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Narrativa

Desfile

'Y la primera vez que dejamos solos a los tres niños, cuando se aburrieron de jugar al fútbol en el jardín, los gemelos le cortaron la pierna a Clevon de la rodilla para abajo y la metieron en el microondas.'

Montreal
Celebración pública.
Celebración pública. dhgate

El presidente encabeza el desfile.

Va de chaqueta rosa, camisa blanca y pantalón beige. En su cabeza lleva una corona de plumas de águilas auténticas. En una mano porta un escudo y en la otra una lanza, más decorativos que guerreros, y atada en el cuello, por encima de la chaqueta, una piel de oso.

Su señora, la primera dama, lo acompaña.

Le siguen varios ministros, parlamentarios y miembros de su partido.

Nuestra familia marcha a mitad de la procesión.

No es la primera vez. Desde que tengo uso de razón desfilo. Del orgullo y las razones, qué decir. Debajo de mis implantes mi corazón late, me rebosa el pecho cada vez que piso la avenida bajo las grandes banderas multicolores, la lluvia de serpentinas, el paso de las carrozas, la multitud en las aceras. Cada vez que sucede siento que nada es en vano.

El desfile jalona, suerte de milestone, cada año. Viene a ser un como parteaguas que marca lo que dejamos atrás y lo que está por venir. Nuevas metas, nuevas luchas por la felicidad plena y compartida.

Mientras marcho el aire bate mi cabeza coronada de plumas como la del presidente. Aprieto la mano de Ronald, mi esposo, y siento que el de hoy es un desfile diferente. Me lo dice algo que me embarga y no puedo definir y que está en la calidad del aire, en los colores vibrantes, en las razones que nos asisten en cada paso dado hoy y mañana, en el rostro de mis hijos.

Ronald responde a mi apretón con otro. Su palma es ancha, firme, tibia.

Ronald y yo nos conocimos en Iqaluit durante el primer y único desfile en aquella ciudad.

Vi el anuncio en la prensa y reservé un pasaje para ese mismo fin de semana. No me importó que estuviéramos en pleno invierno. Y hablar de invierno en Iqaluit es como decir blanco sobre blanco o gris sobre gris.

Cuál sería mi sorpresa al llegar a la aldea y ver que muchos habían hecho lo mismo. Incluso, había acudido gente de otros países, tropicales hasta en algunos casos. Era el desfile más al norte que se celebraría en la reciente, pero intensa, historia de los desfiles.

A pesar del entusiasmo desbordante el cruel invierno hizo de las suyas congelando miembros, banderas y plumajes, zapatos y tacones, impidiendo el lanzamiento de los fuegos artificiales. Cosas que no podíamos echar a un lado, porque sin ellas un desfile no es un desfile. Mis altos tacones hincaban el hielo, sufrían mis pies y mis manos. El borde de mi pamela se cubrió de estalactitas. Pero aun así, no dejaba de gritar.

La razón lo ameritaba.

En Iqaluit un grupo de supremacistas inuit se había hecho fuerte de manera alarmante. De unos cinco miembros al comienzo se habían multiplicado una decena de veces. Y en el momento del desfile eran una masa arrolladora de cincuenta supremacistas.

No obstante lo alarmante no era la cantidad de miembros, sino lo peligroso, estructurado y radical de su programa. Por aquellos días las agencias del Gobierno habían informado del intento fallido de un comando inuit de viajar a La Meca con el fin de insultar, in situ, los valores sagrados del Islam usando chalecos de piel de foca bajo los que ocultaban embutidos y otros productos a base de carne de cerdo. El comando en pleno desapareció en Tegucigalpa, sin siquiera llegar a cruzar el Atlántico, víctima de la deshidratación al ser expuestos sus efectivos a temperaturas de más de 35 grados centígrados.

Además de su islamofobia, su campaña para evitar las relaciones entre individuos de un mismo sexo era de una finalidad perversa, y también se extendía, aparte de los inuit y el resto de la humanidad, a focas, leones marinos, osos polares y a delfines y ballenas de varias especies.

Lo mismo sucedía con su actitud ante la emigración. Eran opuestos a admitir gente y animales de otras regiones, ya fueran un grupo de refugiados yemeníes, o birmanos, que una bandada de gansos.

Y lo más horrible, la defensa a ultranza del inuktitut.

Según los supremacistas esta lengua debería ser la oficial en toda la federación, ya que siempre habían estado aquí, antes de la llegada de los vikingos incluso. Sin dudas esta idea era insuflada por ejemplo de Quebec. Cuyos habitantes asumieron el francés no solo como lengua, sino como único medio de comunicación posible y luego decidieran separarse, primero de la federación, luego de Norteamérica y finalmente del planeta Tierra. Ahora quien desee emigrar a Nueva Quebec, aparte de poseer el certificado de dominio del francés, debe dirigirse a Venus una vez admitido por su programa de inmigración.

En las noches siempre tenía la misma pesadilla. Me veía rodeada de gente que me hablaba en inuktitut y me amenazaba con azagayas y cuchillos de pedernal y, como no podía articular una palabra en esa lengua, era apresada y metida en un iglú.

Y a Iqaluit nos fuimos.

Recuerdo que en medio de la marcha un grupo de dos extremistas abandonó el trineo en que se encontraba agazapado, y nos salió al paso lanzándonos insultos en inuktitut, amparados en sus eternas armas, el frío y la oscuridad del invierno.

—¿Por qué tanto odio? ¡Abran sus mentes y sus corazones! —grité desafiante y plena de amor.

Lo que uno de los dos me dijo, antes de que acudiera la policía militar y los redujeran con sus bastones y pistolas lanzagaces, quedó en mi grabado en memoria. Al cabo de los meses di con un traductor del inuktitut al inglés y tuvo la gentileza de traducirme las misteriosas palabras.

—¡Marica de mierda, te voy a meter mi colmillo de narval untado con grasa de oso por todos tus orificios!

—…

De más está decir que la gangrena hizo de las suyas en manos y pies de muchos visitantes. Mis dedos sobrevivieron de puro milagro. Hoy estaría saludando y moviendo mis muñones al viento.

De todas maneras fui a parar al hospital militar de Iqaluit.

Entonces fue que conocí al sargento Ronald D., miembro de la Armada Real, mientras hacíamos la cola para recibir la ración de sopa. No diré que me atrajo su masculinidad implícita en la protuberancia apresada dentro de su pantalón de reglamento ni en sus descomunales bíceps. Ni que él se prendió de lo que hay de mujer en mí, sería limitado, incorrecto de todas, todas. No hizo falta aclararle que no era del todo lo que él veía. Que ciertos detalles era tan varón como él. Cada uno se prendó de la persona que tenía delante. Eso basta, resume el inicio de nuestra relación.

Ronald abandonó su carrera militar y se vino a la ciudad con Alex, su hijo.

En Iqaluit no hubo más desfiles y un invierno siguió a otro. Ni nadie sabe qué se hizo de los supremacistas. No se ha vuelto a hablar de ellos. Quizás fue nuestra victoria.

Ronald aprieta mi mano.

Junto a nosotros pasa un grupo de personas afectadas por el cáncer de mama. Algunas han ganado la batalla contra la enfermedad, se les nota. Un hombre se da vuelta y nos saluda, le devolvemos el saludo con un gesto para infundirle ánimo en su lucha contra el flagelo. Él lo acepta con un movimiento de cabeza. Es uno de los grandes logros de la ciencia, que también los hombres sufran de cáncer de mamas con igual frecuencia que las mujeres. Luego de que las mujeres se quejarán, con toda la razón del mundo, de que no existía una enfermedad más exclusivista y sexista que el cáncer de testículo, los hombres con ayuda de la ciencia, y de ciertos inhibidores-potenciadores expansivos, habían renunciado a esta enfermedad que obligaba a las mujeres a vivir en constante desigualdad y subestimación.

Ahora unas y otros marchan orgullosos con un lazo rosado prendido en sus pechos.

Se alejan, se pierden entre los otros muchos manifestantes.

Nuestros hijos también les dicen adiós, les dedican palabras de aliento, excepto Komo y Keke que llevan bozal y no pueden hablar. Estos se limitan a mover sus manos con alegría.

Avanzamos.

Pasamos junto a una gran pantalla en la que se ve la multitud colorida.

Ronald me sonríe. Nos besamos. Seguimos adelante. En el desfile y en nuestras vidas. Llevamos siete años de casados y hemos formado una linda familia. Veo a mis hijos en la pantalla bajo una lluvia de confetis. Komo y Keke intentan atraparlos lo que provoca las risas de Clevon.

Clevon camina a cierta distancia de sus dos hermanos. Camina con paso seguro, a pesar de la prótesis que usa en su pierna izquierda. Detrás de los tres camina, sin apenas rozar el suelo de tan leve, la escritura. El niqab solo permite verle sus ojos escrutadores e inteligentes y la larguísima túnica impide advertir cualquier rasgo de su cuerpo.

Por último Alex marcha llevando a Ricki, su bonsái y compañero sentimental, recién trasplantado a su nueva maceta de barro decorada con motivos de arcoíris.  

Todo eso veo en la pantalla hasta que desaparecemos seguidos por otros.

Un grupo de tragafuegos se cruza a nuestro paso. La aparición provoca reacciones de inquietud entre Komo y Keke y cierto retraimiento en Clevon, quien retrocede un poco y se sitúa entre Ronald y yo.

Su padre se limita a acariciarle la cabeza cariñoso. Quizás se deba a su formación militar, pero a Ronald le cuesta trabajo hablar y a veces hasta expresar sus sentimientos. Cosa que no demerita que sea un padre excelente, el mejor del mundo aseguran la escritura y el resto de sus hermanos.

Komo y Keke miran obnubilados el trabajo de los tragafuegos, los vistosos chorros lanzados hacia arriba. Mientras Clevon cierra sus ojos.

—No pasa nada, cariño —beso sus mejillas y siento su leve temblor.

Sé que el hecho lamentable ocurrido después de la adopción de los mellizos Komo y Keke, todavía lo contraría un poco, a pesar del apego que siente por sus dos hermanos. Los dos niños eran miembros de una tribu que había sido desalojada por una compañía minera en la cuenca del río Sepik, en Nueva Guinea.

El desalojo de sus tierras trascendió a los medios y varios países se ofrecieron para darles refugio a aquellos pobres aborígenes desahuciados y privados de su cultura y hábitat. Así fue como los mellizos entraron a formar parte de nuestra familia, que por aquel entonces era de solo cuatro miembros Ronald; Alex; Clevon, un niño de Ghana, y yo.

Los cuatro estábamos encantados con los dos mellizos, eran tan monos con aquel cerquillo encima de sus ojos, el pelo tan renegrido y sus dientes puntiagudos trabajados a machete, según nos explicaron en el centro de adopción.

Sin embargo, había un pequeño detalle del que nadie nos había hablado ni informado: la tribu a la que pertenecían Komo y Keke era una tribu caníbal. Y la primera vez que dejamos solos a los tres niños, cuando se aburrieron de jugar al fútbol en el jardín, los gemelos le cortaron la pierna a Clevon de la rodilla para abajo y la metieron en el microondas. Por suerte Ronald y yo regresamos a tiempo del mercado. Así impedimos que Clevon se desangrara y que los mellizos siguieran adelante con el festín.

Ponerle una prótesis a Clevon no fue difícil. Hizo falta, eso sí, llevarlo a un especialista en Siquiatría Infantil para que comprendiera que sus hermanos no habían querido hacerle daño alguno. Solo se comportaban de acuerdo con su idiosincrasia y hábitos alimenticios. Gracias a la terapia Clevon entendió, por supuesto, sin abandonar del todo sus reservas.   

En cuanto a Komo y Keke se les hizo un tratamiento a base, también de inhibidores-potenciadores expansivos, para que sus cerebros se olvidaran de que parte de su dieta consistía en el consumo de carne humana. El tratamiento fue un éxito, aunque los especialistas recomendaban el uso del bozal en caso de actividades sociales y asistencia a la escuela.

Por lo demás, los tres se adoran.

Los tragafuegos se alejan y a estos le sigue una banda de música. La banda interpreta Imagine, de John Lennon.

Alguien disfrazado de ángel reparte caramelos y golosinas a los niños.

Los mellizos intentan colar chambelonas por entre la rejilla del bozal y ante la imposibilidad desisten. Clevon se suelta de nosotros y los ayuda en su empeño, poniendo énfasis en que no le muerdan un dedo.

Pasa el ángel, se aleja la banda, seguimos camino.

Un grupo de patinadoras zigzaguea entre la multitud y también desaparece.

Una compañía de la Real Policía Montada irrumpe en medio de la multitud. Todos llevan los típicos sombreros y collares de flores colgados al cuello y van encima de los también típicos caballos, aunque algunos cabalgan en paños menores. La compañía nos sobrepasa. Se diluye más adelante entre carrozas y danzantes.

Pasamos junto al antiguo parque Cristóbal Colón, donde se encuentra la estatua de plástico transparente de la princesa africana Makena Sule, la descubridora del Nuevo Mundo, y el primer ser humano en circunnavegar la tierra. La estatua transparente, e incolora, da una idea exacta del aspecto físico de la heroína. Por muchos años se pensó que ese hecho se debía a Cristóbal Colón, hasta que un día se supo la verdad oculta durante tanto tiempo. Makena Sule llegó al Caribe en el siglo XII, luego de realizar un viaje desde Zanzibar que acabó en la costa del Pacífico de Panamá. La valiente navegante atravezó las selvas con su canoa al hombro, seguida de su esposa, Batanga Aguanile, y su tripulación, fundando aldeas y hospitales hasta llegar al Mar Caribe, para luego continuar su viaje de regreso a África.

La vieja escultura de Colón debe descansar en el sótano de algún museo o quizás fue fundida como muchas otras en otros países.

Dejamos el parque atrás.

Clevon se sitúa entre la escritura y Alex, le sonríe a Ricky, el bonsái, acerca sus labios a las pequeñas ramas y le dice algo que no puedo entender a causa del jolgorio de la multitud.

Alex repito, es hijo carnal de Ronald. Es un adolescente muy inteligente y sensible. Una muestra de ello es la relación que tiene con Ricky. Cuando nos dimos cuenta de que Alex y Ricki se amaban, nos fue difícil, no aceptarlo, pero sí comprenderlo. ¿Cómo podía funcionar el amor entre dos seres tan diferentes? Fue un gran alivio para nosotros enterarnos de que el amor por los bonsái era una tendencia entre las jóvenes generaciones. ¿Cómo habíamos estado tan de espalda a la novedad?

Alex comenzó a recibir amigas y amigos que venían acompañados de sus parejas. La procesión de jóvenes portando macetas acababa siempre en la habitación de Alex. Escuchábamos sus risas y sabíamos qué sucedía. Nada que no fuera escuchar música, bailar, fumar marihuana y hacer el amor intercambiando sus respectivas parejas.

—Hagan el amor y no la guerra —decía sonriente la escritura cuando escuchaba los quejidos, los sonidos de ramas temblorosas y los gemidos que venían de la habitación de su hermano.

En cuanto a Ricky debo reconocer que de todos los miembros de la familia es quien más cómodo se siente delante de los mellizos excaníbales. Lo demuestran la quietud de sus ramas y el suave perfume de sus hojas cuando estos lo invitan a jugar al fútbol.

Un grupo de quebequenses venusinos se mezcla con nosotros.

Es la primera vez que una delegación oficial nos visita desde Nueva Montreal con motivo del desfile. Admito que estuvieron tanto tiempo por acá que hoy se les echa de menos. Algunos se toman fotos con Alex y la escritura. Se les nota relajados y distendidos después de las sucesivas separaciones. Me llama la atención que su francés siga siendo tan bueno y melodioso como cuando vivían en la Tierra.

Me dirijo a ellos en su lengua y apenas entienden lo que digo.

—Tabarnak, calis, osti —digo en tono de broma y ellos me miran sin comprender, y pienso que quizás han superado ciertas expresiones en aras de la pureza de la lengua de Voltaire.

Para mi sorpresa me responden muertos de risa en inuktitut lo mismo que escuché en el desfile de Iqaluit.

—¡Marica de mierda, te voy a meter mi colmillo de narval untado con grasa de oso por todos tus orificios!

Enseguida lo capto, el francés de vuelta a su clasicismo más rancio ha tomado ciertas expresiones de la lengua inuit cuando se desea ser ofensivo o bromista con el prójimo.

El grupo también desaparece y la escritura me mira. Veo la expresión inteligente de sus ojos por debajo de la niqab.

La escritura fue un regalo del cielo.

Después de pasar por un sin número de hogares y ser rechazada por gran cantidad de familias la adoptamos. La escritura ha sufrido tantos cambios de género, color y estados de la materia que ni siquiera nos acordamos de qué cosa era en un principio. Solo recuerdo que le gustaba leer y que un buen día, después de cumplir los 17,  le dio por escribir. Así comenzó todo hasta dejar a un lado su nombre verdadero, que tampoco recuerdo, y llamarla sencillamente la escritura.

Cuando hablo de escribir no me refiero a la poesía o a diarios, géneros que gustan tanto a muchos jóvenes. A la escritura le dio por escribir ensayos, demasiado voluminosos y profundos para su edad. Su primer trabajo era una monografía sobre la violencia racial y la esclavitud en la Luisiana de la primera mitad del siglo XIX. Reconozco que era un trabajo brillante. El mismo Ronald, aunque no entendía un rábano, fue quien la animó a que enviara el texto a una revista especializada. La escritura lo hizo y a las tres semanas la llamaron por teléfono de la redacción.

 —No, no soy negro, ni esclavo  —le escuchamos decir.

Ronald y yo dejamos de vigilar a los mellizos que jugaban con el gato a su juego favorito, o sea simular que lo sacrificaban y lo asaban en una parrilla, y nos miramos.

—¿Cómo? ¿Qué soy un colonialista? Y qué se supone que deba hacer.

Del otro lado colgaron.

No nos hizo falta que nos explicara nada. Si no se era negro o esclavo, no se tenía ningún derecho para abordar esos temas por muy brillante y precoz que fuera el autor.

Entonces tomó una drástica determinación, gracias una vez más a los inhibidores-potenciadores… y a otros procedimientos médicos, su piel se tornó negra. Como la noche. Pero faltaba un detalle.

¿Cómo convertir a una persona de color negro en esclavo en pleno siglo XXI?

A falta de plantaciones de algodones y cañaverales, se empleó en un restaurante chino trabajando 15 horas diarias, sin paga y durmiendo debajo de las mesas. Eso sin dejar de mencionar que cada noche le pedía al chef que la azotara por no esforzarse lo suficiente. Todo eso durante seis meses. Hasta que finalmente su texto fue aceptado por la misma revista.

Ya para esa fecha trabajaba en una idea sobre la influencia de la magia de los indígenas kwakwaka'wakw, de la Columbia Británica, en ciertos rasgos de la poesía mapuche. Pero esta vez se adelantó a los medios académicos. Primero se aclaró la piel, gracias a otros inhibidores… que trabajaban en sentido inverso. El resto lo hicieron los bronceadores artificiales y una temporada viviendo entre los kwakwaka'wak. Su ensayo traducido al español apareció a la vez en las más prestigiosas revistas de antropología de México, Chile y Argentina.

Luego tuvo aquella idea sobre el flujo escritural que subyacía en la poesía dadaísta. Y sin que nadie se lo sugiriera se convirtió, gracias a ciertos…, de pieza corpórea en estado sólido en flujo escritural. Durante tres semanas la echamos de menos. Ronald angustiado me confesaba que tenía miedo de que no regresara a su estado inicial y se fundiera con el aire u otro gas o fenómeno incorpóreo y la perdiéramos para siempre. Por eso tomó la determinación de encerrarla con un cuaderno de notas y un bolígrafo en un botellón de agua vacío.
 
Sin embargo, mis temores apuntaban en otra dirección: temía que el canibalismo apareciera entre sus temas de interés. Por suerte no ocurrió.

La cosa continúo. Al jugador de fútbol americano le siguió la bailarina de estríper, a esta un pirata somalí, a este un sacerdote de Ifa habanero, al sacerdote un músico callejero.

Ronald a veces intentaba oponerse a este exceso de rigor consigo misma. A pesar de eso a la escritura y a mí nos parece que estrictamente se trata de ser consecuente. Aplaudimos la institución de ese precepto. Si deseas escribir algo sobre el tema que sea lo primero que debe hacerse es ponerse en el zapato del sujeto escritural.

Pero nada superó a su ensayo crítico sobre la ausencia de modelos femeninos en la obra escultórica de Auguste Rodin. La novedad del ensayo consistía en que no era abordado desde el punto de vista del crítico ni del artista, sino de las propias esculturas. En nombre del rigor a que nos tenía acostumbrados, luego de tomar cientos de notas, gracias al trabajo de varios…, se le redujo a un estado catatónico extensivo a su completa anatomía. La escritura estuvo tres semanas sentada en la misma posición que el Pensador cubierta de una capa de barro. Tres meses pasados su ensayo apareció publicado en la revista Camera Work.

Y así sucesivamente se fueron acumulando las publicaciones en el librero.

Justo en estos momentos la escritura investiga y escribe un borrador sobre la cocina sufí y la relación con el derecho a llevar niqab de lana o poliéster de acuerdo al esposo y la época del año en algunos países del Oriente Medio. Mientras asiste a una mezquita todas las semanas y se ha hecho amiga de un imán que ejerce sobre ella gran atracción.    

El grupo de quebequenses también desaparece y la escritura me mira. Veo la expresión inteligente de sus ojos por debajo de la niqab, decía. Sé que desea decirme algo, está a punto de hacerlo, conozco muy bien cuando me quiere confesar algo que es importante para ella.

—Mamá, quiero escribir sobre el voluntarismo del individuo presente en la filosofía Suche…—la escucho que me dice en medio del ruido y la algarabía.

A todos en la familia, aun a los gemelos, nos encanta el suchi. Me parece una idea excelente, con tal que no pase de meterse en la piel de un cocinero japonés en lugar de espiga de arroz, sargazo o salmón.

Voy a responderle cuando el cielo se ennegrece de repente y en medio del corazón de la ciudad y de la procesión caen uno, dos, tres cohetes nucleares.

Alcanzo a leer en la ojiva que proceden de Corea del Norte y sé que desde acá saldrán disparados otros rumbo a ese país, y que el cielo se convertirá en un trasiego de cohetes en todas direcciones.

Veo a Clevon que se cubre los ojos con sus manos y a Ricky, el bonsái, que cae de las manos de Alex.

Y mi último pensamiento es, antes de convertirnos en ceniza, desde el presidente a la escritura, que de la Tierra solo sobrevivirán Quebec y el francés.

Lástima, era tan bonito el desfile. Se sentía diferente…

…desde el comienzo.

 

Montreal, septiembre 2017


Francisco García González nació en Caimito, en 1963. Sus últimos libros publicados son los libros de cuentos La cosa humana (Oriente, Santiago de Cuba, 2010), Todos los cuentos de amor (Letras Cubanas, La Habana, 2010), la novela Antes de la aurora (Linkgua, Miami, 2012) y el libro de cuentos Nostalgia represiva (Casa Vacía, Virginia, 2020).

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