevolucionario ocupa el espacio del bullying político que trata de destruir la personalidad del ciudadano, atacándolo en su autoestima como persona.  Todavía hoy, después del desgaste casi grotesco de todos los significados más respetables que la historia procastrista otorgó al concepto de revolución, mucha gente en Cuba se pone a la defensiva cuando, al expresar o actuar según sus deseos de cambio, son catalogados como contrarrevolucionarios. Su respuesta instantánea es la de reafirmar su condición revolucionaria, haciendo buceos etimológicos o históricos frente al ataque psicológico del mentalismo revolucionario, sin percibir que el término contrarrevolución en Cuba ha adquirido ya la misma connotación que el término mambí, peyorativamente empleado por los españoles en el siglo XIX para referirse a los insurrectos cubanos, es decir, a los independentistas. Esto vendría a significar que todavía están atrapados por la clasificación de los otros, sin discernir que el significado que reproducen coincide aquí, no tan extrañamente, con el poder de las armas.

Lo que estaría fallando en este punto es la reafirmación psicológica a través de la conciencia cívica: asumir que se es contrarrevolucionario porque se es ciudadano. El mejor recurso para completar con éxito esta operación, necesaria para no dejarse impresionar por la violencia psicológica del poder, es el de preguntar: "¿Y quién define qué?".

La corrupción y el terror no solo marcarán al sujeto revolucionario, sino también dejarán huellas difíciles en el ciudadano, el contrarrevolucionario. Una de ellas es la humillación. El ciudadano corrupto no es íntegramente un ciudadano, tampoco el ciudadano aterrorizado. La ciudadanía es un ideal virtuoso y la corrupción no. La ciudadanía es, también, el estado en el que el sujeto exhibe con mayor coherencia el valor personal, la suficiencia moral y la frontalidad cívica. Doblegado por la miseria y el miedo, el ciudadano le hace un favor a la revolución: el de no autodignificarse llamándose ciudadano. El espectáculo no es más lamentable porque, bajo el sometimiento revolucionario, esa ciudadanía que al menos se asoma y a ratos se vindica, como ocurrió en las jornadas de julio de 2021 y sigue ocurriendo en toda Cuba, es la mejor noticia para la esperanza.  

63 años después, ¿puede hablarse, más allá de un recuerdo y de un nombre, de revolución cubana? Desde el punto de vista de la convicción —como soporte psicológico—, sí. Es el tipo de convicción que funda la existencia de las religiones y existirá mientras tenga fieles. Pero desde el punto de vista de sus propuestas iniciales, la revolución cubana hace tiempo ya que se disolvió en su único alcance asumible: la independencia, no fundamentalmente de Cuba, sino del poder. También, en el de una soberanía que se basa menos en las de las naciones que participan del orden mundial que en la autonomía del poder para desconectar al país de ese orden, como resultado de la dictadura política y el quiebre económico. Quienes defienden al Gobierno de Cuba con la revolución, nunca contestan satisfactoriamente estas dos preguntas: 1) ¿Es Cuba el único país donde existen la salud y la educación gratuitas?; 2)¿Es legítimo que las actuales generaciones de cubanos se planteen la necesidad de otra revolución? Una revolución que bloquee la posibilidad de revoluciones futuras no está hecha por revolucionarios.

Los revolucionarios, inmunes al desaliento, no se rinden; ni siquiera ante la clara evidencia de que la revolución cubana ya no existe. Mantienen la retórica revolucionaria sin revolución, pero a costa de cualquier posibilidad para el revolucionario en el campo del intelecto y la creación. La revolución, en su despedida, tiene que controlar de manera férrea la producción intelectual y artística por medio de un sistema asociativo, de concesiones, extraordinarias para el resto de la población, y de vigilancia pormenorizada, como respuesta a su falta de argumentos.

Saltan, en su despedida, sus limitaciones de naturaleza. Más allá de la convicción y de sus propuestas, la revolución cubana fue, en esencia, una revolución conservadora. Regresamos a algunos de los ámbitos por excelencia para los seguidores de los estudios culturales y su relación con la naturaleza de los modelos políticos: frente a los tres sujetos que por su condición darían contenido a toda revolución "emancipatoria" en el siglo XX, y dentro de sociedades diversas, el Gobierno cubano plantó una defensa activa que cerró las posibilidades de una modernización social, política y cultural coherente, en consonancia con la dinámica mundial: el feminismo, los negros y el movimiento homosexual y de lesbianas. Lo que constituyó una señal temprana de la naturaleza conservadora del proyecto del 59.

Por otra parte, el cierre de Cuba como respuesta inicial a la libertad que en los años 60 del siglo XX comenzaba a acercar a los ciudadanos de todo el mundo, bajo la explosión del turismo y la reducción de los costos en la aviación comercial, la libertad de movimiento, fue el sello de ese conservadurismo que desconectó a los cubanos de su dinámica fundacional como país. Y su reacción ante el impacto de la tecnología fue y es antediluviana: comprobar el impacto político sobre el régimen de procesos tecnológicos que son democratizadores en sí mismos. Ramiro Valdés, uno de los comandantes de la revolución, llamó a internet "potro salvaje". Todavía hoy en Cuba se discute sobre estos asuntos, presentes aquí a pesar y contra las políticas profundas del Estado, pero que están incorporados hace tiempo a la realidad de la mayoría de las naciones, de Haití a Suecia. Imposibilitados a estas alturas de desconectarnos de internet, la nueva técnica es reducir su velocidad unida al Index prohibiturum digital.

La llamada revolución cubana solo ha sido, consistentemente y al final de sus ya ingloriosas jornadas, una revolución de expectativas decrecientes que trató de hacer de la cartilla de racionamiento una virtud, del afán de modernización una contrarrevolución y del intercambio con EEUU un problema de seguridad nacional.  Ella es solo un proyecto de hegemonía y dominación que ha tipificado como "contrarrevolución" todo lo que le estorba.

Revolución: su indefinición terminal  

Recapitulemos. A grandes rasgos, el contrato original de 1959, fundado en una complicidad positiva entre sociedad y nuevo poder revolucionario, se reescribe en 1961 perfilándose como socialista. Se precisa con el fracaso de la Zafra de los Diez Millones en 1970, consagrando su carácter pobre y dependiente. Lo vuelve a hacer en 1976, con una Constitución que establece la hegemonía y superioridad de los comunistas. Se quiebra en 1979, con la visita de quienes habían abandonado el país, y en 1980 con los sucesos de la embajada del Perú y del puerto del Mariel. Se actualiza en 1992, con la admisión de otro universo moral (el cristianismo) dentro del Partido Comunista.  En 1994, vuelve a romperse con el Maleconazo. Trata de reactualizarse con la liberalización de los mercados agrícolas, y de otras áreas, que más tarde son distorsionados. Se reinventa en 2019 con una Constitución híbrida, conservando, por un lado, la estructura totalitaria del Estado y reconociendo, por otro, un catálogo de derechos equiparable a sus similares democráticas. Y, cuando parece terminar esta fase con la descarada dolarización cautiva de la economía en 2020, reprime el estallido ciudadano —una contrarrevolución popular— de julio de 2021.  En medio de su crisis terminal, se repliega legalmente a un Código Penal cuyo catálogo de castigos nos devuelve a la concepción premoderna de la sanción.

Tanto la dolarización cautiva como el nuevo código de vigilancia y castigo constituyen un daño irreparable a la legitimidad improbable del Gobierno actual. Siembra estructuralmente la exclusión social para mejor proteger la nueva oligarquía, y adversa y reprime la autodemocratización y modernización en curso de la sociedad cubana.   

Su indefinición terminal está atrapada en estas contradicciones. A lo largo de todos estos momentos el Gobierno ha hecho lo uno y lo contrario para sostenerse en el poder, independientemente de que unas prácticas económicas, sociales o políticas hayan estado en contradicción absoluta con las anteriores o las por venir. Y todo en nombre de la revolución cubana. Cada una de estas "revoluciones" con sus "contrarrevoluciones", le han divorciado cada vez más de la sociedad y le obligaron a replantear su relación orgánica con el individuo sometido.

Lo hizo así en 2002, con ese contrasentido constitucional de establecer la irreversibilidad del socialismo, y lo vuelve a hacer en 2019, doblando la apuesta de los contrasentidos constitucionales. Ahora, el contrasentido va de la mano de un partido único dentro de una Constitución que, por otra parte, reconoce derechos y ofrece espacios al ejercicio de la ciudadanía.

Pero, en sí misma, y en algunos aspectos cruciales, la Constitución de 2019 no tuvo que esperar para ser violentada. La propiedad privada que perfila seguirá siendo la propiedad privada que reconoce la revolución; esto es, la que sea conveniente según el momento. No olvidar que la revolución cubana es, al mismo tiempo, una técnica y una táctica de poder, no unos principios.

El Estado de derecho y el debido proceso se mueven en los límites del "socialismo", según lo entiende tácticamente la revolución, aunque, aun así, estarían limitados en su aplicabilidad por el aplazamiento de las leyes complementarias que lo detallen. De hecho, la lógica jurídica se ha roto en materia constitucional en un nodo básico. Sin las leyes complementarias que regirían el ejercicio de los derechos fundamentales reconocidos, se ha saltado al Código Penal. No se sabe todavía cómo se realizan los derechos en la práctica, pero sí sabemos cómo serán castigados los ciudadanos por su ejercicio. Y el régimen finge no reparar en que semejante proceder es fundamentalmente inconstitucional.

Por otra parte, el derecho al sufragio sigue siendo violentado con artilugios semejantes a los establecidos por Fidel Castro. El llamado proceso electoral va menos de elegir y más de refrendar las propuestas oficiales sin alternativas salidas de la ciudadanía. No es otra la razón de que en 2018, durante las elecciones para diputados nacionales, más del 95% de los candidatos definidos fueran miembros del PCC.
 
Sí, "dentro de la revolución, todo"; pero dentro de un tipo de contrarrevolución también, solo que la que se hace desde el poder. Este parece ser el epílogo del proceso político iniciado en 1959. Todo en un costoso tránsito desde la justificación por sus esencias a la justificación por sus circunstancias. En tal sentido, "contrarrevolución" y "revolución" son palabras al vacío en el lenguaje oficial, fijadas en el vocabulario general de la sociedad para su control psicológico, a las que los cubanos le han temido por su capacidad para el ostracismo social, o que buscan como contraseña política para la admisibilidad también social. Fuera de esto, y solo para una ínfima minoría de hombres y mujeres honestos, tienen un sentido de comunión en la obra y defensa de un pasado, que no contradice la respuesta a esta pregunta: ¿qué es en definitiva la revolución cubana? No puede definirse de otro modo que como el poder y sus circunstancias, alimentado en la práctica de los Estados pícaros.  

En 2022 y con la nueva Constitución, la revolución se enfrenta a un dilema político muy serio: los sujetos de la Constitución son claramente el ciudadano y la persona, no los revolucionarios. Como persona y ciudadano, la contrarrevolución sigue y tiene legitimación constitucional, en tanto la revolución queda marginada en el texto mismo. Excepto en su preámbulo, donde el término revolución es mencionado en la doble condición de fuente y de proceso, ninguno de los artículos reconoce a los revolucionarios como titulares de algún derecho o portadores de algún deber. De hecho, en su Título V, el que corresponde a derechos y garantías, no se supedita el ejercicio de los derechos a la construcción del socialismo, tal como ocurría en la Constitución de 1976, con sus impertinentes comentarios adicionales.

Con independencia de su Artículo 61 (62, luego de la reforma de 1992), el que amenazaba con penalizar cualquier acto contra "socialista", la Constitución de 1976 tampoco reconocía al revolucionario como sujeto de derechos. Pero ella se empolvaba en el desván de la Asamblea Nacional, frente al reinado absoluto de la revolución y su carisma. La fuente absoluta de la acción pública y política era itinerante. Estaba en el lugar en el que estuviera Fidel Castro. Él era toda la legitimidad posible del orden revolucionario.

La Constitución de 2019 refleja, por tanto, el tránsito del carisma a la institución, y de ella a lo que debería ser legítimo en el ejercicio del poder. Y ahí empiezan todas las dificultades del actual Gobierno: su incapacidad para garantizar la continuidad del régimen a través de la legitimidad constitucional. O se deshace el régimen revolucionario en favor del régimen constitucional, o se debilita este frente al primero. A decir verdad, es esto último lo que está sucediendo. El Gobierno se está colocando cada vez más por encima del orden recogido en la Constitución y está actuando cada vez más al margen de la ley. El Código Penal, que emula con las Ordenanzas de Cáceres de la época del régimen colonial español en Cuba —ese detallado catálogo de vigilancia y castigo—, es el último escalón trepado hasta ahora por el régimen para colocarse por encima de su propia Constitución. Pero está haciendo esto en detrimento de su propia legitimidad improbable, sin el recurso de la legitimidad revolucionaria que solo podía invocar Fidel Castro. Porque gobernar en su nombre nunca ha sido una opción, Fidel Castro gobernaba por su presencia. 

Además de en la economía, donde más se refleja esta tensión y estas dificultades es en el discurso político empleado por el poder frente al disenso ciudadano. Frente a este disenso, su retórica se agota en dos palabras: contrarrevolución y mercenarismo. Un problema grave para cualquier régimen, cuyos fundamentos y capacidad de consenso residen, junto a su arquitectura constitucional, en la riqueza de su registro de palabras para la comunicación política. Todo lo contrario en Cuba, donde al poder le huyen las palabras.  

Esos dos términos mágicos para destruir el disenso ciudadano no tienen, sin embargo, rango constitucional. Mientras lo contrarrevolucionario no es figura de delito, más bien serlo es un derecho, mercenario, la otra palabra mágica del discurso del poder, solo es posible emplearla como recurso metafórico, justo porque aparece bien delimitada en su alcance y contenido por el Código Penal. ¿Y quién ha sido acusado aquí por el delito de mercenarismo? Nadie. El ejercicio de la ciudadanía ha sido en Cuba pacífico y solo al servicio de los cubanos.

Las metáforas retóricas del discurso del poder para destruir a la ciudadanía intentan negar el reconocimiento que le proporciona el orden legal y constitucional realmente existente, enmascarándola con el velo de aquellas palabras, a estas alturas debilitadas, que gobernaban al margen de cualquier orden institucional.  Pero el Gobierno no electo, que comienza en 2018, contribuye a su propia ilegitimidad actuando contrario al orden institucional que se dio a sí mismo en 2019. Nada más y nada menos que frente, y contra los ciudadanos en cuyo nombre dice gobernar; incluso dentro de los cómodos límites del partido único.

Su dilema se agrava porque si con Fidel Castro se ejercía el poder en nombre del pueblo, pero sobre su silencio, el Gobierno de la continuidad pretende seguir ejerciendo su poder en nombre del pueblo, ahora en contra de su voz.

Para los ciudadanos el desafío es doble: recomponer la estructura psicológica de su personalidad asumiéndose como lo que son: ciudadanos, y reconociendo que la condición de revolucionario está muy por debajo de la condición que otorga la ciudadanía constitucional.

Digamos que la acción política en nombre de la revolución es legítima en tanto todos los ciudadanos tienen derecho a una fe u alternativa política de su elección, pero esa misma acción es ilegítima, legal y constitucionalmente, cuando se ejerce contra ciudadanos que, con igual derecho, optan por otra fe u alternativa política. La revolución invocada frente al pluralismo solo puede ser, a estas alturas, fuente de derechos inconstitucionales.  

Aquel doble desafío debe conducir a una meta también duplicada: ejercer plenamente la soberanía por un lado y, por otro, desconocer en consecuencia, y trabajando por eliminarlo, el Artículo 5 de la Constitución, (el del partido único) que niega la soberanía en su doble sentido: como fuente del poder del Estado y como capacidad para el completo ejercicio de los derechos políticos. Un problema fundamental de la modernidad política porque consagra al "socialismo cubano" como un régimen aristocrático y oligárquico que pretende ser un gobierno de los mejores y más ricos: "una vanguardia organizada de la sociedad y el Estado" en una época en que la negación del gobierno democrático de todos desemboca en un régimen de tiranía. Con otra consecuencia: la negación del significado profundo de una república: la igualdad ante la ley.

Una posible clave para entender el momento final de autoliquidación revolucionaria está cifrada en la desmoralización económica del modelo político. Cuba termina en la subperiferia de la economía mundial, quizá una experiencia única junto a Corea del Norte.

Curiosamente, ambos países reclaman una modalidad de socialismo premoderno y a su manera poseen cierta capacidad desestabilizadora en términos políticos. Pero no cuentan, más que como receptores de los detritos del capitalismo, de la caridad global y, en el caso de Cuba, del lucro de los servicios médicos, del flujo de remesas en la economía colaborativa familiar y de una oferta turística decadente.

Sin salidas razonables a la vista que permitan al mismo tiempo conservar la naturaleza del poder y abrirse plenamente al mundo, la revolución termina apelando a los recursos emergentes del capitalismo para intentar salvarse: la venta de deuda del Estado, la desregulación de la seguridad social, la dolarización segmentada que restablece una constante de las últimas seis décadas: la división de la nación en individuos con divisas extranjeras —y sus beneficios—, y pesos cubanos —y sus miserias—, las políticas impositivas insalvables para un crecimiento potencial del sector privado, la mercantilización cautiva de recursos escasos y altamente valorados por la elite mundial del capitalismo (tabaco, mariscos, campos de golf) y el pacto en una economía de compinches (el turismo) con inversionistas extranjeros ajenos a la responsabilidad social corporativa.  

Son estos revolucionarios simbólicos, con relojes caros y rendidos a los pies del instrumental capitalista, los liquidadores oficiales de la revolución. Una revolución que, sin embargo, persevera en destruir hacia dentro al fenómeno político que ya la liquidó socialmente y que resulta inevitable dentro de ese capitalismo moderno con el que comienza a entenderse de maravillas: la ciudadanía. A ella se empeña en llamarle contrarrevolución.


Este artículo concluye una serie de la que DIARIO DE CUBA ha publicado un primero y un segundo artículo.

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4 comentarios

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Sr Morua las tres entregas son extraordinarias pero la ultima es genial y si ejemplificara algunos conceptos seria muy valioso para su mejor entendimiento.

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Los autores han acabado con el Revolú como esos sandwicheros de lechón asado, acaban con los cartílagos, masas, gordos y pellejos ... en un picadillo delicioso ...

Los ideólogos de LaBana ... deben tener el hígado en ascuas ...

Es imperativo una traducción impecable a varios idiomas y ofrecer estas traducciones a los "intelectuales" uro-Peos, a ver si salen de su letargo ... de una vez y por todas ...

Contrarrevolucionarios del mundo, uníos. Las revoluciones son la ruina de los pueblos. Contribuyamos a un mundo con paz, prosperidad y amor para 2023 y por los siglos de los siglos.

Profile picture for user EL BOBO DE LA YUCA

Esta última entrega no tiene desperdicio! Gracias Cuesta Morúa! Gracias DD!