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Narrativa

El instrumento de papá

'Pero llegaron aquellos años temerarios. Donde todo escaseaba, la comida como cosa del otro mundo, lo más básico desaparecía de un modo increíble, y nada que se necesitara se conseguía fácilmente. Nada.'

Holguín
Un acordeonista búlgaro.
Un acordeonista búlgaro. Radio Bulgaria

Regresó de Bulgaria verdaderamente feliz. Se había graduado al fin de Bioquímica en la capital de ese hermoso hermano país socialista. Como es natural, llegó con algunos presentes del bien lejano país. Telas con hermosos colores, abrigos, algunas comidas en conserva, alfombras, tejidos y un enorme acordeón que no sabía tocar todavía, pero tampoco aprendió a tocar después. Los abrigos gigantescos se usaban bien poco, porque esa clase de frío en esta isla del trópico nunca llegaba, y para los aires de finales de diciembre y principios de enero, o los frentes fríos que aparecían por casualidad en cualquier estación del año jamás eran para tanto. Sobrevivió de todo esto alguna que otra falda o pantalón que se hiciera de aquellas telas y, por supuesto, el acordeón, intocable adentro en una esquina del escaparate.

Cuando llegaron primero la hija y luego el hijo no les dejó de motivar a que aprendieran música. Él mismo se compró aquel instrumento en Europa porque también de algún modo quiso tener la virtud de saberse transportar a otros mundos más nobles, más allá del poder de las palabras. Tenía la certeza que quienes pertenecieran a este mundo iban a estar más conectados con la alegría, lo animado, vital de las buenas energías. Si no lo logró él mismo, no fue precisamente por falta de interés, sino por cuestiones del destino que siempre lo traían de aquí para allá, sin ni siquiera darle otro respiro que no fuera cumplir con sus responsabilidades en la familia primero, el trabajo después.

Pero cuando su hija e hijo tuvieron edad suficiente para poder aprender el otro lenguaje los vistió bien arregladitos, y con el acordeón al hombro los llevó a una maestra de música particular. Al poco tiempo, para su decepción, la profe habló con él a la hora de recogerlos en esas tardes tan calurosas de Santiago en que el sol se tarda tanto en despedirse.

—Papá, debo comentarle lo que detesto comentar a los padres de mis estudiantes, pero es mi responsabilidad y deber hacerlo...

—¿No tienen mucha aptitud?

La profe hizo la seña de confirmación con la cabeza.

—No papá, no tienen aptitud. Si usted desea seguirlos trayendo, usted los trae, yo con amor les seguiré impartiendo las clases a medida que vayan superando contenido, pero yo francamente no le garantizo muchos logros.

Le dijo con un nivel de delicadeza en las formas y una gentileza que les recordaba a aquellos buenos camaradas del lejano país.

—Gracias maestra. Veremos qué podemos hacer, si insistimos o no en el proyecto. Gracias por su sinceridad.

—A su servicio, papá. Vayan bien.

Él cogió a cada una de su descendencia por una mano y el acordeón en el hombro, sin mostrar mucho disgusto, todo el que sentía. Después de comida preguntó a su hija e hijo si en serio querían continuar sus estudios de música. La respuesta, sin mucho rodeos, fue: No. ¿Prefieren reorientar las vocaciones?, les preguntó con la seriedad en que respondía a sus exámenes desde que fuera ese estudiante intachable que fue, confirmado por todo el que lo conoció en su momento de alumno. Sí, fue la respuesta de ambas. Entonces no se hable más del asunto, hoy recibieron su última clase de música. Gracias, papá, le respondió la hija. Lo mismo le respondió el hijo, y se fueron a jugar cada uno a su respectivo lugar. El acordeón volvió a guardarse en el mismo rincón del armario de su cuarto.

Sin embargo, este no fue el único disgusto en casa en los últimos días. A principio de mes cumplía años, y nadie se acordó en todo el santo día. ¡No esperaba una fiesta con payasos y piñatas, pero sí unas simples felicidades al menos en el desayuno, en el almuerzo, a media tarde, en la comida! Pero, para colmo, ¡lo dejaron fregando! Y solo cuando su esposa se acercó al fogón para hacer té fue cuando por fin se animó a comentar: "Narda, hoy es mi cumpleaños".

Entonces la mujer abrió los ojos muy grande y dejó caer el carrito, que menos mal era de plástico porque se hubiera roto al impactar contra el piso. La mujer lo abrazó, besó, apretó, le hizo miles de mimos en la cara y en los hombros. Felicidades, papá. De ahí se puso hacer el té, y disimuladamente corrió adonde estaba la hija mayor, que estaba probándose un vestido: Gesica, hoy es el cumpleaños de tu papá. La hija corrió también a felicitarlo, y le hizo miles de murumacas en un segundo. Después corrió a decirle al hermano: Raulito, papi cumpleaños hoy. El hijo también se demandó a donde él se encontraba ya fregando el último plato. Papi, muchas felicidades, le dijo y le dio un abrazo. No se habló mucho esa noche después de todas las felicidades una detrás de la otra, y tomaron té.

La esperanza de que hubiera un músico en la familia nunca la perdió. De hecho, fue así, un sobrino lo logró, pero con la guitarra, y cuando alguna amiga o pariente le hablaba sobre el acordeón la cara de sorpresa no tardaba en aparecer. ¡Un acordeón! Coincidían todas y todos que no era un instrumento fácil de dominar, solo un desconocido que estuvo no recuerda en que celebración en la casa se atrevió a tocar "La cucaracha".

Las actuaciones de aquella belleza de instrumento eran muy breves, casi nunca pasaban de la exposición, algunos halagos, unas historias escuchadas sobre él, y se volvía a guardar una y otra vez. Pero los nietos van a llegar en su momento, le decía a su esposa, y pueda que tengamos suerte con ellos, ¿verdad? Sí, claro que sí, le respondía la mujer con una sonrisita más bien con deseos de decirle: Mira que eres caprichoso.

Pero llegaron aquellos años temerarios. Donde todo escaseaba, la comida como cosa del otro mundo, lo más básico desaparecía de un modo increíble, y nada que se necesitara se conseguía fácilmente. Nada. Entonces fue que la gente empezó a vender los carros, las casas con todo adentro y todo lo que habían llegado a tener. Mucha gente en estas gestiones, el resto muy atentos a las noticias y a lo que estaba ocurriendo, porque aquel tormento apocalíptico tenía que pasar. Lo triste era que pasaba el tiempo, no lo horrendo del presente.

Y ellos mismos tuvieron que empezar a vender algunas de sus pertenencias. Comenzaron con aquellas menos necesarias, como era natural. Le siguieron las que podían necesitar en algún caso, pero que no llegaban a ser prescindibles. No querían pensar en las fases sucesivas de supervivencia. Y siempre se pensó, incluso sin querer, en la venta de aquel instrumento que, de seguir guardado sin usar, iba a echarse a perder seguramente. Pero nadie daba la sugerencia, se esperaba que la idea naciera del propio padre. Sin embargo, cada vez que se reunían para decidir qué venderían en la semana, decían esto y aquello, pero del acordeón nada. Y el padre callaba, dando siempre la mejor disposición para todo.

Por supuesto, se llega a no tener más nada que vender, sino se vive precisamente de eso, y al mismo tiempo se necesitaba esa otra entrada económica en la casa. A la pregunta cómo llegar a fin de mes, silencio. Todo el mundo miraba para donde estaba él, ahora tomándose su taza de té después del noticiero, para dormir bien.

—Papá, ¿tú nunca has pensado en vender el acordeón? —le dijo la hija mientras fregaba en la cocina.

—No, realmente no —dijo parco.

— ¿Y te molestaría si lo vendiéramos? —continuó preguntando en tono de importarle poco, cuando era todo lo contrario.

—Sí, claro. No lo quiero vender. Conservo la esperanza que un músico llegue a la familia.

—Vaya, qué fe —recibió como respuesta, y nadie comento más nada ese día sobre el asunto.

Al otro día, siendo consciente de que peligraba la suerte de su acordeón, sin que nadie lo viera en la casa, él se lo llevó para la casa de un amigo.

—Luis, ¿tú pudieras guardarme esto ahí?

—Pero, ¿qué diablos es eso? —preguntó cuando vio aquel cajón de madera precioso y con broches dorados.

—Chico, mi acordeón, que la gente ya me lo quiere vender, y yo sé que vendrá ese día en que tendremos que vender la casa con todo como está, haciendo como todo el mundo por ahí, para largarnos para Brasil, México, Guyana o no se para dónde. Pero el acordeón no lo voy a vender por nada de este mundo. Y si llega ese momento, yo me lo llevo para donde me lo tenga que llevar como lo traje de donde tuve que traerlo.

—Jajaja, pero Armando, que determinado estás, hombre. ¡Ni que fueras músico y con esto te ganarás la vida!

—No, no soy músico ni sé tocar acordeón ni nada, pero quiero conservarlo. ¿Tú sabes de todo lo que nos hemos tenido que deshacer de esta vida? ¿Por qué no nos va a quedar ni un recuerdo de nada? ¿Qué hicimos para merecer tamaña maldición?

El amigo dijo que sí con la cabeza. Dijo que sí después con la voz.

—No chico, no. Me resisto. Con el acordeón no. Que lo vendan todo, como si se quieren prostituir, pero con mi acordeón sí que no.

Se reservó el secreto de que ese acordeón había sido el obsequio de una novia que había tenido en Bulgaria. Aunque siempre dijo que había sido una compra. Alguien a quien había amado mucho, piensa a veces que la única mujer que amó de verdad. Quisieron casarse incluso, pero ella no quería dejar sus padres y su país para irse a vivir a un monte del Caribe de donde eran los padres de él. Aquello se deshizo como tantas historias que se deshacen en la vida de cualquier ser humano. Pero de todo ello quedó el acordeón, con el cual dijo que iba a tocar todas las músicas del folclore cubano, búlgaro y más allá.  

El amigo sacó una de esas botellas de ron que ya no se veían ni en fotografías. Una Mulata.

—Mira lo que tengo aquí.

—Esto sí que es un acontecimiento —dijo de todo corazón. 

—Mi hijo acaba de cruzar la frontera con Estados Unidos, ya está en Houston.

—Felicidades.

—Gracias. ¡Vamos a celebrarlo! 

—Claro que sí. Con alegría. 

—Y que Dios conceda los deseos de tu corazón, Raúl. 

—Que ya no son muchos, pero hoy comienza uno. Que Dios te de salud y largo vida para que disfrutes mucho y me cuides, de paso, el acordeón.

Y comenzaron a beber en pequeños vasos de cristal. Y a hablar mucho, sobre todo de esta situación de la cual nadie todavía sospechaba cómo salir. Así llegó la hora de la comida, pero ellos con su conversación ni se dieron cuenta. Mientras seguían pasando las horas y en la casa de Raúl se empezaban a preocupar porque no acababa de llegar, se hacía de noche, y querían hacer trato con él acerca de por qué no vendían ese acordeón que nadie sabía tocar y compraban una guitarra que Raulito aprendería a tocar, y con el dinero que restara resolverían lo que faltaba por pasar del mes.


Lien Estrada nació en Holguín, en 1980. Ha publicado el libro de cuentos Se busca otra plaza.

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