La espera dio tiempo para saber que mi joven compañero de asiento era el nuevo sacerdote de una tal parroquia. No podía recordar cuál. Mi memoria es tan escasa que a duras penas puedo acordarme de dónde vivo. Le conté que hacía mucho no iba a una iglesia, pero todavía me dejaba admirar por la belleza de sus construcciones.
Me contó que no era de la ciudad, sino del centro, un pueblito mucho más antiguo y congelado en su historia como un cuento de hadas. Allí, en cada esquina se habla más bien de parrandas que de pelota.
— ¿Verdad? ¡No lo puedo creer! —fue mi reacción, sorpresa entre signos de exclamación. Seguido, dije más tranquila: —En serio, no lo puedo creer.
— La gente es muy cordial —continúo diciéndome—, aunque no se lleve tan bien con el pueblo colindante.
—Interesante —contesté.
—Los de al lado, son muy materialistas, ¿sabes? Solo piensan en el dinero, cuando existen otras cuestiones importantes, aún más importantes, las espirituales por ejemplo, ¿cierto?
Me preguntó. Presentí que era la clásica pregunta que no espera respuesta, como si se supiera mucho antes de expresarse, como si existiera, por supuesto, solo la que ya se supone, y la tuya tiene que ser, obvio, la misma.
Así que encontré prudente afirmar con la cabeza, moviéndola de arriba abajo sin apuro, sin que se percatara que estaba hablando con una persona tan ambigua, tan difusa, que ya no se permitía dar una sentencia sin antes decirse mil veces "hay que pensarlo una vez más".
La noche avanzaba, y nosotros, sentados en aquellas sillitas de plástico, cómodas, fáciles de romper, en el centro de la biblioteca provincial; convertíamos la espera en una posible amistad que hacía sentirnos escogidos por la providencia. Encontrar con quien tener una conversación agradable es todo un privilegio, es toda una rareza, en tiempos donde hasta pensar es un lujo.
Seguíamos esperando cuando me doy por enterada con el joven sacerdote que hay otras tierras después de esta, que día a día, mes a mes, asfixia sin matar; con la actitud criminal, lenta pero criminal, de quitarte los deseos de vivir pasmosamente; ese sol, ese calor, te arrebatan hasta el consuelo de recordar tiempos mejores, si llegaste a tenerlos, o las esperanzas de tenerlos algún día.
Espeté, aunque no viniese al caso, mi extrañeza que con tan pocos años asumiera esa vocación, que por lo general, una nunca asocia con los más jóvenes. Sonrió.
—No soy tan joven —dijo, y añadió que era normal mi reacción. No obstante, la vocación no tenía edad. Se podía descubrir, y desarrollar en cualquier periodo de la vida. Está quien la descubre después, muchos pueden pensar que tarde, hay quien siempre lo supo, y le dedica toda la existencia, ¿verdad?
Volví a asentir como la primera vez. En esta ocasión, creo, con más convencimiento, —¿qué pasa si tienes la vocación, la descubres a tiempo, y no te dejan ejercerla?—, pero me seguía sintiendo no apta para la discusión. Además, sin las pequeñas controversias, en las que sin saber cómo nos vemos a veces involucrados, me sentía cómoda, conversando con este joven sacerdote, dentro de poco amigo. Por primera vez una espera no se me hacía desesperante —ese tiempo extra en que debe pasar algo, y no pasa nada, podría resultar muchas veces infinito, o sea, temible— y experimentaba la sensación de sosiego como si todo estuviera en hora.
Me atreví a manifestarle mi sorpresa, ¡otra más!, de hallar una persona como él en aquel espacio.
—¿Y por qué?, —me preguntó extrañado.
Dije parte de lo que pensaba. Volvió a sonreír, con esa dentadura propia de los negros que envidia cualquiera con los dientes feos.
—Es verdad, tiene razón —me susurró no muy convencido, quizás, con las reservas mismas que yo tenía.
Él siempre había sido un amante de las artes, sobre todo de las letras, sobre todo, de la poesía. Verdaderamente es lo que nos salva, me confesó. Me pregunté si con aquella idea no traicionaba su tradición que nombraba la salvación con otro nombre. Quizás no, quizás no encontrara él contradicción alguna. De todas maneras no compartí la observación.
Hicimos un alto en la conversación como para recordar que estábamos esperando algo, y que debía llegar de un momento a otro. El silencio tardó en desvanecerse lo que tarda un niño pequeño en gritar lo que quiere, o sea, no tardó tanto en desaparecer.
—Acabo de llegar a esta ciudad —fue su comentario—. Necesito saber más de ella, conocerla para poder comunicarme. No se puede amar lo que no se conoce. Por eso, me preocupo también por andar y desandar todas las calles posibles, visitar los parques —dijo con ojos bien abiertos, maravillados, pues consideraba que eran muchos, más de los que esperaba que fueran—. La biblioteca, museos, fijarme hasta en las bodegas, el color de la banderita que ponen al lado para anunciar que llegó la leche—me dijo, como si el hecho fuera un juego de muchacho, y sonriendo, siempre sonriendo, ¡que buen carácter tenía este hombre!
Le di la razón. Inteligente el joven sacerdote recién llegado a esta aburrida tierra. Iba a necesitar un poco más de intuición para entender por dónde estaba.
—Fíjese —me dijo, a mí que no me fijo ni en el color de mis zapatos, no obstante, presté más atención a la conversación—, he esperado especialmente por esta noche. Me han dicho que hoy lee uno de los mejores poetas, no solo de aquí, sino del país. Toda una leyenda en vida, tengo entendido. Al menos, me lo ha hecho notar más de un hermano. Una figura de las letras en esta ciudad, donde han nacido incontables y excelentes artistas.
Empezó a halagar el lugar donde siempre lamenté haber nacido y vivido durante tantos años. Sin más remedio que asimilar sus rígidas costumbres y sin otros sueños que ver las telenovelas extranjeras.
—Oh sí, —respondí con rapidez.
Una aparente convicción de las que quieren persuadir a cualquiera a cualquier costo, quiso imponerse entre las palabras emitidas.
—Este lugar tiene eso bueno, cuenta con excelentes artistas…, y suficientes locos—lo último lo dije con la voz interior… no hay que ser tan expresiva, la vida enseña que puede ser muy malo en ocasiones — ¿Sabía usted que el primer pintor del país en el Vaticano es de este lugar?
Él ya lo sabía. Me respondió que sí, bajando y subiendo la cabeza con una sonrisa que no dejaba ver su excelente dentadura, pero tierna igual.
—Es un gusto estar aquí—me dijo.
No tuvimos que esperar tanto, al menos comparado con otras ocasiones, donde la paciencia alcanza una expresión insólita, termina sin fuerzas uno para seguir sosteniéndola, o viéndole algún valor. Así que abrió paso las delicadezas de una mujer presentando al poeta esperado: uno de los más queridos, el más considerado dentro y fuera de nuestras fronteras.
Comenzó a leer sin pereza, audible, como para escuchar bien lo que había que escuchar. Sin tener necesidad de gritar desde el auditorio "suban un poco la voz, por favor, que no se oye nada". Sin sufrir por el dichoso micrófono, muchas veces en vez de amplificar hacía torcer la voz e imposible de entender, o el local que de acústico no tiene ni la mínima intención, sin contar el comunicador con eso de "perdonen, estoy un poco afónico".
Pues no, él tranquilo, suave, leyendo con el estilo propio de los que saben vivir una vida respetando lo esencial, lo que vale la pena reverenciarse, y con arte, por supuesto. En ese momento, más que en cualquier otro, él es el genio que no tenía nada de qué arrepentirse.
Nuestro universo se reducía apenas a sus versos, cuando interrumpió en la próxima esquina, sin la más mínima compasión, el grito de un niño, muy pequeño al parecer, por la gritería sin forma. De pronto se dejaba escuchar un policía. Discutía grotescamente con aquel supuesto infractor que no se cansaba en repetir "¡no señor, que yo no estoy borracho, sé que puse el pie en el pare donde había que ponerlo, y usted no vio que yo lo puse!". Lo gritaba como si el convencimiento llegase a ser rotundo cuanto más alto supiera poner las palabras.
No lejos, un borracho indiscutible, que no se molestaría en negarlo, daba con todas sus fuerzas a una lata con un palo, y se le entendía decir —porque lo intentaba constantemente— que sin música moriríamos de verdad, que sin comida más o menos podíamos, estaba demostrado, pero sin música no, vociferaba.
No exagerábamos al sentirnos escogidos cuando al disfrutar de un arte se trataba. Con los desafíos, el sentimiento estaba justificado. Sin embargo, el medio, poco amistoso, no dejaba de expresarse, y también así lo sentíamos cuando el gesto brusco del poeta al que habíamos esperado —por horas, días, y cuidado, sino más tiempo—, desistía del momento presente, con un "pa'l carajo", que todo el mundo entendió al instante.
Lo vimos estrujar las páginas entre sus manos pequeñas, y decir en el mismo tono de voz en que recitaba sus versos: "así no se puede, así no se puede". Se levantó de su silla, y se fue con unos pasitos rápidos y extraños. Se alejaba sin mirar para lado alguno, como a quien no le gustan las despedidas y las posterga para siempre. La mirada del joven se encontró con la mía. No se podían separar, quizás sosteniendo los mismos cuestionamientos, ¿hasta la poesía era barrida?, ¿cómo, Dios mío?
La mujer pidió disculpas, concediendo la razón al poeta que ya no estaba y que instantes atrás había presentado con entusiasmo. Se perdía completamente en la oscuridad de la calle del frente. Y la actividad se acabó en menos de lo que habíamos esperado.
Lo siento, dije al sacerdote. Parece ser que también los poetas se saturan. Démosle otra lectura, me contestó con seriedad, vamos a pensar que Dios solo quería que nos conociéramos esta noche. Correspondí con una sonrisa que quería estar de acuerdo, y restar importancia por un rato a la posible frustración.
Lien Estrada nació en Holguín, en 1980. Ha publicado el libro de cuentos Se busca otra plaza.