Para Vilma Vidal
Rocco llevaba una semana en la casa.
Esta era la idea que Martha tenía del momento en que los dos se conocieron.
Martha entró al salón y Rocco se sintió rozado por una ola de paz que envolvió su alrededor. Justo lo que necesitaba. Parpadeó. Cerró los ojos. Los abrió de nuevo, bostezó. Tenía a una mujer delante. Dejó escapar un ruido lastimero, de criatura vencida, y cayó bajo el aura de la visitante. Martha, a pesar de las advertencias del personal, extendió su mano y acarició la cabeza de Rocco.
"Volverás a correr, cariño", dijo sin dejar de acariciarlo.
Rocco rendido por el influjo de la mujer acomodó su cuerpo en la cuna.
Martha inspirada y sumida en el vórtice del instante mágico, no pudo reprimir sus palabras.
"Ahora soy tu mami y te voy a llevar a casa", susurró.
Había sucedido un milagro desencadenado por una buena persona.
En realidad Rocco estaba sedado porque había tenido una dura racha postoperatoria. Una vez recuperado de los efectos de la anestesia, el dolor insoportable que sentía en las patas traseras lo había vuelto más irascible de lo que era. Tres enfermeras y dos médicos fueron mordidos mientras intentaban asistirlo. Y cuando Martha apareció Rocco llevaba una hora sosegado. Ni siquiera tenía fuerzas para gruñir.
Martha filmó con su teléfono móvil el acontecimiento de la salida de Rocco de la clínica.
Ella filmaba y Joban, su esposo, hacía fotos como Martha indicaba.
Llegó el día del cumpleaños de Rocco.
Martha le pidió a Joban que comprara un pastel a la salida del trabajo. Pero ese día el hombre no las tenía todas consigo. Antes de acabar la jornada, su jefe lo llamó a la oficina y le hizo saber que estaba despedido.
Joban había llegado a pensar que el tipo era su amigo.
Sin dudas se trataba de una broma.
"¿Piensas que yo soy chistoso?", preguntó.
Joban dijo algo en favor de su buena conducta.
Sus palabras exasperaron al gerente.
"¡Mierda!, que no vengas mañana ni nunca más, ¿entiendes?", le explicó para dejar claro entendimiento de la resolución que tomaba.
Era como si estuviera viendo una película cuya trama le fuera ajena, distante. Y Joban entendió, eran las reglas de su nuevo lugar.
En lugar de irse a comprar el pastel para el cumpleaños de Rocco, Joban entró a un bar. Es lo primero que debes hacer si te corren de tu trabajo. Por lo menos ese día, pensó.
Sentado frente al barman se detuvo en su rostro. Era la cara que se suponen tenían los perdedores. Joban sintió que estaba delante de un espejo, no el que había detrás de la barra.
El hombre le preguntó si deseaba otro trago.
"¿Alguna vez has celebrado el cumpleaños de un perro?", le dijo.
"No me gustan ni los perros calientes", respondió el barman.
Joban se echó a reír.
El barman lo imitó con desgano.
Quizás era un perdedor con sentido del humor.
"¿Nunca has visto saltar a un hombre destrozado?", preguntó Joban.
El barman se encogió de hombros. Nunca había visto algo semejante. Detrás de una barra estás dispuesto a escuchar cualquier cosa.
"Yo era un niño y estaba parado en la ventana, los militares de la ONU venían subiendo hacia la aldea", contó, y se dio un trago sin dejar de mirar al camarero. "El primero de la columna dio un paso equivocado y ¡poouumm!, su casco azul rodó por la colina..."
El barman asintió, le daba lo mismo lo que contaban los clientes y que los cascos fueran verdes o azules. Le puso la cuenta al cliente junto al vaso.
Joban observó la pequeña columna de números. Encaró al barman otra vez.
"Aquí las minas son diferentes, seguro usted ha pisado muchas", dijo Joban y remató su trago.
En casa Martha estaba inquieta porque Joban no aparecía. Se sentó delante de la jaula donde Rocco dormitaba y que le evitaba moverse en exceso. No había sido fácil acostumbrarlo a ella y a su nuevo hogar. En una semana habían tenido dos terapeutas, una para Rocco y la otra para Joban que no sabía tratar con los perros. La cuestión era encontrar la armonía familiar que Rocco necesitaba para recuperarse y volver a correr y a caminar por el parque llevado de la correa.
Llamaron de la clínica.
Era costumbre felicitar a los dueños de los animales adoptados en las fechas de cumpleaños.
"Esta adopción ha sido como un milagro en mi vida", dijo.
El médico de acuerdo con su libreto, en caso de toparse con clientes como Martha, le habló del altruismo y el sacrificio desde el otro lado de la línea.
Martha apretó sus labios, cerró sus ojos profundamente tocada.
"Ay, doctor... los animales..., yo vivía en una granja y tenía veinte caballos..., por eso jamás he probado una hamburguesa", murmuró con voz apagada por el nudo en la garganta.
El doctor le dijo algunas palabras de aliento.
Fanático incurable a los cárnicos, lo mejor de la conversación era que no tenía a la mujer delante.
Martha recuperó su compostura. Le preguntó al doctor si le estaba haciendo daño a Rocco con tantas atenciones.
El doctor dijo lo que debía decir en tales situaciones:
"No, nada de eso, Martha, créame, usted y Rocco lo están haciendo muy bien".
La mujer sonrió.
Bajo el influjo de sus palabras de ánimo a Martha, llegó el momento que el especialista esperaba desde hacía rato.
"Doctor, yo dejé mi vida, mi compañía, mis negocios, todo lo dejé en Vancouver y vine a Montreal para adoptar perros y ayudar a los animales..."
Excelente.
Pero el médico sabía que no lo había escuchado todo.
Aún le restaba escuchar la guinda de la confesión de Martha.
"Sé que usted es una persona sensible y por eso me va a entender: prefiero a los perros que a las personas".
Las palabras del médico se volvieron más íntimas. Era el instante en que sentía que la intensidad emocional de sus clientes era proporcional a las tarifas que cobraba su clínica. Por eso le aconsejó a Martha que en dos semanas asistiera a clases de yoga con Rocco. Era una terapia novedosa que estaba dando excelentes resultados.
La mujer anotó el nombre del salón.
Antes de despedirse volvió a felicitar a Martha y a Rocco por el cumpleaños de la mascota.
Martha reconfortada se puso de pie, lanzó un beso a Rocco, fue a la cocina y se sirvió un té frío con jugo de arándanos.
Se sentó en la mesa del comedor.
Joban no llegaba.
El verano tocaba a su fin. La vista de la catedral por encima de la cerca del jardín era espléndida a esa hora de la tarde. Veía a la gente bajar y subir por las grandes escaleras rumbo al oratorio.
Tomó el libro de vinos y cocina italiana de Joban y lo hojeó. Nunca pensó que a su edad, luego de dos matrimonios y cuatro hijas, se casaría con un hombre mucho más joven. El mismo día que conoció a Joban en un banquete, en el que este trabajaba de chef, supo que viviría con él. Martha era buena para las revelaciones. Lo difícil había sido lograr su divorcio y alejarlo de su hijo. Un niño desquiciado que no cesaba de dibujar a su padre decapitado o sin miembros. Por el momento estaban en una tregua de seis meses respecto al asunto de la custodia compartida, pactada por ambas partes y sugerida por el abogado de Martha. Para complacer a su nueva esposa Joban cambió su número de teléfono. No importaba que a veces tuviera remordimientos respecto al niño.
Martha puso a Joban delante de una encrucijada.
El hombre eligió la senda.
Volvió a sonar el teléfono.
Martha miró el número en la pequeña pantalla.
Era el abogado de la ex esposa de Joban.
Se trataba de una llamada peligrosa que podía arruinarle el cumpleaños de Rocco.
Por un segundo pensó en no contestar.
Martha levantó el aparato.
Después del saludo, el hombre preguntó por Joban pues lo había llamado varias veces a su móvil y no contestaba.
El tono de su voz incomodó a Martha.
Finalmente le explicó que, en opinión del sicólogo que trataba al niño, les aconsejaba a Joban, a su ex esposa y a ella también que debían recibir la ayuda de un especialista.
Un deseo atroz de golpear al hombre y a Joban con el aparato se apoderó de ella. No obstante, hizo acopio de toda la calma que pudo.
El abogado esperaba su respuesta.
Su respuesta vino en ese orden.
Primero introdujo cierta variación de geografía, género y familia:
"No voy a verme con ningún especialista, me fui de Alberta y vine hace mucho a Montreal para criar a mis hijas, ¿entiende?"
El abogado insistió sin darse por vencido.
Final de la llamada:
"Mierda, eso es insano, nadie me va a enseñar qué es lo mejor para un hijo. What is wrong with you?"
Martha terminó su té y dejó el vaso en el fregadero. Regresó donde Rocco. Colocó las toallas a manera de alfombra para que el perro no caminara sobre el piso de madera y evitar daños en su parte trasera.
Rocco se arrastró hasta la reja, estiró el hocico.
El olor de Martha inundaba la habitación.
Gruñó.
"Muy bien, chico", lo animó su dueña.
Martha del otro lado le pasó con mucho cuidado la pelota de tenis a través de la reja.
Rocco gruñó otra vez, olfateó el aire y se paró de pronto sobre sus patas delanteras: Joban había llegado.
El hacía pocas horas desempleado puso la caja con el pastel encima de la mesa del comedor e intentó besar a Martha. Su esposa sintió su aliento. Una retahíla de reproches cayó sobre él. Quiso decirle que lo habían despedido, pero se dio cuenta de que no era el momento, que solo empeoraría las cosas.
Martha abrió la caja. Era justo el pastel que deseaba. Su humor sufrió un cambio repentino. Fue hasta la jaula con él y lo puso delante de Rocco.
"¿Sabes qué dice aquí, baby?", preguntó.
El perro volvió a pararse sobre sus patas delanteras. Olisqueó el pastel. Movió un poco la cola y se echó de nuevo.
"Felicidades Rocco, tu mami", leyó.
En la habitación Joban, delante del ordenador, hablaba con su madre en París por Skype.
Martha lo llamó desde el comedor.
Joban se despidió de su madre y regresó abajo.
La mujer le echó en cara su irresponsabilidad, no solo llegaba tarde sino que, además, se ponía a hacer otra cosa.
Joban se disculpó.
Martha fue tajante.
"¡Es el cumpleaños de Rocco!"
Pusieron el pastel con las cinco velas encima de la mesita. Debajo Martha colocó las cajas con los regalos.
Quedaba lo más importante: sacar a Rocco de la jaula y llevarlo hacia donde estaba el pastel.
Joban abrió la puerta y, según las indicaciones de Martha, lo sacó asiéndolo por el collar como le había enseñado la terapeuta.
Rocco dio un paso tembloroso, abrió como pudo las patas traseras y se orinó encima de las toallas.
Joban vio la mancha dejada por el chorro justo encima de una toalla suya. En su país le hubiesen dado un tiro a Rocco y punto.
"No importa, campeón, vamos", dijo Martha.
Pero Rocco se tumba sobre su propio orine y se niega a dar otro paso.
"¡Ponle el cinturón!", ordena Martha.
Joban intenta ponerle el cinturón y Rocco le da un mordisco en la mano.
"No te das cuenta que lo pones nervioso y le pasas tu maldita ansiedad y rechazo, es un animal que ha sufrido mucho", dice Martha e intenta acariciar a Rocco y este profiere un gruñido temerario que la hace retirar la mano a tiempo.
Joban respira profundo. Hace un nuevo esfuerzo para ponerle el arreo.
Aún quedan unos metros hasta el pastel y los regalos.
Martha se queja de su torpeza, trata de hacerlo ella. Esta vez Rocco es más rápido y ella también recibe una mordida. Se lleva la mano mordida a la boca. Estira la otra en un intento de aplacar la furia de Rocco y este le lanza una nueva dentellada.
La mujer no puede más. Comienza a llorar.
"Es tu culpa, lo has excitado", le riñe Martha.
Joban mira al perro echado entre las toallas.
La huella del orine debajo de su cuerpo.
La mujer llorando arrodillada a su lado.
El pastel.
Los regalos...
"Sabes qué sucede cuando un hombre pisa una mina", le pregunta a Martha.
Montreal, agosto, 2014
Francisco García González nació en Caimito, en 1963. Sus últimos libros publicados son los libros de cuentos La cosa humana (Oriente, Santiago de Cuba, 2010), Todos los cuentos de amor (Letras Cubanas, La Habana, 2010), la novela Antes de la aurora (Linkgua, Miami, 2012) y el libro de cuentos Nostalgia represiva (Casa Vacía, Virginia, 2020).