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Represión

'El día que te mueras, al lado de tus cenizas vamos a estar vigilando'

El periodista de DIARIO DE CUBA Yoe Suárez relata las más recientes amenazas de la Seguridad del Estado contra él y su familia.

La Habana
El periodista Yoe Suárez.
El periodista Yoe Suárez.

Oí el grito de Jonathan, el oficial de los Órganos de la Seguridad del Estado cubana que "atiende" mi caso, sobre las 9:30am. Salí con pesantez. Del otro lado de la cerca me dijo que debía acompañarlo.

"¿Dónde está la citación?", pregunté. "No, no hace falta –dijo—. El oficial te va a conducir".

Un uniformado de la Policía Nacional Revolucionaria (PNR), que permanecía detrás del portón de mi garaje, se asomó y quedó al lado de Jonathan. Entonces me di cuenta de que no se trataba de una simple citación, sino que venían a llevarme, era una detención. Insistí en que entregaran una citación. Jonathan me advirtió que ya una primera vez me negaba a ir con ellos, dejando claro que volverían.

Se fueron y entré a la casa. Habían perdido el "factor sorpresa" y yo podría denunciar. Posteé en Facebook unas líneas que terminaban así: "Espero que regresen en cualquier momento. Recuerdo lo que acaba de ocurrir al periodista Lázaro Yuri Valle Roca: recibió una citación policial y permanece preso. Estemos alertas. #RealSocialism #AbajoElComunismo".

Pasó quizá una hora, y otra vez mi nombre en el grito de Jonathan rompió la calma de la cuadra. Salí a la cerca, me entregó la citación. Otro joven, con un pulóver morado y pantalón de mezclilla, permanecía cerca. Tenía un tatuaje a la altura de la oreja, una cruz celta.

Entré y le di el papel a mi esposa. Ella me acompañó hasta el garaje, me besó y abrazó. Caleb jugaba con un camioncito cuando le pedí que se pusiera en pie y que besara a papá, que viraba pronto. Se lo dije por decirlo, en mi cabeza me preparaba para dormir en un calabozo.

En una entrecalle, a una cuadra y media de mi domicilio, me esperaba la patrulla 537. De los asientos delanteros salieron el policía que vi junto a Jonathan la primera vez y otro. Me pidieron poner las manos sobre el vehículo, me cachearon, preguntaron si llevaba celular, respondí que no, y sacaron de un bolsillo mi billetera. Sentí el trastabilleo de las esposas cerrándose sobre las muñecas, mientras el joven de la cruz celta se unía a Jonathan, que llamaba por un celular.

En el asiento trasero del auto permanecí unos minutos antes de que los policías recibieran indicaciones de Jonathan y arrancaran rumbo a la Estación de 7ma y 62, en Miramar, Playa.
Atravesamos a alta velocidad la 5ta Avenida, y dejamos atrás al oficial Jonathan y al de la cruz celta mientras buscaban una moto negra, marca Lifan, parqueada cerca de la Cafetería Biltmore.

Cerca de la calle 92 vi a mi madre, caminando rumbo a la casa, había salido temprano a hacer unas gestiones. Fue una fracción de segundo. Pensé en cuando llegara a casa, y se uniera a la zozobra de no saber a dónde me llevaron. Los minutos de caminata que le restaban podían ser los mejores del día.

Entre las fabulosas casonas del barrio de Miramar se encuentra la Estación de 7ma y 62. La patrulla se detuvo y uno de los policías abrió la puerta para que bajara. Mandó al copiloto a retirarme las esposas mientras llenaba un papelito sobre una tablilla.

—¿Ustedes saben por qué me han traído acá?

Los dos oficiales me miraron.

—Les pregunto por si son conscientes de lo que están siendo cómplices.

—¿Cómplices? —se alarmó el de las esposas, y empezó a jugar con las llaves del auto —este es nuestro trabajo.

—Sí, reprimir a la sociedad civil.

El del papelito se metió otra vez en lo que estaba.

—¿Ustedes saben quién soy yo? No porque sea alguien importante, a lo que me refiero es si ustedes saben por qué me han detenido hoy. Yo estoy acá porque soy periodista.

—"Interés de la CI (contrainteligencia)" —dijo el que escribía, señalando el papelito—. Mira, firma acá si quieres, no es obligado.

Se trataba de una especie de "hago constar" de mi traslado en la patrulla. Me negué a firmarlo.

Y tú eres periodista… de qué —intervino el otro.

—Periodista.

—Pero, ¿eres graduado de dónde?

De la Facultad de Comunicación de Universidad de La Habana, pueden ir allí y comprobarlo.

Hubo unos segundos de silencio. El de las llaves del auto preguntó si había ido a la estación anteriormente. Le dije que no, entonces me pidió que lo siguiera. A la entrada, una policía tecleaba velozmente en una computadora de mesa. Detrás de ella se alzaban dos gigantografías propagandísticas con imágenes y largas frases de Fidel y Raúl Castro sobre la disciplina, el "trabajo político-ideológico", los revolucionarios. Estrangulado entre ambas, un cuadro citaba a José Martí: "La libertad será la religión definitiva".

El oficial de las llaves desistió de esperar por la mujer que tecleaba, y se dirigió a otro uniformado.

—Para registrar una entrada a la estación —me señaló apuntando con la barbilla.

—¿Quién lo trae?

—La CI.

—¡Ah, no! Si es de la CI, tiene que entregarlo uno de ellos —se alteró el militar. Porque dejan aquí a la gente y después no se aparecen. ¿Quién lo trajo?

Recordé una anécdota del bloguero y opositor Alexis Pérez Lescailles que muestra cómo la complicidad entre la PNR y la Seguridad del Estado no está exenta de fricciones. En una ocasión había sido encerrado por horas en una patrulla hermetizada frente al centro de detención conocido como Vivac, en Calabazar, por orden de la policía política. Y solo salió de allí cuando un policía se quejó ante los "segurosos" por usar el vehículo "para lo que no era, la patrulla era para patrullar", contó Pérez Lescailles.

La policía política usa a los oficiales de la PNR para no ensuciarse demasiado. Mientras los primeros actúan tras criptonimios, los segundos tienen sobre el pecho sus números de chapa.

El de las llaves balbuceó frente al otro policía renuente a registrar mi entrada. Finalmente apareció el nombre de Jonathan. El oficial del lobby anotó el nombre y dijo que llamaría a la CI. Le describí que se trataba de un muchacho de piel blanca, un poco más alto que yo.

Copiaron mis datos del carné de identidad. El de las llaves pidió que lo siguiera hasta el fondo del lobby, giramos a mano izquierda y descubrí un pasillo oscuro inaugurado por un cartel: "calabozos".

Un grito nos detuvo. Era el oficial Jonathan, que entraba desde un acceso al parqueo de la estación. Ordenó que saliéramos, y fuimos hasta la acera de enfrente. Los policías parquearon la patrulla cerca de nosotros, bajo un sol tamizado por nubarrones.

—¿Qué estamos esperando acá? —pregunté a Jonathan tras 15 minutos de pie.

—Al jefe.

—¿Tu jefe?

Asintió y soltó, irónico:

—Bueno, por lo menos no te dejamos encerrado en la patrulla bajo el sol.

Se refería a un reportaje que días antes publiqué sobre cómo el régimen encierra en vehículos herméticamente cerrados, bajo el sol y por períodos más o menos largos, a activistas, periodistas, artistas incómodos.

—Son 117 casos.

—Y contigo hubieran sido 118 —interrumpió, visiblemente molesto—. Yo no sé de dónde sacas esas cosas.

Luego protestó sobre la directa de Facebook que hice el 4 de junio relatando el interrogatorio al que él mismo me había citado. Repetía que no le afectaba eso, pero cada vez que estábamos en un mismo sitio sacaba el tema de las denuncias por redes sociales.

Nos movimos junto a un árbol de tamarindo, del que Jonathan comió con la esperanza de calmar la alergia que le provocaba el cambio de tiempo en La Habana. Los policías parquearon la patrulla bajo la generosa sombra, y salieron para comer de la fruta. En algún momento, un auto Geely gris con matrícula particular entró al parqueo de la estación. Jonathan estiró el cuello. El jefe había llegado.

Avanzó hasta perderse dentro de la estación. Me quedé con los tripulantes de la 357. El del papelito se acercó a mí. Parecía contrariado con el motivo por el que me encontraba allí. Preguntó muchas cosas, ninguna con animosidad, yo le respondí con franqueza, en igual tono.

La Policía es un órgano represivo… y a la gente no le gusta, a no ser cuando la ayuda –soltó.

La Policía en Malasia, Australia y Burundi es necesaria para detener a asesinos, a quien robe, pero yo no estoy acá por nada de eso, sino por contar lo que el poder no quiere que se cuente, por un motivo político.

—Eso en Estados Unidos tampoco puede hacerse –terció el de las llaves, que había estado acercándose a nosotros mientras escupía semillas de tamarindo.

Le expliqué que en ese país y en otros, tengo amigos y colegas que, de hecho, han sido premiados por revelar casos de corrupción gubernamental o violaciones de derechos humanos. Pensé en cuánto ese policía había sido adoctrinado por el socialismo, al punto de creer que la libertad de expresión no existe, es un imposible.

El del papelito preguntó que qué yo escribía. Le conté del reportaje de las patrullas-horno. Se defendió arguyendo que "la Policía de Cuba es la más noble del mundo", que ellos nunca se habían prestado para algo como lo que describía mi reportaje, que cómo podía ser.

Le dije que, aunque yo nunca he maltratado a mi esposa o mis amigos tampoco lo han hecho con las suyas, sería erróneo creer que no existen maltratadores.

—¿Cómo puedes vivir así?

—¿Cómo?

—Así, asiscao, con la Seguridad controlándote siempre, que salgas a la calle y digas "ahí están".

Su pregunta me tocó, sentí en ella una genuina preocupación. Sus ojos estaban atentos a la respuesta. Le hablé de mi vocación por el periodismo, y de que nadie tendría que ser hostigado o detenido por expresarse libremente.

—Va y el día de mañana tu niño se traumatiza. Quizá tu hijo no cree en lo que tú crees.

—Puede ser, como yo no creo en lo que mi abuelo creyó, y no por eso hay que enemistarse. Lo que hay que tener es libertad para elegir en qué creer.

Jonathan salió a la acera. Pisé un par de pasos podálicos compuestos con retazos de telas. Lo seguí dentro de la estación hasta una pequeñísima oficina sin ventanas. Allí esperaba un hombre sobre el metro 75, con un pelo muy fino. Ofreció hipoclorito, extendí las manos, presionó un atomizador y roció un poco. El oficial Jonathan se acomodó detrás de una mesa con una computadora encima.

—Buenos días, Yoel —comenzó. Yo te conozco a ti, pero tú no me conoces a mí. Soy el teniente coronel José, el jefe de Jonathan.

El militar, también vestido de civil, intervino sin interrupciones. Que conmigo habían "hablado bastante", pero yo había tomado mi decisión; que todos somos mayores de edad, que iban a tomar otras medidas, "cosas que posiblemente has oído, pero que nadie querría vivir", que a partir de hoy empezaría a ver las consecuencias para los que están a mi alrededor, "y no solo va a ser la Seguridad del Estado, sino…" e hizo un gesto circular con el brazo que daba a entender que se refería a todo el sistema.

—Ese es nuestro trabajo, a nosotros nunca se nos va a acabar, porque hoy eres tú, pero mañana es otro y otro –dijo el teniente coronel, y pensé en los 6.000 fusilados por el régimen, los torturados, los empujados al exilio, los niños y adultos masacrados en el Remolcador 13 de Marzo y en río Canímar.

Instruido durante décadas por la STASI y la KGB, el totalitarismo cubano pretende hacerte sentir minúsculo e indefenso ante "el sistema". La imagen es paralizante. El individuo frente al Estado solo puede sostenerse en una fe superior. Mi fe en Dios está.

El teniente coronel José se retiró. Como Anthony Hopkins en The virtuoso (2021), su participación fue breve, aunque, supongo, propicia para "realzar" las amenazas. Después, Jonathan continuó la sesión, dijo que yo quería hacerme "un nombre en la contrarrevolución", gesticulaba ampulosamente detrás de la mesita con la computadora, alternaba entre manotazos al aire y ajustes relámpago del nasobuco:

—Va y de aquí a unos años sale por la ONU el caso del preso político Yoel Suárez. Y mira lo que ha pasado con tantos presos políticos, se han muerto y nadie habla de ellos. Mira a Alcántara, a Maykel Osorbo y a Ileana, ya nadie habla de ellos. De una forma u otra nosotros siempre vamos a saber lo que tú estés haciendo. Siempre. El día que te mueras, al lado de tus cenizas vamos a estar vigilando.

Más adelante cambió de tono, admitiendo que si me fuera del país sería mejor para ellos. Apoyó los codos sobre la mesita que nos separaba:

—¿Tú crees que a mí no me movió verte ahí en tu casa, despidiéndote de tu mujer y de tu hijo? Yo también soy humano.

Lo imaginé husmeando entre las rendijas del portón. El abrazo de una mujer a su esposo, el beso de un padre a un hijo. Eso estrella contra el suelo duro de Cuba la tiranía comunista por más de 60 años. Y hay poca defensa posible.

En el totalitarismo criollo las instituciones existen no para proteger a las personas del Estado, sino al Estado de las personas. La Unión de Periodistas, para controlar y castigar a los reporteros que critiquen al Estado; el Consejo de Iglesias, a las organizaciones religiosas; la Asociación Nacional de Agricultores Pequeños, a los productores, y así un largo etcétera de resquicios donde pudiera aflorar independencia.

Dice el oficial Jonathan que, ante esa nulidad, el ciudadano debería unirse al propio Estado. Él, por ejemplo, se unió a la bestia roja como represor, por voluntad propia. Otros lo hacen como "colaborador secreto", léase, delator.

—Hay gente que ha quedado como un CR (contrarrevolucionario) y se ha muerto, y para nosotros son personas que ayudaron a evitar manifestaciones y esas cosas. Fíjate que a cada rato en Las Razones de Cuba sale uno y la gente se queda así —y puso cara de sorpresa—, porque nosotros cuidamos su identidad, no es sino con su permiso que los desenmascaramos.

Dijo "desenmascaramos", es decir, quitar la máscara. Le pedí que no insistiera con eso, era en vano, mi trabajo es de periodista, estrictamente eso.

Entonces, se centró por fin en el motivo por el que me encontraba bajo custodia policial: un taller de no ficción que había impartido cerca de casa por varios días... En un país sin libertad de reunión, me había reunido. Donde no hay libertad de expresión, me había expresado. Y, para colmo, se enteraron tarde.

Jonathan indicó que saliera de la oficina, que iban a iniciar un "procedimiento policial" y que no sabía si hoy saldría de la estación. Volví al lobby, a un banco de mármol gris. A mi lado, en otro, una señora con minerva reclamaba unos formularios demorados, más allá un joven en silencio con la cabeza baja, entre las manos, mirando a sus propios zapatos.

Apoyé la cabeza contra la pared a mi espalda y advertí dos murales al fondo. Uno decía, "Antes de 1959", con fotos en sepia de algún joven muerto en 7ma y 62; otro, "Después de 1959", con imágenes luminosas del edificio, casi oficinescas. Las comparaciones de ese tipo, tan recurridas por el régimen para probar una suerte de bonhomía revolucionaria y desapego a la sangre, no pasan de la propaganda.

Las torturas que describe Plantados, película de Lilo Villaplana, ya las había leído en sucesivos informes de la Organización de Estados Americanos de los años 1960 y 1970. Técnicas como la patrulla-horno, el uso prolongado de esposas, el sometimiento a posturas incómodas por largos períodos de tiempo, están de moda hoy.

El oficial Jonathan me condujo a un pasillo de oficinas adornadas con retratos de Fidel Castro y Ernesto Guevara, hasta un local al fondo. Allí encontré al capitán Piñeiro, jefe de sector de la PNR en mi barrio, y quien anteriormente me había citado y "aconsejado" abandonar el periodismo.

Dijo estar allí para aplicarme una multa de 2.000 pesos por violar el Decreto 31, sobre la (aún mayor) restricción a la libertad de reunión por la Covid-19. El taller que yo impartí era una "aglomeración". Le pedí el Decreto de marras, impreso sobre el buró donde apoyaba sus antebrazos. El capitán Piñeiro llenaba en silencio los talonarios de las multas, mientras yo leía.

—¿Usted considera una cola de las actuales, para comprar alimentos, una aglomeración?

—Bueno, si no se cumple el distanciamiento, sí.

—¿Usted considera un ómnibus lleno de personas una aglomeración?

No recuerdo qué contestó el capitán, pero Cuba entera sabe que no hay modo de mantener distanciamiento alguno dentro del transporte público, cuya oferta es muy inferior a la demanda.

—Lo que quiero dejar claro es que en el local donde impartí el taller cumplimos las medidas de distanciamiento social y el uso del nasobuco, y que esta multa que están imponiendo es más política que sanitaria.

Mientras hablaba, habían entrado a la oficina otro uniformado y Jonathan, pegado a su teléfono celular. ¿Instrucciones vía WhatsApp, mensajes para amigos, videos de gaticos? El capitán completó el talonario y extendió una Advertencia donde escribí lo que había dicho poco antes.

Al rato, casi a las tres horas de detención, el oficial Jonathan se acercó y me devolvió el carné de identidad. "Puedes irte", dijo. Miré aquel pedazo de plástico dos segundos antes de levantarme y pensé, como el académico cubano Dimas Castellanos, que no hay ciudadanos en Cuba.

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1 comentario

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En el fondo ese es el miedo que tienen todos esos esbirros a que se hunda esa letrina de país prefieren ser lacayos y ver sufrir a su pueblo que oponerse a esa dictadura los pueblos merecen los gobernantes que tienen, aquí en ?? la mayoría votó por el decrépito y ahora estamos pagando las consecuencias.