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Narrativa

Karaoke

'Eso de nueva terapia no les da buena espina, pues temen que Ana Karenina se convierta en algo peor que un caníbal: un asesino en serie de asesinos en serie.'

Montreal
Micrófonos de karaoke.
Micrófonos de karaoke. Visit Dublin

 

                                                                                                                 Para Eliecer Jiménez Almeida

El karaoke no solo nos hará disfrutar momentos inolvidables, sino que además nos hará más saludables y felices.
                                  
Internet

 

La noche pasa de especial. El sitio rentado es el salón de una modesta peluquería. Sí, señora, la celebración navideña del Club de Amigos del Pastor Afgano, le dijo Ana Karenina a la dueña. En la ornamentación no faltan ni corona ni árbol cuajado de luces y regalos ni velas aromáticas y menos el nacimiento diseñado por George Washington.   

En medio del recinto se encuentra la mesa rebosante de exquisiteces.

El ambiente íntimo sugiere la velada perfecta sellada con la nevisca que cae afuera.  

Los cinco hombres sentados frente al televisor han adoptado el nombre de su personaje favorito. Solo se conocen a través del alias de marras. En la pantalla aparece una fotografía enviada por un anciano a sus nietos desde una cárcel federal. El apacible abuelo permanece de pie junto a un cerezo. El inquilino del corredor de la muerte sonríe. No importa que el milagro del perdón le sea esquivo. Sobre la imagen corren los créditos.

Es costumbre comenzar las reuniones con algún material didáctico de interés común. El documental seleccionado por T-1000, se titula El segador de Watertown: la historia de un asesino en serie que despachó a más de 15 prostitutas en diez años.

—Vaya chapucería, desde Chikatilo no veía nada igual, por un momento pensé que era un falso documental —dice Hamlet—. Y esos cadáveres mal enterrados en el hielo, ¡qué pésima gestión de desechos!

—Como si el invierno fuera eterno y no existiera el cambio climático —asevera Ana Karenina mesándose la barbilla.

—Y ni una pizca de respeto por las víctimas ni por la policía, hasta resulta divertido —dice Máximo Décimo Meridio—. El vejete no parece haber aprendido mucho de la vida.   

—Es raro que hayan demorado tanto en dar con él —observa Hamlet—. En realidad, debieron atraparlo desde el primer churro.

—Sin embargo, es impresionante el avance de la criminalística —dice George Washington mientras llena las copas de T-1000 y de Hamlet—. Lámparas ultra-no-sé-qué, cromatógrafos de gases, genética, localizadores, odolorogía, parece cosa de ciencia ficción.  

Es cierto, los avances de la ciencia contra el crimen son de cuidado. A pesar de la demora en capturar al chapucero de Watertown.

T-1000 se dirige a la ventana. La acera y la calle están cubiertas por un velo blanco, pulcro. Suspira, sintoniza la radio. Los acordes de "Jingle bell" invaden el local.

—Es la tercera vez que lo veo y me sigue pareciendo horrible. ¿No se fijaron en la absurda cantidad de planos en contrapicado y tomas de pájaros, flores y mariposas? Para no hablar del abuso de la cámara lenta y el blanco y negro para resaltar los flashback.       

Los demás no se han percatado, pero igual asienten. Son cosas de T-1000, crítico de cine en el pasado.

—Esas partes actuadas, qué barbaridad. Como docudrama es fallido. Lo único decente es el inesperado sentido de humor del detective de Watertown.   

Realmente la manera en que T-1000 consume los títulos seleccionados los abruma.  

—Me han dado ganas de escribir una reseña para evitarles la pérdida de tiempo a la gente.

—Eso sería genial, maestro —dice Hamlet entusiasmado—. Es lo menos que merece el chapucero de…   

—Waterfall —responde George Washington.

—Watertown —aclara Máximo Décimo Meridio—. Una vez estuve allí instalando unas antenas. Ni siquiera había un bar decoroso.

La mención de un bar hace que Ana Karenina se anime a descorchar una botella de Casa Madero, merlot sedoso al paladar, y brindan por la bonita reunión que van teniendo.  

La radio desgrana un arreglo en bossa nova de "El niño del tambor".

Ana Karenina se mira las manos.

—¿Vieron las manos de ese matarife? Con esas zarpas solo se puede hacer eso: chambonadas. No todo el mundo es Thelonious Monk que le veías las manazas y te preguntabas: "Dios mío, ¿cómo puede tocar con esas garras?".

Ana Karenina tiene razón y se alegran de que el psicópata esté a la espera de la inyección.   

—La próxima prometo traerles algo mejor. Preferencias: ¿Las cintas de Ted Bundy o El Ángel de la Muerte?

Ríen con la broma de T-1000. Si de alguien abominan es de Ted Bundy, un narcisista con ínfulas de abogado y eterno universitario. ¡Bien frito estaba!

En cuanto a El Ángel de la Muerte, con una vista bastaba. No obstante, había desatado una inusitada polémica. Eso de las asesinas en serie no va con ellos, por mucho que intenten adaptarse a los tiempos que corren. Exterminar seres humanos de manera exitosa es asunto del patriarcado, no del bello sexo. ¿No bastan la igualdad salarial y de oportunidades y, encima, desean usurpar un oficio que no les corresponde? Por suerte, no todo estaba perdido. Ahí tienen el ejemplo de George Washington que una madrugada exterminaba a un incauto taxista, cuando reparó en que muy cerca alguien masacraba a un policía. Se trataba de una mujer. George Washington continuó sin dejar de mirarla. Ella tampoco. Mataban y se miraban que daba gusto. Pasados tres meses contrajeron matrimonio, y George Washington se las arregló para que abandonara su carrera y se convirtiera en una esposa extraordinaria.

Cierto que están los casos de la Bathory y Enriqueta Martí, pero dos golondrinas no hacen un verano, y la ineptitud exhibida por la enfermera Molly M., heroína de El Ángel de…, demostraba que las mujeres aún no estaban preparadas. Quizás en un futuro. No hoy.   

Los miembros del club, que no es del pastor afgano, se sientan a la mesa. Popurrí del ballet Cascanueces. Brindis por largas vida y muerte. Vidas las suyas. Muerte la de los otros. Luego quedan inmersos en un denso mutismo. El motivo es común. Viven momentos extraños. La sociedad ha dejado de ser más o menos razonable y eso los pone en peligro casi a diario.  

—Quiero contarles algo —rompe el silencio Máximo Décimo Meridio—. Hace poco, para satisfacer un viejo deseo, me disfracé de payaso y me fui a los suburbios. Apenas caminé unas cuadras y unos chiquillos me arrastraron hacia una fiesta de cumpleaños, al fin había llegado Fetuccini. Las bestezuelas intentaban arrebatarme la nariz y sacarme los zapatones.

Los demás sienten en sus cuerpos la violencia ajena. Si en algo coinciden es en mantenerse lo más alejados posible del mundo infantil.

—Bueno, puede suceder —interrumpe George Washington—. No es para tanto, basta con que te disfraces de payaso y adiós al comandante gladiador.  

Máximo Décimo Meridio sonríe con expresión de qué narices saben ustedes.

—Es tan cierto como ver tu cara, y no la de Donald Trump, en el billete de un dólar, pero lo que sucedió después fue sin dudas siniestro.

Los estómagos se estragan. Si a uno de ellos le sucede "algo siniestro" deben escuchar.

—Cuenta, gladiador —apremia Hamlet mordisqueándose la uña del pulgar derecho—. Tu historia es mejor que el documental ese.

—En medio de la algarabía el dueño de la casa me llevó aparte y me preguntó si yo era el payaso o un asesino en serie, pues él era youtuber y tenía un canal especializado en el terror en la vida real. En caso de ser lo segundo, me largaba o llamaba a la policía. Quería decirle que me encantaba su chifladura, pero no podía mover los labios.   

Más suspense.

—En eso apareció el verdadero Fetuccini y, en un descuido del youtuber, pude escapar.

—Más que siniestro —admite T-1000 y agita su mano en señal de espanto.

Los demás lo imitan.

El viento helado ulula afuera.

—A mí tampoco me ha ido mejor —dice Hamlet—, si bien no he tenido un mal año.

—No entiendo —reflexiona George Washington—. O es una cosa o la otra.  

Consenso general, desean saber de qué habla. Hamlet saborea una pequeña pieza de chocolate con trufa acompañada del merlot: combinación digna de publicidad.

—Ustedes saben que los feminicidios me hacían levitar, a razón de 15 por año cuando no caía en depresión.

Sí que lo saben.

—Pues eso se fue a la mierda.

—¿Gas pimienta? ¿Artes marciales? ¿Localización telefónica? —indaga Décimo Máximo Meridio.

—Agrega a tu lista drones, chips subcutáneos, redes satelitales, alexas, los medios desaforados a la caza de noticias sensacionalistas, el ensañamiento de las cortes de justicia, además del montón de estrés que provoca todo eso. —reconoce Hamlet—. Y aquello de irme a México lo pagué bien caro el año pasado cuando me asaltaron y me dejaron encueros con dos costillas rotas. Qué horror de país. De milagro estoy vivo. En fin, he tenido que reorientarme y, gracias a la homeopatía, los célibes involuntarios se han pintado solos.

¿Célibes involuntarios? Era increíble que a ninguno se les hubiese ocurrido cebarse contra aquel estrato de resentidos inútiles que ni siquiera sabían procurarse una mujer. A los que la evolución los había echado a un lado de manera natural.

—Confieso que descubrirlos, acecharlos y darles caza, siempre de manera creativa, tiene su sabor y eso me ha devuelto la paz, además de ayudar a la sociedad, por supuesto.

La palabra sabor desencadena una revolución en el hipotálamo de Ana Karenina. Toma la lonchera que tiene su nombre en una pegatina, saca un bistec y lo ataca tenedor y cuchillo en ristre.  

—¿Gustan? —invita espléndido—. No es lo que piensan.

Declinada la oferta los otros van a por el buffet. Entre tragos y comestibles espantan la perturbadora visión del organizador de la velada devorando el bistec.  

—Es carne de cerdo —dice y exhibe la pieza para que vean la textura—. No se imaginan el tiempo que hace que no…, ustedes saben. La gente está cambiando la dieta y no sale de los gimnasios.  

Lo admiten: La vida frívola se dispara y eso lo jode todo.

—No se imaginan cómo sabe la carne de un vegano, el último que metí en el refrigerador me duró un año. Y si es un adicto al gimnasio igual, pura bazofia incomible. Mis hábitos se han ido al diablo, y si no fuera por las terapias del doctor Bellingham estaría en un manicomio.  

Esto último los hace reír nerviosos. Sin embargo están de acuerdo: siempre pueden acudir al preciado especialista.     

—¿Y qué haces, Ana, vas al supermercado? —pregunta T-1000.

Ana Karenina sonríe, deja el tenedor encima de la mesa, mira hacía el árbol navideño.

José Feliciano canta "Feliz Navidad".

—Hace seis meses que solo asesino cerdos —dice como si se quitara de encima un bloque de diez toneladas ante las miradas de pánico de sus colegas—. Sí, de las granjas vecinas. Los dueños piensan que son los coyotes. El doctor dice que es normal resistirse a los cambios. La semana pasada comenzamos una nueva terapia destinada a encontrar motivaciones diferentes.      

Eso de nueva terapia no les da buena espina, pues temen que Ana Karenina se convierta en algo peor que un caníbal: un asesino en serie de asesinos en serie.

—No pongan esas caras, esperen al próximo año, Bellingham y yo somos optimistas.  

Dicho esto hay risitas forzadas y falsos suspiros. Alguien abre un cabernet Tinto Balero firme de alcohol. No importa que la sociedad se transforme, la cuestión es superarse. Esta es una Navidad diferente y el espíritu de la celebración comienza a hacer de las suyas.

—Me da vergüenza reconocerlo —admite T-1000—, pero me va mejor que nunca. Jamás pensé que la esperanza de vida iba a aumentar tanto. Desde que asesiné a mis cuatro abuelos, y a dos de los de mi mejor amiguito, hasta la fecha las estadísticas hablan por sí solas. Tengo para escoger, es una delicia el envejecimiento poblacional.

Los demás sonríen.

—Si desean pudieran probar, quién sabe, a lo mejor les resulta atractivo.

Ana Karenina que era caníbal, y Hamlet que asesinaba a célibes involuntarios, y Máximo Décimo Meridio que era el azote federal de paseantes nocturnos de perros prometen tenerlo en cuenta.  

—Gente, por ahí van los tiros, deseo confesarles algo que tiene que ver con eso de los cambios —dice meditabundo George Washington.

—¿Tú también, querido George? —pregunta Ana Karenina.

—Quiero que sepan que mi vida ha cambiado de manera radical, ardía en deseos porque llegara Navidad para compartirlo con ustedes.

Las bocas cesan de masticar. Escancian las copas. En la radio se escucha "Santa Claus Is Coming to Town".

—Estaba a punto de desplegar mi colección de cortaúñas y agujas para extracción ocular cuando me fijo en que la criatura que intentaba asesinar no distingo si es hombre o mujer.

Gestos y sonidos de asombro.  

—Entonces se me caen los instrumentos de las manos y le pregunto qué es y lo que escucho a continuación me deja de una pieza, saben cuánto me afecta no saber dónde piso.

—¿Qué era George? —suplica Hamlet.

—Acaba de decirnos —insiste Máximo Décimo Meridio—, por favor.

—Soy un no binario, me dijo, que oscila entre la pansexualidad, la sexualidad fluida y el poliamor, eso intentaba llevarme por delante.     

—Jesús, ¿de qué demonios hablas? —desfallece Ana Karenina.

—¡Madre mía! —dice Hamlet sorprendido.

—Acabamos en un bar, necesitaba que me revelara hasta el último detalle… ¿y saben qué?  

¡No sabían!

—Les presento al primer panasesino en serie que ha optado por la fluidez.

En medio del general mutismo T-1000 se pone de pie y comienza a dar vueltas por el salón a grandes zancadas.   

—Sí, y la fluidez es la experiencia más cercana al arte que puedan imaginarse. Hoy me voy con una anciana, mañana con un chofer, pasado con un borracho, luego con un afrodescendiente o una camarera trans. Asesino a la persona y ya. Y nada de cortaúñas o agujas, me viene lo que sea, un cuchillo, una bolsa de nylon o una sierra. En fin, un quebradero de cabeza para la policía. Fabuloso ¿verdad?

—A mí me parece camaleónico —sentencia Máximo Décimo Meridio—. Aunque entiendo que no deja de ser retador.

De afuera llega el ruido de una barredora de nieve. ¿Quién trabaja en una noche así? Después se irrumpen las notas de "Frosty the Snowman".  

Nadie se atreve a decir nada tras la confesión de George Washington, panasesino en serie fluido.

Falta una hora para la media noche. Momento justo para comenzar el ritual anual, y que desean ejecutar lo más rápido posible para entregarse a lo que hará memorable el festejo. Ana Karenina y el panasesino fluido se dirigen al garaje. De vuelta traen a un hombre atado a una silla de ruedas. El secuestrado está sedado y tiene la boca tapada con cinta adhesiva. En unos minutos caerá en el sueño eterno gracias a las maravillas de la técnica.

¿Quién será el afortunado? Meten los cinco papelitos en un frasco. Cuatro en blanco y uno que reza: "¡Feliz Navidad!". Cada uno toma el suyo y lo abre. T-1000 se deja abrazar y abraza también.

La víctima, aturdida, sigue la ceremonia.

Ana Karenina abre una caja alargada y aparece una sierra eléctrica. El elegido debe exhibir sus habilidades. T-1000 admira la belleza de la máquina. El hombre intenta gritar. El alarido queda atrapado tras la cinta. El ganador acciona el botón rojo. Por favor acaba rápido: el verdadero deleite de la noche aguarda. T-1000 insiste. La máquina está muerta. Víctima y elegido sudan copiosamente.

—¿Dónde está el catálogo de esta mierda? —pregunta a Ana Karenina que en un despiste imperdonable lo ha dejado en casa.

El hombre observa el artilugio. Sabe que para hacerlo funcionar se necesita acceder al sitio de los fabricantes y luego, desde allí, bajar una aplicación. Solo entonces, echará a andar activado desde un celular. Y, aunque es algo sumamente complicado para sus captores, gente incapaz de ir a internet a consultar un tutorial, siente el orine correr entre sus piernas.  

Los miembros del club discuten. ¿Deben cambiar de herramienta, repartir los regalos o perdonarle la vida al desdichado? Lo que sea menos posponer el karaoke. Es la primera vez. Y para el excitante momento disponen entre el repertorio de "Killing Me Softly", versión en español por Omara Portuondo, canción favorita de Ana Karenina, que ni es mujer ni se llama así.

 

Montreal. Agosto-noviembre de 2021/Marzo de 2023


Francisco García González nació en Caimito, en 1963. Sus últimos libros publicados son los libros de cuentos La cosa humana (Oriente, Santiago de Cuba, 2010), Todos los cuentos de amor (Letras Cubanas, La Habana, 2010), la novela Antes de la aurora (Linkgua, Miami, 2012) y el libro de cuentos Nostalgia represiva (Casa Vacía, Virginia, 2020).

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