Van de mal a peor los estrenos del cine cubano en el 41 Festival del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana. El retorno del realizador cubano Arturo Santana con su nuevo largometraje, Habana Selfies (2019) es un ejemplo de ello, aun cuando, sin competir entre las propuestas latinas en su rubro, ha tenido el mérito por lo menos de llenar las 2.000 lunetas del "Yara", e incluso, dejar a una buena parte del público sentado en las escaleras de la platea mientras asiste a la proyección.
Digamos que, gracias a la lealtad que los espectadores del patio mantienen con su cine, bueno o malo, lo disfrutan, lo aplauden, se divierten.
Y esto es lo que nos trae de "novedoso" la cinta de Santana, junto al hecho de intentar un retrato de grupo de la contemporaneidad capitalina sin las recurrentes inmersiones al miserabilismo, las ruinas y el despojo de una ciudad que sobrevive en el tiempo.
Mediante un dudoso empleo del montaje y una edición desaliñada a más no poder, Habana Selfies se las arregla para contarnos en paralelo seis historias que tienen como denominador común los vericuetos del amor, las relaciones interpersonales y las aspiraciones individuales de personajes que no van más allá del esbozo de una caricatura.
Voy a intentar resumir el argumento: una empleada de servicio en el aeropuerto que sueña con viajar, termina convirtiéndose en cuentapropista del amor ofreciendo sus servicios como consejera. Así descubre cuántas personas en La Habana viven amparadas en la soledad y en sus carencias espirituales (no me pregunten el desenlace porque creo me lo perdí, culpa de los cabezazos y bostezos); cuatro empleados de un restaurante privado (Yía Caamaño, Ray Cruz) aspiran a convertirse en actores de cine y se entusiasman por la visita de una directora, nada más y nada menos que interpretada por Daisy Granados; un botero pasea por la ciudad a una mujer frustrada en su relación conyugal a la que se suma un conquistador barato (Armando Miguel Gómez); una turista francesa sueña en pleno avión una estancia feliz en La Habana mientras, de una manera muy surrealista, conoce a un espécimen de mulato, su "Monsieur Chocolat" (Leonardo Benítez), vendedor de viandas en un mercado de día y… travesti de noche.
A las anteriores, las historias de una profesora de teatro, mujer madura, y su discípulo negro más joven, parecen cruzarse en un affaire de desnutrido romanticismo, y finalmente, una prostituta oriental —no faltaba más—, apodada "Habana", muy avispada, cree reconocer en un Casanova nocturno (Saúl Rojas) a un actor de cine mexicano —bendita imaginación la de ella—, ganador de un Oscar.
Yo me pregunto dónde encontró la inspiración Santana —y además qué cosas estuvo haciendo— para esta historia tan insípida, mal contada, y para colmo, con un sello caligráfico, al menos en materia visual, más a tono con el registro estético de un principiante.
Sobre esto último tenemos el problema de una cámara con tembleque, como si padeciera de mal de Parkinson, mientras intenta el registro de planos en exteriores paseándose en un almendrón (¿serán los baches de La Habana?); en tanto que, en interiores, lo mejorcito que pudiera destacarse es la planificación de sus movimientos para dinamizar, por ejemplo, el musical, con derecho a coreografía y canturrías, en la escena del restaurante privado. Ahí pudiera decirse que Santana cita su propia Bailando cha-cha-chá, una película igual de desastrosa, además de recrear, también impostadamente, a Plaff o Demasiado miedo a la vida, con Daisy Granados repitiendo el mismo bocadillo y la misma escena.
Qué decir de los parlamentos de sus personajes, inspirados en "la magia del vino y las uvas", mientras exprimen sus sacudidas románticas con invitaciones literarias a las obras de Anaïs Nin o de Manuel Puig. Y del apagón nocturno habanero haciendo de las suyas a causa de la lluvia, como pretexto para un alumbrón de velas. Y de los atentados al raccord, cuando el corte en la edición de una escena la deja abandonada a mitad de camino, para acordarse de ella en la otra mitad de la historia.
De las actuaciones no se salva ni el almendrón utilizado por la producción para los paseítos de Roque Moreno como el botero en la historia, tal vez lo mejorcito del filme, junto a la actuación de Yeny Soria como prostituta tunera. Lo peor, la banda sonora acompañada del jazz, remeda una imitación de Vientos de cuaresma (2017), la película de Vizcarret que adaptó la novela de Padura.
A Arturo Santana no puedo más que ofrecerle sino mi sentido pésame, pues no hace más que malograr la calidad del cine cubano de ahora mismo.
La cámara con tembleque debe padecer del mal de Parkinson, no de Alzheimer.
Corregido, muchas gracias.