Hace tres años, el Partido Popular (PP) español cambió la política que hasta entonces había sostenido hacia Cuba y la Posición Común Europea. El tema había sido uno de sus caballos de batalla para tiempos de oposición y empezó a ser visto de manera distinta una vez en el gobierno. Aunque no cesaron las declaraciones de compromiso con la democratización de Cuba y con su exilio, como si los principios fueran los mismos de siempre, pese a que la política cambiara. Tan evidente fue ese cambio que el exministro de Asuntos Exteriores Miguel Ángel Moratinos pudo felicitarse a sí mismo por la continuidad que José Miguel García-Margallo daba a su política hacia Cuba.
El cambio del PP no obedecía a simpatías ideológicas, por supuesto, y tampoco podría decirse que el volumen de inversiones españolas en la Isla mereciera el sacrificio. Muy probablemente, el gobierno de Mariano Rajoy se mostraba colaborador ante la capacidad desestabilizadora de La Habana. Hugo Chávez había actúado ya contra empresas españolas radicadas en Venezuela, Evo Morales se proponía hacer lo mismo y Cristina Fernández de Kirchner plantaba batalla a Repsol. En países donde las expropiaciones se desatan tan fácilmente como las decapitaciones en Wonderland, los consejos cubanos podían resultar fatales para un gobierno como el del PP, centrado en la economía española, el triunfo empresarial y el crecimiento de las exportaciones.
Gracias a relaciones urdidas a profundidad, La Habana contaba con poder tectónico suficiente para provocar sismos por todo el espinazo latinoamericano. Y no fue casualidad que, a su paso por Madrid en julio de 2012, el entonces presidente del parlamento cubano Ricardo Alarcón recomendara a España velar por sus inversiones. "Si hay un momento en el que España no puede jugar con sus intereses económicos es ahora", avisó, "y Cuba, no es que sea el gran mercado, pero es un punto donde hay una presencia española importante". Era evidente que no se trataba de una recomendación, sino de una amenaza.
De manera semejante a este ejemplo español, en el reestablecimiento de relaciones diplomáticas propuesto por Barack Obama pesa mucho el papel que Cuba juega en todo el continente. Las presiones de varios gobiernos de la zona por incluir a Raúl Castro entre los invitados a la Cumbre de las Américas, sumadas a presiones por readmitir a Cuba en la Organización de Estados Americanos (OEA), permiten conjeturar lo influyente del régimen castrista sobre tales gobiernos. Más que un asunto pendiente entre ambos países, Cuba es para Washington un asunto continental.
Es también material de redención para la carrera del presidente Obama, quien le ha impuesto la mayor aceleración posible en vista del poco tiempo que le queda en la Casa Blanca. Raúl Castro, entretanto, se encarga de lentificar las negociaciones. Excelente lentificador, como ha demostrado ser en su política interna, pone condiciones lo más extremas posibles. Exige el levantamiento del embargo estadounidense (que él llama bloqueo), pide que le devuelvan la base naval de Guantánamo, amén de unas compensaciones astronómicas. Y aun cuando Estados Unidos estuviese dispuesto a complacerlo en todo esto, no tardaría en encontrar alguna reclamación más imposible todavía.
Si Obama y su equipo calculaban llegar a una Cumbre de Panamá donde La Habana se quedaría sin argumentos, los duchos creadores de conflictos latinoamericanos, con una experiencia exitosa de más de medio siglo, acaban de intensificar sus esfuerzos en Venezuela. Obedecen a razones de supervivencia, necesitan mantener la sujeción venezolana, pero también necesitan restar protagonismo al tema de las relaciones cubano-estadounidenses dentro de la Cumbre, embrollar allí las cosas y ganar ventaja sobre Obama a la hora de las apuestas. Venezuela funciona como rehén en el plan castrista de evasión.
Nicolás Maduro reconoció haber aprovechado que era martes de carnaval para visitar a Fidel Castro, quien mandaba un saludo a todo el pueblo de Venezuela. Ese saludo constituía un mensaje tan cifrado como las palabras de Alarcón en Madrid y, dos días después de encontrarse con los hermanos Castro, Maduro hizo encarcelar al alcalde metropolitano de Caracas, el opositor Antonio Ledezma. Ya fuera por órdenes o por recomendaciones estratégicas recibidas en el carnaval habanero, estaba claro que la escalada represiva no había sido desaconsejada por Raúl Castro. El comunicado oficial cubano en solidaridad con las medidas de Maduro consignó: "Los colaboradores cubanos presentes en la hermana nación, continuarán cumpliendo con su deber bajo cualquier circunstancia".
Entre esos colaboradores se cuenta el ingente personal militar y de inteligencia acantonado en Venezuela. El regreso a Cuba de toda esa gente podría significar una dificultad tan grave para el régimen castrista como la interrupción del suministro energético. Desde los tiempos del Imperio Romano resultan conocidos los riesgos de mantener tropa desmovilizada en el corazón del imperio y, pese a que la industria turística cubana está administrada militarmente, el reciclaje no alcanzaría para un personal tan numeroso.
En caso de repatriación se haría necesario fusilar a otro general Ochoa y habría que procurarse un frente que sustituyera a Venezuela tal como Venezuela sustituyó a Angola. De lo contrario se incumpliría un requisito imprescindible para la pervivencia del régimen: la exportación de la violencia.
Pandillero universitario como fue antes de decidirse por el comando y la guerrilla, Fidel Castro comprendió muy bien la violencia existente en la historia republicana cubana desde, al menos, los años treinta. De modo que sus guerras extranjeras, abiertas o encubiertas, no solo obedecieron a una ambición césarea, sino que sirvieron de válvula de escape: canalizaban aquella violencia, le daban curso fuera del país y la regaban por el mundo. Ofrecían destino de corsario a quienes pudieran resultar incómodos en la patria. Los Castro han trabajado siempre con un modelo de universo en el que, cuando la violencia parece disminuir o desaparecer, es porque se desplaza.
La exportación de violencia constituye en su esencia al régimen castrista y su último gran reducto es, por ahora, Venezuela. La salida de allí de todos esos agentes y militares podría representar un desafío más grande para la zona que el que supuso la desmovilización de guerrillas y contraguerrillas luego de las conversaciones de paz en Centroamérica.
A unas semanas de la Cumbre de Panamá, cuando Barack Obama parece dispuesto a mostrarse lo menos imperialista posible con relación a Cuba, Raúl Castro no deja de persistir en el imperialismo construido por él y por su hermano.
Este artículo apareció en El País. Se reproduce con autorización del autor.