Matar una persona no es difícil. ¡Tantas formas existen! Desde las más burdas hasta las creativas. Él puede dar fe de eso. El cordel por el cuello y apretar con fuerza sin perder el tino, por ejemplo. El filo de la sevillana también sirve, si el corte se sabe hacer en el lugar justo, donde se encuentra a la muerte con toda certeza. Un buen golpe por la cabeza con un objeto macizo: piedra o madera. La primera vez fue la más temida, por supuesto. Complejo, porque pensaba que no podía ser así como así. La vida se respeta hijo, le dijo quien lo crió. Por eso aquella ocasión se preguntó si era posible. Pero después, una y otra vez se descubre que no solo es posible, sino, además, se puede vivir con eso y vivir de eso.
Lo primero que aprendió hacer cuando salió a pescar con la familia era poner la lombriz en el anzuelo. Fue su padre quien le enseñó. Mira —le dijo— el anzuelo con la punta hacia abajo. Tomas la lombriz por la cabeza. Que no te importe si se enrosca con fuerza o si quiere defenderse. Ella te pertenece, eres mucho más fuerte que ella, así que no te puede dar miedo. Y empujas el bicho contra el acero, que se ruede buena parte por todo el aro y dejas la colita afuera. Al principio puede darte tángana el animalejo, pero tú tranquilo, porque una vez que es pinchada con la punta del acero y tú empujas con suavidad para arriba, la lombriz no puede escapar. Su martirio terminará cuando sirva de comida para el otro que se convertirá entonces en tu comida. ¿Sí? ¿Entendido? Adelante.
Le dio pánico. Pero con el terror en ojos y manos lo hizo, hasta que pudo llegar a hacerlo muy fácilmente. Al principio se preguntaba por qué a esta lombriz le había tocado morir así, y por qué no tuvo el destino de morir normal en sus tierras y humedades, como seguro ocurren con muchas otras lombrices en el mundo. Un poco más y llegó el momento de no preguntarse nada. Lo hacía con naturalidad, casi con placer.
Cómo fue que encontró este oficio, no puede recordarlo. Pero debió haber sentido algo parecido a aquellas primeras veces cuando iba a pescar. Las drogas, la tristeza y la mala suerte, piensa, lo visitaron muy pronto en esta existencia. Porque no se considera hombre con buena suerte, aunque sus amigos le digan que es el que mejor suerte tenga entre ellos y todos los conocidos hasta ahora.
Él no lo cree, aunque lo parezca; sabe que no es suerte, quizás destino. Nadie le creería si él le comentara, en un momento de lucidez, que se considera con mala suerte. En el fondo de sí hubiera preferido ser hombre con esposa, hijos, casa y trabajo, conforme si este último fuera limpio y tranquilo. Tal vez una vida aburrida. Pero no le hubiera importado mucho, como tampoco la posible pesadez de la rutina en esas clases de vidas.
Profesiones existen miles, oficios también. Incluso otros negocios. Por eso no se considera hombre con buena suerte. Nadie podrá saber nunca lo que se considera el otro o la otra de sí mismos. Además, él no tiene mucho tiempo para creerse algo, cada vez cree menos, y pocas veces piensa en cuestiones de este tipo. Si es suerte o fuerza de voluntad la vida propia o de los demás. Pero a lo mejor se dijo algunas de estas cuestiones al menos una vez. Seguramente. Como cuando quiso soñar algunas otras realidades al conocer aquella puta. Le gustaba tanto, que por poco le propone matrimonio, y quién sabe si se hubieran ido a vivir a otra parte, a otra isla. Pero que no pudo ser.
Se queda mirando una rama de ciruela muy verde. La rama tiene muchas hojas de distintos verdes que a la vista le parece muy agradables. Un vientecillo la hace mover; tiernamente, da la impresión. Siente placer observarla desde este lado de la barra inventada y clandestina, en este apestoso y horrendo lugar. Ha tomado mucho ron, puede seguir tomando más, pero no quiere. Tiene que trabajar. De hecho, tiene que ir encaminándose al lugar. Hubiera preferido quedarse aquí toda la vida, mirando esa ramita moverse con el vientecillo amable, que se agradece. No le interesa ya si tiene o no suerte. Experimenta una especie de gracia, —¡raro en él!— que sentía cuando muchacho iba de paseo con su familia, no precisamente a pescar.
Lien Estrada nació en Holguín, en 1980. Ha publicado el libro de cuentos Se busca otra plaza.