Hace poco viste al vecino, viejo y achacoso como todos los viejos, entrar a su casa con una latica aplastada en su mano. Necesita 72, 72 son 12 pesos, computarizas. Te preguntas como logra mantenerse en pie para reunir todas las laticas que necesita para llegar a fin de mes.
La imagen y el cuestionamiento no tomaron más tiempo en tu mente. Nada contaminaba tu entusiasmo. Estabas contento, eufórico, podría decirse. Recibiste la mañana con impulso. Había llegado por fin lo esperado con tantas ansias, como aquellos juguetes que te regalaban el día de tu cumpleaños cuando niño. Hasta ayer, los meses te resultaban siglos, eternos los días con sus noches. Hora de demostrar a la familia que eras un hombre, no el mimado pendejo que quieren ellos que seas.
La llamada que no recibías, la respuesta que obtenías cuando la hacías tú, ese sí pero todavía no, ese no podemos empezar porque... falta el local… Lo buscaste tú, faltan los papeles… eso que lo busque otro. No obstante, pediste a todos los santos, por favor, aligeren las obligaciones burocráticas… Estás loco por manifestar a los tuyos cuán capaz puedes llegar a ser. Lejos está tu disposición de ser esclavo de alguien, sean tus padres, la sobrina, o tu hermano, quien envía esa plata mensualmente y piensa tener a Dios por las barbas solo por garantizar la comida de la casa; mientras los viejos no mueran de hambre todo está bien para el comunitario, para el que emigró, al tiempo que te conviertes en eterno mandadero, imbécil, casi espantapájaros del grupo, el que se desgasta haciendo el otro trabajo, el sucio, por cierto, el que nadie agradece.
Te resistes, desde hace tiempo te resistes. Sigues llamando, no te permites cansarte. Esta gente tiene que convencerse que creciste, que también tienes ambiciones, y deseos de vivir por tus propios medios, como todo el mundo. Pero el desgaste sigue siendo tuyo, y los otros siguen tardando en avisar.
Tardaron hasta ayer. Te felicitaste, ¡bravo!, dijiste. Por un momento creíste que no iba a llegar. Cantaste bajo la ducha, bendijiste los alimentos antes de comer cuando estuviste a un pelo de no creer en Dios un carajo; te sentaste al portal, triunfador sin triunfar aun, viviste lo agradable que es sentirse invulnerable. No podrías describirlo. Lo experimentabas.
Hasta la gente aspaventosa y grosera, heredera del que sería el comunitario de tu familia, te resultaba afable. La misma que no tenía que vivir, pero vive en los altos, en la casa que se perdió para siempre cuando se perdía todo una vez anunciada la partida. Todavía hoy de forma callada se llora esa casa. Construida con mil deudas y sacrificios de tus padres.
Recuerdas el jaleo. Antes del inventario, vendido cuanto pudieron vender. Todo ese correcorre. La lavadora rusa, parecía hija de la eternidad, la grabadora, la bicicleta china, el refrigerador, para cuando se pueda pagar, el canastillero, ¿se regaló o lo vendimos?, una camita, las cortinas que se compraron en La Habana. Se pusieron al tanto de cuanto se pudiera pedir, las puertas de caoba en aquel tiempo valían ya un imperio, las rejas, que también costaron. Y cuanta figura, cuadros, sonajeros y guindajos tenían, se convirtieron en nombres, precios, fechas… todo antes del inventario.
Teniendo en cuenta siempre que debían dejar lo proporcional a tres personas. Lo proporcional, decían las leyes. Ellos, los futuros dueños, fueran buenas o malas gente, heredarían el juego de sala de pajilla, regalo de bodas del suegro, el de comedor con sus cuatros sillas de hierro, hechas por él mismo y su padre, el del cuarto, comprado a no se sabe quién, una cama personal con sus mesitas de noche, y otra mesa más pequeña, que sencillamente estaba allí.
Estos nuevos propietarios, sabandijas que sabían reír alto, se mudaron sin presentarse, al lugar que no era de ellos, que no era para ellos… llegaron antes que los otros se marcharan al lugar de donde todavía no han regresado. Insoportables.
Y ahora sientes que ni ellos, ni los que se fueron, ni los que están, ni la sequía que se podía avecinar, ni las crudezas de la temperatura con sus locos cambios, podían molestarte. Nada. Nada afectaba. Feliz. ¿Compensado, equilibrado, o sencillamente esperanzado? No te importa saberlo. Disfrutas de la caída de la tarde, porque mañana, vas a ser una persona independiente, adulta, te dices, y no el papanatas que espera por el regalo de aquel que piensa haber alcanzado el reino de los cielos por las obras.
El día iba a llegar, por fin...
Café capuchino, Café Serrano, si el Cubita, si el que no memorizas bien, y más vale te acuerdes porque el mínimo técnico fue dado, y no va a repetirse. Lo vivías todo sofocado con un delantal puesto, y un gorro extraño en la cabeza que no sabías cómo mantener sin que te molestara. Aquí no se pierde tiempo. Y este es otro, nada tiene que ver con los anteriores, los no tan lejanos, que se despiden para siempre. Todo es muy rápido, muy intenso, antes se miraba con otros ojos, sin apresuramientos, sin angustias.
El pan con mantequilla, el jugo de guayaba, ¿dónde están?, el café con ron que se llama rocío de gallo, el cortadito no se parece al café con leche en tazas, lleva un punto, un puntico, ten presente. Pobres, las piernas de tu compañera suben y bajan por esas escaleras, ella como tú esperaron este día, el de la independencia, el de la adultez.
Apuras la ensalada fría para la mesa ocho donde están hablando de lo lento que han empezado. Cuántos tipos de café, cuántos tipos de jugos e inventos culinarios… Dios santo, esto no hay quien lo aguante, te dices. Las piernas sin descansar un minuto, como un soldado nazi, queriendo dominar el mundo al principio, ahora pulverizándose como el café cuando es molido. Platos adornados, agradables, aprendidos con una velocidad increíble, van constantemente para luego regresar vacíos, como fracasados. ¿Quién los fregará?, no hay presupuesto para otro empleado. Calla y asume.
No hay tiempo para pensar, dejas las reflexiones para el tiempo libre que sospechas limitado. La libertad, quizás, no es tan espléndida y amable, imaginas. Sigues preparando platos, los preparas mejor, sientes, y la experiencia va a ayudarte con el tiempo, te dices.
Empiezas a conjeturar que no soportarás lo suficiente como para llegar a hacer las cosas como quisieras, perfectas. Ayer esta sensación hubiera sido impensable, pero no quiere abandonar tu cuerpo, acostumbrado a otro ritmo. Si renuncias ¿vas a llorar...?
Como fotografía acabada de revelar, aparece en la mente tu hermano, el fuerte, admirado, e imprescindible por los tuyos. Otra imagen más gastada la reemplaza. Apareces tú, muchacho triste, estropeado, el de los mandados que se distiende en el tiempo, con un bolso colgando en tus hombros que deforma tu rostro, lo disuelve. Surge ahora la familia, que te modela incluso desde ese tiempo petrificado en un viejo cartón. Y todo se confunde en tu mente, y de todo quieres salir.
Te empeñas aún más. Extiendes platillos con dulce de guayaba y queso, pan con queso y jamón, y jugos de zanahorias. Te esfuerzas como el mismo soldado nazi anterior, ahora resistiendo al ejército ruso y los aliados, pero consciente de estar aniquilado. Te esfuerzas aún más, platillos vienen, platillos van, vasos vienen, vasos van, cucharillas vienen, cucharillas van…y no los sientes en tus manos mojadas, secas un segundo después, vuelves a fregar, y regresa el pedido.
Sudas a torrentes, nunca lo haces, comienzas a sentirte abatido, pero no te lo permites. Las imágenes quieren volver, tampoco las dejas. Descubres no ser el único apaleado. El equipo entero corre, son pocos y no obstante hacen por miles, dan la impresión de una avalancha que le es imposible parar.
En ese rato breve y extraordinario, cuando nadie aparecía con deseos imperiosos de un café caliente, que te animas a presentar la renuncia.
— ¡¿Pero, cómo Roberto?! Por el amor de Dios. ¿Hemos esperado tanto para esto? —dijo tu compañera de trabajo.
—No puedo seguir —dijiste con un desgarro visceral— Lo siento, yo quiero, pero no puedo.
— Los papeles, ¿y lo que invertimos en ti, Roberto? —dijeron las jefas.
Volviste a ofrecer disculpas, pero no podías continuar. Te disculpaste una y otra vez, sin encontrar las palabras precisas. Prometiste mil cosas. Primero: no dar las recetas. En todo caso, si en algún momento quisieras abrir una cafetería, la harías bien lejos, y por favor, con otros platillos y cafés, te dijeron.
Prometiste cuanto te hicieron prometer. Ni en sueños harías cafetería alguna, no te era preciso jurarlo. La angustia de imaginar a tu familia decir que tenía razón quiso deprimirte, al tiempo de sentir la debilidad que genera un desengaño verdadero. A partir de ahora vivirás solo para demostrar lo contrario, ignoras cómo, pero lo harás. Sales a la calle sin delantal, sin gorro, con tu jeans destinado a trabajar, tu sortija y reloj dorados, llegados del extranjero en aquel primer paquete.
A casa no quieres regresar de inmediato, invadido peligrosamente de impotencia y confusión, o como se llame ese sentimiento. Vas mejor a casa de un amigo, el estudiante de Informática, el que solo piensa en sus programas y ama más su computadora que a su propia madre. Pero con el que puedes contar en todo momento, porque así te lo ha demostrado.
Mientras tocas a su puerta, te dices que vas a independizarte de la familia como si tienes que vender laticas aplastada como el vecino. La rabia te sube y te baja por la piel ya no tan sudada. Y lo único que deseas es que tu amigo no tarde en abrir la dichosa puerta, que la abra antes de disgustarte más, imaginándote las sombras que sin esperarlas visitan tu mente.
Lien Estrada nació en Holguín, en 1980. Ha publicado el libro de cuentos Se busca otra plaza.