Para Susana Cossíos
Las noches de invierno en el refugio, a diferencias de las sombras, eran cortas.
¿Qué necesita un hombre para acabar en la fila de un albergue una hora antes de repartir el número de camas? Poco. O echar a un lado la sobriedad.
Después del baño obligatorio y la cena, antes de irse a dormir, la voluntaria leía historias que encendían la imaginación y revolvían el pasado. Historias que evocaban momentos en que aún no había llegado a la salida de emergencia. Al tobogán hacia los paraísos fugaces.
Leía, la mujer, de gente que llevaba una vida dura. Que buscaba la luz. Y la luz, por la que se iba, deshilachaba las tinieblas igual que en un melodrama.
Una noche le tocó el turno a un héroe terrible. Un jefe aborigen que, en algún lugar remoto, unía pueblos y gente en contra de los invasores que se habían adueñado de sus tierras. Eso sin contar que podía andar distancias olímpicas con un tronco apoyado en el hombro. El nombre del legendario caudillo era impronunciable. Eso era lo menos importante. Un nombre no hace a un titán.
La leyenda del líder y su pueblo, para los que la guerra era su elemento, lo caló hondo. Se pegó como la niebla tras la última botella. Los guerreros irrumpían en sus noches del refugio. Dejaban una estela de muerte guiados por el despiadado rebelde.
Pasó el invierno. Cerró el albergue. Desapareció la voluntaria. Pero el héroe y su gesta se resistían a abandonarlo.
El verano se adentraba en su esplendor. Merodeaba por la ciudad. Recibía dinero de la asistencia social. Pedía limosnas sin ansiedad. A veces, cuando estaba sobrio, recogía botellas y latas vacías. Comía y se bañaba en la Iglesia del Santísimo Dolor y, al final del día, se retiraba al mismo cubil del verano anterior.
Bebía. Fumaba. Inhalaba cualquier cosa barata. Sin misericordia.
La vida pasaba de fácil a aburrida e inútil sin que lo notase. Hasta que una mañana que andaba cerca del metro bajó a la estación McLaren y los descubrió. El hallazgo, añadido a su desconocimiento en materia de primeras naciones, selló el bautizo: La tribu McLaren.
Sus apaches estaban sentados en el suelo. El hombre que se encontraba en el centro, flanqueado de dos mujeres, seguro era el jefe. El grupo permanecía en silencio, medio ido como él a esa hora. Alrededor había termos, vasijas, restos de comida. Además de los recipientes para las limosnas. Los pasajeros que entraban y salían a veces dejaban caer monedas. En dependencia de su humor o su actitud ante la vida.
Los observó con detenimiento. No eran tiempos de conquistas de tierras y gente. Mas, algo le decía que en la menguada tribu aún subsistía una llama, sino de rebeldía, al menos de inconformidad. Una llama irresistible a la que deseaba ofrendar su cuerpo.
Se acercó al lendel que dejaba la talanquera de acceso al andén. Se sentó cerca del jefe y colocó su vaso para las dádivas entre los demás.
—¿Quién eres: Caballo Loco o Toro Salvaje?
El hombre hizo una mueca y continuó en su mutismo. Una de las mujeres soltó una risa burlona. Pluma de qué pájaro. Tuvo un escaso segundo para decidir. Pluma de Águila, se dijo.
—La tribu McLaren. Sí, señor, la tribu entera.
Ni Caballo Loco, o Toro Salvaje, ni Pluma de Águila abrieron la boca.
—¿Conocen la historia del guerrero que andaba semanas con un tronco sobre los hombros?
—Eso es mentira, la gente hace trucos todo el tiempo —dijo Caballo Loco o Toro Salvaje.
La tribu miraba a los dos hombres.
—Nada de trampas, Caballo Loco, eso pasó en Haití, me lo contó mi abuela —mintió decantándose por el país de sus ancestros y el primero de los nombres.
—Tú piensas que somos idiotas y que no vemos la televisión —dijo Pluma de Águila—. En Haití solo hay tipos como tú.
Ante las palabras del recién llegado y la salida de Pluma de Águila, el jefe se sintió retado delante de los suyos.
—Caballo Loco, una mierda, mi nombre es Charles Baptiste.
El grupo asintió. Era una buena respuesta.
—¿Y qué tal los ritos al creador y al dios de la lluvia? —Se esforzó para rescatar algo útil de la leyenda.
Caballo Loco se sacó el crucifijo por encima de la camiseta. La imagen del crucificado estaba cubierta por una pátina de churre.
—Aquí todos somos cristianos, así que lárgate.
El guardia que velaba por la seguridad de la estación se acercó.
—¿Pasa algo, Charly?
Caballo Loco señaló hacia él con la barbilla.
La otra mujer que escoltaba al jefe pateó su vaso. La calderilla se esparció por el suelo. A pesar del rechazo le gustó el gesto desenfadado.
—Tú eres Pocahontas —susurró.
El guardia desechó hacerle preguntas. Los mendigos y las relaciones entre ellos no eran parte de su trabajo. Miró con tedio el flujo de pasajeros a esa hora. Luego se dirigió al desahuciado.
—Por favor, déjelos tranquilos.
Observó el rostro cuadrado del guardia, pálido, recién afeitado. Y, siguiendo el consejo, se marchó sin recoger las monedas. A sus espaldas escuchó la risa de Pocahontas. Bastó ese instante luminoso. Su destino era formar parte de la tribu. En lo adelante haría lo indecible por granjearse su confianza. Por tener un lugar junto a Caballo Loco y su pueblo. No importaba que fuera diferente. A las revelaciones uno se entregaba. Ciegamente.
Durante varios días se limitó a vigilarlos. Colocados o borrachos advertía en ellos su propia incapacidad para adaptarse a las reglas más sencillas.
La tribu bebía cerveza. O lo que fuera. Desde que abría la estación ocupaban el sitio cercano a la talanquera. Algunas veces salían a fumar. Porros o cigarrillos. Los pasajeros iban y venían, dejaban caer monedas en las vasijas. Otras, Pluma de Águila, Pocahontas o alguna otra pedían limosna entonando una letanía que sonaba a canto de antepasados. Solo faltaban hogueras, tiendas y pieles secas como en las películas del oeste.
Un mediodía se apareció de improviso.
Pluma de Águila y Pocahontas se peleaban. Mientras, el jefe contaba unos billetes rugosos.
—¡Puta, te fumaste todo mi crack! —le reprochó Pocahontas.
—Charly me lo dio, él hace lo que quiere.
—¡El crack era mío no de Charly!
—¡Cállense, no me dejan contar!
Se sentó frente al jefe y puso a sus pies una bolsa por la que asomaba el pico de una botella grande de cerveza. Caballo Loco siguió contando ensimismado. Los ojos de las dos mujeres centellearon.
—¡Desaparece o llamamos a la policía! —dijo uno de los hombres de la tribu.
En lugar de insistir, estiró la mano para recoger la botella, pero Caballo Loco se lo impidió.
—La cerveza se queda.
Al menos habían aceptado el regalo. Sin objetar la decisión y maravillado por el carácter del jefe se marchó poseído por una idea.
Esa noche se fue a la calle Britten. En el patio de un bar de mala muerte estaban las chicas de siempre. Convenció a una para que lo acompañara.
Bajaron las escaleras y la desconocida tomó sitio entre los miembros de la tribu McLaren. Chantal, venida de Puerto Príncipe, se había rapado y teñido de rubio y tenía un diente menos que el año pasado. Pluma de Águila y Pocahontas la examinaron burlonas. La primera le acarició el brazo desnudo y lustroso, y se miró los dedos en busca de una mancha oscura. Chantal rio con la broma y repartió chicles a su alrededor.
Caballo Loco esbozó una sonrisa. Su rostro parecía un pañuelo arrugado y sucio.
Contrario a él su amiga les gustaba. Chantal había aceptado irse con el jefe dos noches por cien dólares. A cambio debía convencerlo para que él fuera aceptado. Aunque no entendía el extraño deseo, el dinero suplía la ausencia de conocimiento.
Los Mc Laren mascaban chicle.
Las chicas de Caballo Loco rodeaban a Chantal.
Él se alejó hacia el territorio del mendicante del cartel. El indigente acechaba receloso a los transeúntes. Su anuncio exhibía una verdad absoluta y una confesión improbable: "La amabilidad no es una debilidad"; seguida de: "Me falta un riñón".
Ante la irrupción de un intruso, el hombre lo encaró hosco y él fue incapaz de extender su vaso a los que pasaban. Se limitó a hacerle un guiño sin dejar de mirar a Chantal.
Era de suponer que la gente huiría del pordiosero y su mensaje. He aquí un idiota que ni siquiera sabe pedir dinero. En ese instante, para su sorpresa, una anciana puso un billete de diez dólares dentro de la gorra. Él también podría escribir un anuncio parecido. Se preguntó de qué órgano podía prescindir. Era demasiado. Aparte, su vida estaba signada por un nuevo destino.
—¡Vete! ¿No ves que estoy trabajando?
Iba a responderle como merecía, pero la cercanía de los guardias lo hizo desistir. Una vez fuera de la estación buscó un lugar entre los que pedían dinero en la acera.
Pasadas dos noches regresó por Chantal. La mujer ni había ido con Caballo Loco ni había intentado mediar por su inclusión en la tribu. En su opinión Charly y él estaban locos. Sí, había dicho Charly como las mujeres y el guardia. Tampoco entendía su obsesión por andar entre aquellos piojosos. Él protestó. Le había robado y, encima, los denigraba. Le exigió que le devolviera el dinero y ella amenazó con llamar a Papi.
Apenas invocado el nombre apareció un gigante con cara de presidiario que lo arrojó del bar a empellones. Detrás del matón Chantal gritaba ofensas y gesticulaba. En un intento de retribuir a la violencia quiso agredirlos a ambos.
Los efectos del alcohol amortiguaban el dolor de las patadas. Era una manera brusca de saberlo: las trabajadoras de Britten no andaban por su cuenta. Nunca más.
La canícula emparejaba en crueldad con el invierno. Una ola de calor golpeó la ciudad. Mendigos y ancianos enfermos morían deshidratados. El territorio del hombre que decía faltarle un riñón fue ocupado por una musulmana que usaba un bastón.
El calor extremo se cebaba con los más débiles. Sin embargo, ellos no morían. Ni la tribu ni él.
Que no insistiera en sus ansias no significaba que hubiera abandonado la idea.
Ni las ofrendas del alcohol ni Chantal habían funcionado. El recuerdo de la pelea entre Pluma de Águila y Pocahontas por el crack lo hizo acudir a un nuevo y desesperado recurso. Un boleto al Edén.
A falta de dinero para hacerse de algo decente se conformó con unos barbitúricos vencidos. Se los entregó a Pocahontas y fue a pararse cerca de la musulmana que ocupaba el lugar del hombre que adolecía de un riñón. En cualquier momento lo llamarían. Estaba convencido.
La mujer también tenía un cartel. Su cuerpo no cesaba de balancearse hacia delante y hacia atrás. Si al parecer no le faltaba ningún órgano, era refugiada y madre de dos niños. Y lo más acuciante: ¡tenía hambre! Partía el alma. Por eso los viajeros la evitaban. El movimiento compulsivo del torso delataba que era de las que mendigaban bajo el frío, y que apelaba a este recurso para calentarse lejos de los orificios por donde brotaba el vapor de la ciudad. Su escudilla estaba vacía. En cambio, era obsequiada con frutas y sándwiches a los que no prestaba atención. Meditó sobre el cartel. El "tengo hambre" echaba por tierra la gestión monetaria. Entre la vasija y la aseveración los pasajeros optaban por lo segundo. Si quería dinero no debía confesar que estaba hambrienta: regla de oro del manual del limosnero. Por eso, en términos financieros, el reemplazo no era exitoso.
Un grupo de jóvenes cruzó la barrera. El que llevaba una pelota de baloncesto dejó caer unas monedas en su vaso. Dejó cincuenta centavos en la vasija de la mujer y, como nadie lo requería, se marchó por un café.
Esperó al otro día y se dirigió a la estación. ¿Adónde se había ido la tribu? La pandilla del Manco y La Serpiente había tomado su sitio. Los conocía del refugio. Un perro dormitaba con la cabeza recostada en el muslo de La Serpiente.
Al Manco le faltaba el brazo izquierdo hasta arriba del codo y su voz era gruesa, amenazadora. La Serpiente tenía el rostro tatuado y usaba aros expansivos en las dos orejas, huellas de una ajetreada vida. Los dos eran violentos. En varias ocasiones los habían echado del albergue por altercados entre ellos o con alguien del personal. Jamás asistían a las lecturas de la voluntaria.
El Manco y sus acólitos no pedían dinero ni husmeaban en la basura en busca de latas y botellas tan apreciadas en los supermercados. Sus energías las dedicaban a robar bicicletas, que vendían a estudiantes y músicos callejeros, y a conquistar territorios donde medrar hasta la medianoche.
Los McLaren no estaban. Los guardias tampoco. La musulmana había desaparecido.
—¡Vete de aquí! —gritó El Manco.
La Serpiente movió las piernas. El perro despertó, agitó la cola y fue hacia él. El Manco lo haló por la cuerda y lo obligó a echarse.
—¿Y la tribu?
—Te podemos hacer lo mismo —lo amenazó la Serpiente—. Mejor te largas.
El Manco se puso de pie. Una de las mujeres se puso de pie. La Serpiente se puso de pie.
El perro, quizás porque estaba hastiado de la vida que llevaba con sus amos, paró las orejas atento.
Él retrocedió unos pasos. Los suficientes para no ser alcanzado si decidían agredirlo.
—¡Hijos de puta, eso es lo que son!
—¡Piérdete, negro! —gritó la mujer con voz áspera de fumadora irremediable. Las dilatadas venas del cuello palpitaron con el alarido.
Caminaba sin rumbo. Sentía que sus posibilidades de ser acogido por los McLaren se esfumaban para siempre. Buscó y buscó. Hasta que una tarde los vio reunidos bajo la estatua de un soldado en el paseo de la bahía.
Caballo Loco tenía la mano vendada y Pluma de Águila el rostro amoratado. El resto exhibía magulladuras y cardenales. El jefe hizo un gesto indiferente, y él se sentó a su lado.
El soldado llevaba un fusil terciado y un estandarte entre las manos. Una paloma cagaba encima del casco de bronce.
El calor era insoportable. Bebió de su botella de agua. Las ramas de los árboles apenas se movían.
Se percató de la ausencia de Pocahontas.
—¿Y la otra mujer?
—Está en el hospital —respondió Pluma de Águila—. O tus pastillas eran una mierda o tomó demasiado enjuague bucal.
—¡Cállate! —ordenó Caballo Loco y se volvió hacia él—. Wendy estaba triste porque ellos nos atacaron.
Era la primera vez que el jefe le dirigía la palabra sin ofenderlo. Ahora lo sabía: Pocahontas se llamaba Wendy, y El Manco y La Serpiente los habían emboscado cuando se retiraban al refugio. La rapidez y ferocidad de la agresión había impedido la resistencia.
El Manco había sido claro. O les dejaban el lugar o volvían a agredirlos.
Los invasores venían del norte de la ciudad. Habían bajado hacia McLaren después del cierre del mercado de Russell Park. Caballo Loco se lamentó de la pérdida de sus territorios.
Evocó la pureza de la leyenda del caudillo. Miró al cielo. El azul y las nubes, alterados por el efecto del alcohol y las tabletas, eran la raja por la que se despeñaba hacia el comienzo del mundo. Aguijoneado por la extraña visión tomó una decisión.
Sabía dónde dormían los invasores. Pasada la medianoche los encontró echados en sus esteras y sacos de dormir en el patio de un edificio clausurado. Cerca había dos bicicletas recostadas a una pared.
El Manco roncaba como hablaba.
Solo el perro estaba despierto. Lo llamó bajito y vino hacia él arrastrándose. Le acarició la cabeza y el hocico. Su lengua era tibia, pegajosa. Un chorro de orine se extendió entre las patas. Abrió el recipiente de gasolina y la derramó sobre el lomo. El perro gimió quedo sin presentir el peligro. Él encendió un fósforo. El animal aulló, dio un respingo enloquecido y huyó ladrando convertido en una llamarada viviente.
Nadie se despertó. Seguro se habían acostado borrachos y drogados.
Después les tocó el turno a los hombres. Deshizo el envoltorio de periódicos, sacó el fierro y avanzó entre los durmientes. Él también podía ser un héroe terrible. Rugió en medio de la noche.
La carne cedía fácil bajo los golpes de su arma. Los gritos y la sangre sucedían a los quejidos.
Desde algún sitio llegaban los aullidos.
El Manco y los demás lograron escapar. Todos menos La Serpiente, que yacía en el suelo intentando esquivar los mandobles.
Dejó de pegarle y le oprimió el cuello con la zapatilla.
—¡Esas tierras no son tuyas! ¿Entiendes? ¡Tienen que devolverlas!
La Serpiente abrió los ojos. Negó con la cabeza. Él apretó aún más el cuello y buscó en sus bolsillos la cuchilla multiusos. La había olvidado. Era el inconveniente de estar ebrio o en plena subida o bajada de un viaje. Se colocó encima del hombre. Le inmovilizó los brazos con sus rodillas y le sujetó fuerte el cuello con el arma. No había que ser un sabio para comprender que con aquel rostro no se llegaba muy lejos en la vida. Los lóbulos colgaban alrededor de los aros. Rechinó sus dientes. Había hecho cosas peores.
Los gritos de La Serpiente retumbaron en la oscuridad del patio.
Escapó en una de las bicicletas.
Por motivos de seguridad se ocultó durante tres días. La mañana del cuarto se dirigió a la estación.
Caballo Loco le hizo espacio entre él y Pluma de Águila. Pocahontas había salido del hospital. Sus mejillas estaban radiantes y no paraba de sonreír. Puso la bolsita junto a las rodillas del jefe. Caballo Loco la abrió con parsimonia. Los aros rodaron por el suelo. El jefe los ensartó en uno de sus dedos del medio. Observó la imagen fálica satisfecho.
Pocahontas se acercó.
Alguien le alcanzó una lata de cerveza.
Pocahontas y Pluma de Águila se arrebujaron contra él. El jefe levantó la cabeza, entornó los ojos y murmuró algo incomprensible.
Francisco García González nació en Caimito, en 1963. Sus últimos libros publicados son los libros de cuentos La cosa humana (Oriente, Santiago de Cuba, 2010), Todos los cuentos de amor (Letras Cubanas, La Habana, 2010), la novela Antes de la aurora (Linkgua, Miami, 2012) y el libro de cuentos Nostalgia represiva (Casa Vacía, Virginia, 2020).