Back to top
Narrativa

Ocho apellidos quebequenses

'Si vamos al infierno, nos estará esperando Céline Dion, nuestra condenación será pura música en francés. No lo olvides.'

Montreal
Céline Dion.
Céline Dion. Vanity Fair

 

                                                                                        Quebec is no Louisiana. F.L.

 

El barco es el San José.

La lengua es el francés.

La bandera que ondea en el mástil es la insignia de Quebec.

La historia transcurre en el futuro. Cercano. Tanto que pareciera que ya sucedió.

El bou de la compañía Grande-Riviere, a cargo del recio capitán Guy Tremblay, es un pesquero de 20 toneladas. En un tiempo se dedicaba a la captura de ballenas e inmigrantes en el Golfo de San Lorenzo.    

Hoy el San José se ocupa de la pesca de un producto extinto e invaluable: el plástico. La única dificultad son las incrustaciones de peces y mariscos en las cargas atrapadas por la red de arrastre. Una tonelada contaminada pierde un cero punto dos por ciento en la bolsa de Montreal. Amén de los riesgos para la salud provocados por la tarea de raspado y succionado de adherencias.  

Noche de bruma. Mar agitado. Nada con lo que no pueda lidiar el impertérrito capitán Tremblay. Por increíble que resulte lleva un parche en el ojo y un loro posado en su hombro. La ceguera es falsa. Sin embargo, Charles Benoit, el pájaro, es egresado de la Escuela de Pesca de Quebec. Ambas posesiones infunden confianza en la dotación.

El resto de la marinería se ha retirado a sus camarotes tras la cena. El poutine preparado por Louis Pelletier, cocinero y experimentado pescador, ha desatado el sueño entre los tripulantes. El plato, acompañado de generosas cantidades de vino provincial, es de pesada digestión. De ahí los inaplazables bostezos y deseos de dormir.     

El impávido capitán ve conejos saltar por encima de un zarzal en medio del océano. La visión lo distrae de su deber a cargo del timón. ¡Hostia! ¡Cáliz! Las palabrotas provenientes de la liturgia católicas, son un ejemplo de la riqueza del habla en esta parte del mundo. El loro le picotea la cabeza. Vaya, se ha quedado dormido, cosa poco frecuente en su desempeño de guardián del rumbo del bote que sea.     

Ahora lo recuerda, los conejos hablaban inglés.

El capitán observa la ecosonda, la brújula, las pizarras que indican los latidos de su corazón y su temperatura rectal. Todo en orden. Ha sido del poutine. Necesita una taza de café. De ese grano que, molido junto a igual cantidad de flor de lis, deleita y amarga mañanas y días quebequenses.

El ducho piloto suelta el timón, estira sus brazos hacia arriba, hacia delante. Se quita la gorra y rasca la frente.

–¡Gagnon! –grita por el intercomunicador– ¡Tabernáculo! (Otra vez la jerga católica) ¡Súbame un café que me muero de sueño, cáliz!

Gagnon despierta de un sobresalto. ¿Soñaba? Más bien era una pesadilla. Estaba en una escuela y debía pasar un examen de inglés, idioma que detesta y apenas domina. En el momento en que el maestro anunciaba que los reprobados serían enviados al infierno y allá, por si no lo sabían, solo se habla inglés, rugió la voz de Tremblay en la bocina del camarote. Seguro fueron el poutine y el vino, piensa mientras se viste.

Gagnon retira el envoltorio de una pastilla de tabaco. Comienza a mascarla despacio, y se dirige a la cocina por el estrecho corredor. Pega su oído en la puerta del camarote de Étienne Paquette. Silencio. El gigante duerme. Gagnon suspira. Maldice bajito: ¡Hostia! Gagnon es una mujer y ama en secreto a Paquette, el hombretón al que un día le rompiera la nariz.

Esta tripulante que masca tabaco y blasfema no es el caso de una mujer que se confunde con un aterrador ejemplar del sexo opuesto. Tampoco es la chica ruda que se hace de un puesto luego de vencer a la marinería en un cotejo de pulsos en un bar del puerto. Monique Gagnon obtuvo su plaza en el bou gracias a su triunfo en un concurso de belleza. La señorita Chicoutimi del año anterior recibió el máximo galardón del certamen: una colocación en uno de los buques de la Grande-Riviere. Y así fue como la agraciada mujer descubrió sus habilidades para lidiar con el macherío? —¡Que lo diga Paquette!— y su talento para la captura del plástico.

En la cocina prepara la cafetera.  De repente se da la vuelta. Recostado en el vano de la puerta está Paquette.

—… no fue mi intención seguirte —a diferencia de su anatomía su voz es apagada, lastimera—… no podía dormir, tuve una pesadilla…

Gagnon le da la espalda. Cierra los ojos conmovida. La cafetera puede derramarse en un descuido.

—¿De nuevo tuviste ese estúpido sueño del examen de inglés y el infierno?

—Ajá… —balbucea Paquette frotándose la deformada nariz.

La tarde en que la señorita Chicoutimi se presentó a la tripulación, y extendió su mano a Paquette, el gigante osó besársela, y recibió un puñetazo limpio. Sangriento. Y como es de los que no soporta la vista de la sangre, el marino se desmayó. Después entre faena y faena, de alguna complicada manera, la mujer se enamoró de Paquette. Es un amor tácito. Recíproco.  

—Es un sueño tonto —dice cortante—. Mi abuela decía que esa pesadilla solo la tienen los hombres quebequenses de los 35 en adelante.

—Bueno… —murmura culpable el fortachón—. Y si es verdad que en el infierno nada más se habla inglés y si por casualidad voy a parar allá… y no entender nada de lo que me dicen…

Gagnon ríe. Arroja un oscuro salivazo en el fregadero.

—Si vamos al infierno, nos estará esperando Céline Dion, nuestra condenación será pura música en francés. No lo olvides.

—Creo que confundes el infierno con el paraíso… —dice Paquette avergonzado por contradecir a Gagnon.  

—En cualquier caso estaremos muertos —se burla Gagnon.

—No digas eso… —no sabe cómo decirle, hasta que suelta—, compañera.

La mano de la mujer sufre un ligero temblor. Logra dominarse, a pesar de la agitación en el estómago. Termina de preparar el café. Gagnon aspira el aroma de la bebida humeante. Bien cargado como le gusta el capitán, el viejo lobo sediento de vigilia y bancos de plástico.  

—Acompáñame arriba, si no tienes sueño, claro.

Paquette acepta y retoman el estrecho corredor en busca de la escalerilla.    

En el camarote cercano a la gradilla Yves Belanger permanece despierto. Su insomnio es a prueba de la triada que rige la vida del San José: poutine, alcohol y cansancio. La jornada ha sido dura. El maestro en manejar güinches y cables no hay noche que no lo aqueje el desvelo.

Mientras los otros sufrían pesadillas Belanger leía una extraña historia publicada en Obscena (mantener lejos del bello sexo), una popular revista para hombres, publicada en Montreal en la primera mitad del siglo XIX, en tiempos de la barbarie. Aquel en que las mujeres eran discriminadas y apenas poseían algún derecho que no fuese el de ser explotadas en ambas lenguas. El magacín, además de grabados explícitos, recoge artículos sobre la epopeya del francés en la provincia. La historia va sobre la primera vez que se llevó a votación el tema del uso del francés.   

La señora Odette Marois, profesional sindicada a una casa de citas montrealense, no era una trabajadora cualquiera. La regordeta Marois tenía dos vaginas. Raro, pero la naturaleza puede ser así de caprichosa. La posesión no hubiese pasado a mayores si ambas no tuviesen el don del habla. Una en francés, la otra en inglés. Durante las pausas de Marois ambos órganos no cesaban de discutir, sin que ninguno comprendiese al otro. Tópico: la tensa relación entre las dos lenguas que dividían a Quebec. Asunto que le importaba menos que una excursión al Sahara en verano.

Como Marois era la mayor atracción del local tenía muchísimo trabajo y constantemente necesitaba reponer sus fuerzas. Algo imposible a causa de la vaginal diatriba. Entonces su rendimiento comenzó a decaer y, ante el temor de verse en la calle sin dinero, consultó con el dueño de la casa, un chulo de la peor calaña, el que tuvo la idea de convocar a un repugnante referendo. El proxeneta eligió a siete clientes los cuales votarían por su vagina favorita. La cuestión idiomática se mantuvo en secreto. La francófona resultó la ganadora en un cerrado cuatro contra tres, y su vecina tuvo que acatar el resultado según lo pactado.   

Marois, que no hablaba inglés, vio en el triunfo una lección de legitimidad. Ahora las charlas eran entre la profesional y su francovagina. A la vez que la derrotada se limitaba a recitar en solitario el monólogo de Hamlet.     

La historia conmueve a Belanger. ¿Se trataba de un hecho verdadero o era una invención del gacetillero que firmaba el texto? Menuda la tuvo esta señora, con gusto la hubiese rescatado de la mala vida.  Deja la revista. Afuera Gagnon y Paquette hablaban. De pronto lo sacude un extraño deseo: le encantaría tener una vagina que hablara francés quebequense de pura cepa.     

—¡Hostia, qué feliz sería!— dice y consulta su reloj. Aún puede dormir cuatro horas. Apaga la lámpara. Escucha a Gagnon y a Paquette cerrar la escotilla.

Gagnon y Paquette entran en la cabina. El capitán da un respingo. ¡Tabernáculo! Se ha vuelto a quedar dormido. Soñaba que estaba en una escuela y que era época de exámenes… Suerte. Sus marineros lo han rescatado de lo que hubiese sido una catástrofe.

—Venga ese café de una vez.

Gagnon le alcanza la infusión. El bravo capitán se deleita con la fragancia.

—¡Taninos! ¡Aminoácidos! —vocifera el loro y, antes de que Tremblay logre dar un sorbo, mete su pico en la taza y bebe a discreción.

—Gracias, tripulantes, pueden retirarse.  

Los marineros abandonan la caseta.

Tremblay degusta la infusión. Al fin conducirá vigilante el bou a través de la noche y la niebla. Da otro sorbo… Hay algo que no saben ni Gagnon ni mucho menos el capitán. El café es descafeinado. Benoit bebe. Sacude su cabeza dubitativo.

—¡Cloruro de metileno! ¡Cloruro de metileno! —grazna haciendo alusión al disolvente utilizado para librar el grano de la cafeína.
El capitán lo agarra por el cuello. El loro calla.

Afuera hace frío. Los deseos de Paquette de cubrir a Gagnon con su abrigo son desechados por temor de contraer una neumonía y a un nuevo, y demoledor, puñetazo. Caminan por la proa. Disfrutan de la mutua compañía. Sin pensarlo siquiera Gagnon arrastra al fortachón hacia el extremo del bou.  El corazón de Paquette late desbocado.

—¡Ayúdame!

Paquette la toma del torso. La mujer cruza la baranda, abre sus brazos a la bruma. El fortachón la sostiene por debajo de los senos. Gagnon escupe. Se desase de la mezcla de tabaco y saliva.

—Sabes que te amo —va a decirle a Paquette cuando algo inmenso, invisible a causa de la niebla, choca contra el casco del San José.    

El marinero iza el cuerpo de la mujer por encima de la baranda.

—¿Qué ha pasado?

Ha sucedido que el café, privado de sus principios activos, ha hecho su efecto inverso. Los aparatos titilan, avisan, pero Tremblay está sentado en un pupitre escolar. Sí, eso que tiene delante es un examen de inglés… De repente lo sacude la terrible colisión.

No, no es el traicionero iceberg que usted piensa. El bou ha impactado contra el hotel Marriot, La Gaspeciana, desprendido por un relajamiento de la placa tectónica en la desembocadura del San Lorenzo. Si hay algo que no debiera distraerse jamás es una placa tectónica. El hotel navega al pairo desde hace tres días.  

Recuperado el desvelo Tremblay se da cuenta de la magnitud del peligro. Consulta con el loro. Conclusión: antes de evaluar daños hay que aprestar el bote salvavidas.

—¡A cubierta! —chillan hombre y pájaro.

El aparatoso choque arroja a Pelletier de su catre. La esquina del parqueo del La Gaspeciana horada el fuselaje del San José exactamente en su camarote. El agua entra en imparable raudal.

—¡A cubierta! ¡Rápido! —grita Benoit, detrás se escucha a Tremblay presa de un ataque de toz.

El cocinero logra abrir la puerta atascada por la corriente. Sale al pasillo. Tropieza con Belanger. Imposible salir al unísono. Cruzan varios cáliz y tabernáculos. No es momento de cortesías. Tras vencer en una fulminante serie de tres partidas rápidas de ajedrez, Belanger alcanza la cubierta.

Abajo, en la bodega inundada, el plástico ha regresado a su ambiente natural. Por los corredores, entre pertenencias de los tripulantes, flota el ejemplar de Obscena (mantener lejos del bello sexo). La señora Marois, campeona del nacionalismo quebequense, navega cerca del Tutorial para la comprensión de la lengua provincial dirigido a la fauna de la Gaspésie.     

La tripulación espera órdenes. El protocolo instruye que, en casos como este, Paquette está a cargo de bajar el bote salvavidas. Antes de ejecutar la maniobra, toma por sorpresa a sus compañeros, se arrodilla y pide en matrimonio a Gagnon. La mujer acepta. El anillo ha sido fabricado por el novio en sus noches de insomnio modelando la boca de una vieja botella de agua.

—¡Lo sabía! ¡Lo sabía! —vocea Benoit.  

—Por favor, queremos casarnos —ruega la Gagnon.

El adusto marino accede. El reglamento de la Marina de Quebec confiere tal autoridad. Besos. Aplausos.

Después de la sencilla ceremonia Tremblay ejecuta las llamadas de auxilio de rigor.

Paquette intenta bajar el bote de salvamento. El mecanismo se atasca. El recién casado se impone a su emoción y nerviosismo. La emprende a hachazos contra la grúa. Sus poderosos golpes destruyen la grúa, las cadenas que elevan y bajan la embarcación y, de paso, el bote.

Su esposa es la primera en maldecirlo. Le sigue el resto de la marinería. El loro llama a la compostura. Gracias al desarrollo alcanzado por los sistemas de auxilio y socorro, serán rescatados mucho antes del hundimiento.

El avergonzado Paquette propone alcanzar el Marriot y abandonar el bou con el doble propósito de salvar su vida y disfrutar de su luna de miel junto a su esposa. Pero a nado sería un suicidio. Morirían de hipotermia antes de alcanzar el lobby del hotel.

El San José hace aguas más rápido de lo esperado. Y cuando los tripulantes creen que es el fin, unos potentes reflectores barren la cubierta. Frente a ellos aparece la fragata Floreal, de la Marina de Guerra Francesa, destacada en San Pedro y Miquelón. El comandante, escoltado por varios subordinados, está en la proa. El oficial dispone de un altavoz al igual que Tremblay.

Comandante galo: ¡Veo que se van a pique! ¡¿Necesitan un aventón?!

Tremblay: ¡No entiendo! ¡¿Qué idioma hablas?! ¡¿Inglés?!

Comandante: ¡El agua está por encima de la línea de flotación!  ¡Mejor les envío un bote!

Tremblay: ¡No entiendo esa jerga! ¡¿Qué rayos desean?!

Benoit: ¡Sí, suena muy maricona esa jerga! ¡Seguro son franceses!

Tremblay: ¡Si son franceses, váyanse a la mierda! ¡Cáliz!

Coro de marineros del San José: ¡Sí, váyanse a la mierda!

Comandante: ¡¿Qué idioma es ese que hablan?! ¡¿Alguien ahí habla francés?!

Tremblay: ¡Lárguense, hostia!  

Benoit: ¡Déjennos hundirnos en paz!

Coro: ¡Sí, déjennos hundirnos en paz!

Benoit: ¡Hijos de puta, jamás han apoyado nuestros proyectos soberanistas!

Tremblay y el coro: ¡Jamás!

Comandante: ¡Mejor les envío el bote!

Benoit: ¡Lárguense! ¡Nosotros tenemos a Céline Dion!

Tremblay y el coro: ¡Sí, tenemos a Céline Dion!

Belanger: ¡Y a Odette Marois! (El resto lo mira intrigado)

Comandante: ¡Ya lo pillé, son quebequenses!

La tripulación del San José: ¡¡¡Sííí!!!

Comandante: ¡Entonces nos largamos!

La tripulación del San José: ¡¡¡Sííí!!!

Tremblay mantiene el ánimo. El choque con el Marriot no pasará de pura anécdota.

—Nunca un buque quebequense ha faltado al llamado de auxilio de un barco hermano.

Los esposos Gagnon-Paquette se toman de las manos. El agua continúa ascendiendo sin misericordia. La captura de cinco días de faena flota en la bodega.   

—¿Quién es esa tal Odette Marois? —pregunta Pelletier a Belanger, justo en el momento en que se escucha un sirenazo estremecedor.  

Tremblay se sube el parche y ve el contorno de un barco a través de la niebla.

—Se los dije, muchachos, aquí vienen los nuestros.

—Menos mal —confiesa Pelletier—, porque esto empezaba a parecérseme a esa película del barco que choca con un  témpano de hielo y se hunde sin que nadie los rescate.

—¡Ah!, yo la vi —dice Belanger—, y francamente, lo único que vale la pena es el tema de Céline Dion.

Nuevo sirenazo. El capitán Tremblay aguza su ojo y… Lo primero que ve es la bandera de la hoja de arce en el mástil del buque científico Sir John Franklin, de la Guardia Costera Canadiense. El capitán está en estribor acompañado de un marinero que porta dos banderillas fosforescentes. El marino realiza varios molinetes.

Tremblay ríe socarrón. Levanta el altavoz.

—¡Lárguense canadienses de mierda!

Banderillas: ¡Enseguida les enviamos un bote!

—¡Dense la vuelta, no los necesitamos! —grazna Benoit.

—¡Aquí solo se habla francés! —brama el gallardo capitán.

Nuevo pase de banderillas: ¡Bajen la escalera, ya enviamos el bote!

—¡Si ustedes tienen a Leonard Cohen, nosotros tenemos a Céline Dion! —grazna el loro.

—¡Y a Odette Marois! —secunda Belanger. (El resto lo mira intrigado).

Banderillas: ¡¿Qué diablo les pasa?!

—¡Multiculturalistas de mierda! —rugen pájaro y capitán.

El bou comienza a desaparecer tragado por las aguas del golfo de San Lorenzo ante la mirada atónita del capitán del Sir John Franklin.

—Muchachos —dice Tremblay con el agua en la barbilla—, ha sido un honor navegar con ustedes.

Los demás no tienen tiempo de responder. Se limitan a ver cómo Benoit levanta el vuelo hacia el buque canadiense. El loro se posa encima del asta en la que bate la bandera de la hoja de arce.

—¡Tabarnak! —grazna y ve desparecer la punta del mástil del San José.

 

Montreal, junio-julio de 2022  


Francisco García González nació en Caimito, en 1963. Sus últimos libros publicados son los libros de cuentos La cosa humana (Oriente, Santiago de Cuba, 2010), Todos los cuentos de amor (Letras Cubanas, La Habana, 2010), la novela Antes de la aurora (Linkgua, Miami, 2012) y el libro de cuentos Nostalgia represiva (Casa Vacía, Virginia, 2020).

Más información

Sin comentarios

Necesita crear una cuenta de usuario o iniciar sesión para comentar.