Back to top
Narrativa

Nostalgia batistiana

'Luego de una pateadura para entrar en calor, me hizo tragar tanto palmacristi que mi estómago se recompuso hasta el día de hoy. Fue una cura de caballos, pero quedé nuevo.'

Montreal
Fulgencio Batista, 1933.
Fulgencio Batista, 1933. AP

Año 1963. Llamado de la Organización. La marcha del cataclismo se extendía de las paredes a las cabezas de los hombres. El teniente de la Seguridad del Estado, Lucho Morales, esperaba por los conjurados.

Morales había militado en el Movimiento 26 de Julio. Su pasión revolucionaria era compartida con su precaria salud, por lo que su peso en la organización tendía a la nulidad. De ahí la importancia de sus tareas: visita a funerarias, sellado de sobres destinados a la Sierra Maestra, confección de brazaletes. Su misión más relevante fue llevar un fatídico maletín durante cinco cuadras. La operación fracasó al aparecer, en la calle 13 entre F y G, un elemento al que Lucho le debía dinero. El garrotero reclamó el monto de la deuda: 110 pesos. El militante se vio enzarzado en una discusión sobrada de sentencias y amenazas. Justo cuando el acreedor sacaba una navaja y Lucho su revólver, apareció un patrullero del que bajaron tres agentes con sus pistolas desenfundadas como en una película de gánsteres. El sargento al mando se abalanzó sobre la carga mientras los otros desarmaban a Lucho y al usurero. El oficial abrió el maletín y quedó petrificado. Lucho fue llevado al Buró de Investigaciones y torturado sin piedad antes de ser procesado y encarcelado en la prisión de El Príncipe hasta el triunfo de la revolución. A pesar de las torturas, Lucho no habló. La información sobre su quehacer militante provocó el carcajeo de sus sicarios. Lucho jamás supo cuál era el contenido del maletín. Gracias a este drama, recibió los grados de teniente del Departamento de la Seguridad del Estado adjunto al cargo de mecanógrafo.  

El futuro del teniente Morales dentro del aparato punitivo del nuevo gobierno era promisorio. Sin embargo, había algo que esquilmaba sus sueños. Una deuda terrible le roía el alma desde que había sufrido prisión y tortura. Un día su mente se iluminó: debía haber otros. Rastreó los archivos de las actividades de los esbirros del régimen anterior. Indagó nombres de prisioneros torturados, copias de interrogatorios. Nada. Al borde de la resignación, se encontró una tarde con una amiga que andaba por los trillos de la reeducación. La mujer vivía en un albergue junto a otras rescatadas de la mala vida. No habían charlado diez minutos… Al final, mientras hablaban y fumaban desnudos, la mujer preguntó por sus problemas renales. Lucho le dijo que había recuperado su salud. Gracias a la revolución, bromeó la amiga. El teniente no respondió. Siguieron hablando, cosas frívolas de putas y oficiales, hasta que ella le dijo que tenía un amigo que trabajaba en el INRA con el que…

—Fue lindo, si para algo tengo memoria es para acordarme de los detalles de los tipos con los que me acuesto —dijo la amiga como si hablara de las flores del parque—. Imagínate que conoces a alguien desde hace años y cuando lo vuelves a ver, el rabo le ha crecido.

Lucho se mofó de la memoria de su amiga y del mal gusto del comentario. No deseaba mostrar interés en el asunto ni que ella malinterpretara su curiosidad, pues la secuencia antes-después-tamaño del… había atraído su atención.

—Si no me crees, ve y pregunta por Guillermo Taboada —protestó ella haciéndole cosquilla.

Lucho rio con deseos.

—Voy al INRA y le digo: "Guille, bájate los pantalones".

Bromas aparte grabó el nombre del funcionario. Al otro día se dirigió al INRA. Guillermo Taboada se ocupaba del registro de los antiguos terratenientes y de los trámites de indemnización. Taboada se extrañó que alguien de la Seguridad tuviera interés, directamente al menos, en los siquitrillados por la reforma agraria. El nombre de la amiga común lo hizo relajarse. Entonces Taboada le fue franco: 30 centímetros de franqueza. El militar respiró aliviado.

—¿Conoces de otros casos? —preguntó discreto al oficinista.

Taboada miró desconfiado a su alrededor.

—…no quiero líos con la Seguridad…

—La Seguridad soy yo —sonrió Lucho.

El burócrata garabateó un nombre en una hoja y se la entregó al visitante: Mariano Blanco, del INAV. El teniente se puso de pie, y se estrecharon la mano. Ahora sabía que no estaba solo.  

—Qué buen trabajo están haciendo con la tierra de esos hijos de putas.

Taboada miró al techo.

—Las deudas pesan, ¿verdad? —preguntó Lucho encasquetándose la gorra.

—…sí…

Las oficinas del Instituto Nacional de la Vivienda eran un hervidero. Mariano Blanco, el ingeniero a cargo del plan de desarrollo urbanístico de la ciénaga de Zapata, no estaba. El teniente lo esperó hasta que el ingeniero hizo su entrada. En medio del saludo, el nombre de Taboada se deslizó como seña masónica.  

—¿Usted también? —preguntó el ingeniero en voz baja.

—Es algo que no me deja vivir.

Pasó una comitiva que llevaba un cartel con una caricatura del imperialismo al que un constructor le aporreaba la cabeza con una pala.

—¿La urbanización de la ciénaga incluye a los cocodrilos?

El ingeniero sonrió con embarazo.

—Vaya a ver a Julito Pedroche a la CTC, él conoce a un poeta…

La palabra sobresaltó al teniente. ¿Un poeta? Se rascó el cuello dubitativo.

—¿Puede darme su teléfono?

A Pedroche lo localizó desde un teléfono público. El organizador, a nivel municipal, de la Central de Trabajadores de Cuba esperaba su llamada gracias al ingeniero. Lucho se alegró de escuchar a alguien cuya complicidad derivada de una experiencia similar.  ¿Y el poeta? El bardo se llamaba Eduardo Restrepo y trabajaba en un almacén del Consejo Nacional de Cultura. Era desconfiado y no conocía su historia en detalles. La desconfianza era mutua. Lucho, sin saber por qué, sentía suspicacia por la poesía y los poetas, aunque no conocía a ninguno ni jamás se había leído un poema.

—Y de qué escribe.

—No sé, poesía patriótica, creo —dijo Pedroche, y a Lucho el estómago le dio un vuelco. Y de pronto allí, en una esquina habanera, lo asaltó una idea: los reuniría a todos, era hora de pasar a la acción.

—Necesito ver al poeta, lo antes posible.

Se encontraron en la calle Prado. El poeta venía acompañado de otro hombre. Por un segundo, Lucho sintió temor, mas la suerte estaba echada. Y bajo los árboles de la avenida, junto a los leones fundidos, Lucho conoció al poeta Eduardo Restrepo y al capitán de las Fuerzas Armadas Revolucionarias, Venancio Morejón.  

Lucho les expuso su idea de la reunión, y antes de despedirse, Morejón le habló de José Leyva, custodio del Ministerio de Justicia, a quien Lucho no tardó en contactar.  

El teniente, tras varias coordinaciones, esperaba por los conjurados. La casa ubicada en Cojímar, propiedad de una tía de Lucho, había sido seleccionada para la reunión. Los implicados tomaron asiento en el comedor cuyos ventanales daban al mar. Lucho, sentado en la cabecera de la mesa, invitó a café, ron o simplemente agua. Luego, presentó a los participantes y explicó el contenido de la reunión, aunque estos sabían de sobra por qué estaban allí. Los convocaba su deuda con el gobierno al que paradójicamente habían ayudado a derrocar. Conflicto que derivaba en desacuerdo con el actual régimen. En calidad de combatientes contra Batista, habían sufrido prisión y torturas, no obstante…

Fue el ingeniero Blanco quien primero tomó la palabra ansioso por dar su testimonio a los que no lo conocían.

—Antes de caer preso mi vida era puro sufrimiento —dijo el ingeniero parsimonioso—, y no solo por la patria. Mi sistema digestivo era una ruina. Ningún médico me pudo curar, vi a curanderos, santeros, y todo por gusto. Tomé cuanta medicina había y nada.

Blanco hizo una pausa, bebió un sorbo de agua y continuó su narración.

—Mi recuperación se la debo al cabo Lutgardo Perera, de la tercera estación de la policía, que en paz descanse.

—¡Que en paz descanse! —repitió el coro.

—Luego de una pateadura para entrar en calor, me hizo tragar tanto palmacristi que mi estómago se recompuso hasta el día de hoy. Fue una cura de caballos, pero quedé nuevo.

Los demás lo miraron con simpatía: era uno de ellos.

—Te felicito por tus palabras —dijo Lucho—. Has sido muy valiente. Imagino el final del cabo.

El encargado del programa de urbanización de la ciénaga de Zapata hizo una nueva pausa, encendió un cigarrillo, dio una calada y echó la bocanada hacia el ventanal.

—Al cabo lo fusilaron en La Cabaña, pude verlo antes, fui allá y le dije: tú fuiste el cabrón que me curó y ahora no puedo hacer nada por ti. Lutgardo estaba ido, ni siquiera me reconoció.

Era una historia conmovedora, sin embargo, existía una sombra de duda.

—Ingeniero… —dijo el capitán Morejón—, quisiera saber, no para juzgarlo, si habló...

Las miradas se volvieron hacia Blanco.

—No sé, después de dos semanas de cagaleras nadie recuerda nada.

—Seguro que no hablaste, si no, no estarías haciendo el cuento —dijo Pedroche.

Cada uno estuvo de acuerdo. Lucho observó de soslayo a Restrepo. El bardo miraba el mar como seguro miraban los poetas a la extensión de agua salada: con cara de imbécil sufrido. La ojeriza no cedía. Lucho se moría por escuchar su testimonio.

—Por favor, Julito —pidió el teniente—, ¿pudieras contarnos tu historia?

Una imagen vale por mil palabras. Julito se quitó sus mocasines y las medias, y puso sus pies encima de la mesa. El grupo apreció sus recios pies, las uñas saludables que exhibían un esmalte natural. Miraron intrigados en busca de cicatrices o un dedo de menos.

—Calabozos de Artemisa, le decían Pedrito, me arrancó de cuajo las uñas llenas de comején, nunca me quitaba las medias delante de nadie, y si era mujer menos —contó el sindicalista—. Y sí, hablé hasta por los codos porque sabía que cuatro horas después de que cogieran a alguien los otros volaban para el monte. Aguanté ese tiempo y cuando no me quedaban uñas en los pies, y Pedrito iba para las manos, hablé. Había que ver el sacauñas, engrasaíto que daba gusto.

—Yo los he visto —dijo el poeta—, parecían cosas de la Edad Media. Pero a juzgar por tu experiencia de gran valor terapéutico.

Los demás estuvieron de acuerdo.

—Deberían usarse en las consultas de quiropedia —sugirió Leyva—. Claro, habría que pintarlos para no meter miedo.  

—Buena idea —convino Pedroche—, y tampoco estaría mal usar un poquito de anestesia.

Un murmullo de aprobación recorrió al grupo.

—Bueno, Leyva, qué tal si nos hablas de ti —sugirió el anfitrión—. Desde que te conocí, me estoy preguntando qué tiene este compañero bajo la manga.  

Leyva sonrió con modestia, apagó su cigarrillo, se dio un trago de ron, y aclaró su voz.

—Yo nací con un problemita en la columna y, como éramos del campo, mis viejos nunca me llevaron al médico —dijo Leyva con voz calmada como si hablara de otro—. Luego nos mudamos para La Habana y me hice miembro de una célula del 26. Caí por un chivatazo, y en el calabozo había un teniente que le decían Rompehuesos.

La mención del alias produjo un sobresalto entre los demás.

—Me bastó una semana de terapia, después me mandaron para Isla de Pinos. No sabía si odiar al esbirro o no. El día que me llevaron para el juicio le dije que dejara la policía y montara una consulta…, fue la última trompada que me dio.

La historia de Leyva exaltó los ánimos. Restrepo gesticulaba descontrolado. Fue necesario un duro gesto por parte del ingeniero para que Taboada no se bajara el pantalón.

El poeta entornó los ojos…

—Mejor cuéntanos qué te pasó en la quinta estación —propuso Blanco imponiendo silencio sobre el grupo.

Guillermo Taboada se sentó de nuevo. Un pequeño bote de velas surcaba las aguas alejado de la costa. El poeta lo siguió con su vista un instante y después miró a Taboada.

—Mi historia es simple, eléctrica. Me cogieron por no seguir el protocolo de seguridad. En aquella época era un suicida que odiaba a los terratenientes y tenía la pinga chiquita. Eso fue lo que le llamó la atención a los guardias de la estación. Todo empezó como una burla cuando me encueraron para colgarme por los pies porque no hablaba.

La imagen caló en el grupo que imaginó las propiedades curativas que seguro poseía el procedimiento.

—No recuerdo de quién fue idea porque estaba medio inconsciente, pero sentí que me ataron a una silla y empezaron a darme corriente. Llegó la hora del almuerzo y me dejaron solo con un sargento que se esmeró con las descargas. Me desmayé no sé qué tiempo. Volví en sí y el sargento me miraba estupefacto. Me miré entre las piernas, yo tampoco podía creerlo. De vuelta al calabozo los compañeros empezaron a gritar pidiendo que les dieran corriente en los cojones. No sé qué pasó con aquellos policías, quizás los fusilaron a todos.

La fuerza, y… la dimensión, del testimonio de Taboada hicieron callar a los conjurados.

Los botes de los pescadores regresaban enfilando sus proas hacia el embarcadero.

Unos bebieron. Otros fumaron o miraron el mar y la tarde que se teñía púrpura en el horizonte.  

Sin que nadie se lo pidiera, el capitán Morejón sacó una foto de un individuo de raza negra proveniente del antiguo Servicio de Inteligencia Militar. La foto pasó de mano en mano hasta llegar al poeta que apenas le echó una ojeada, lo que denotaba que conocía su existencia.

Nadie entendía la conexión entre el capitán y la foto. El retrato regresó a la billetera.

—Estaba lavando unas cazuelas en un arroyo cuando me cogió una patrulla del coronel Sánchez Mosquera —contó con lentitud como quien pesa cada palabra—. Me llevaron para el cuartel de El Junco y el coronel ordenó que me dieran comida y me encerraran en la celda. Al otro día me iban a fusilar.

Sin dudas el comienzo de la historia de Morejón era conmovedor, aun así solo habían escuchado el primer acto.

—Fue la noche más horrible de mi vida, me mee y me cagué del miedo, grité que iba a contarles todo lo que sabía, pero ellos ya lo sabían todo. No paraba de llorar, iba a morir sin haber visto nada de nada, lejos de mi familia. Tanto fue el sufrimiento que me quedé dormido. El mismo Sanchez Mosquera me despertó de una patada, abrió la ventana para que entrara la luz del sol y, para mi sorpresa, se desmayó. En lugar de encontrar al negro de la noche anterior, se encontró a un individuo caucasiano según los antropólogos.

El capitán hizo silencio al ver los rostros demudados por el estupor.    

—Esa mañana me soltaron. El coronel era un león, no le tenía miedo ni al Che ni a Huber Matos ni a nadie, pero creía en babujales, cagüeiros, la Luz de Yara y todos esos cuentos de guajiros de la sierra. En la columna no me reconocieron y tuve que empezar mi historia de revolucionario de cero. Al final logré imponerme y aquí estoy, blanco y capitán, Restrepo no me dejará mentir.

Los rostros parecían congelados bajo una expresión de extrañeza.

—Después que me puse blanco, dejó de afectarme el racismo, eso me vino de maravilla. Creo que si todos fuéramos blancos o negros, no importa de la manera en que se logre, se acabaría el racismo en Cuba. Claro, eso toma tiempo.

—¡Dios mío, qué cosa más grande! —murmuró Leyva emocionado.  

Pedroche y el ingeniero pidieron ver la foto otra vez. El retrato circuló de nuevo de mano en mano.

—Sencillamente increíble —dijo Taboada.

—A la semana de haberme soltado, al coronel le dieron un tiro en la cabeza, recé mucho por su vida, y Dios nos tiró el cabo, sobre todo, a él.

El teniente no daba crédito a lo escuchado, paladeó el ron sin saber qué decir o pensar.

Nadie hablaba.

—La historia de cómo me curaron los riñones es ridícula comparada con la de ustedes —dijo Lucho de repente—. Al matón que me hizo tomar más de 100 litros de agua lo fusilaron sin saber el bien que me había hecho, creo que se merecía una oportunidad.

—Nada de eso —dijo Morejón intentando minimizar el impacto de su testimonio—, tú eres nuestro guía.

—Sí, señor —agregó el ingeniero—, eres quien mejor ha entendido el peso de lo que llevamos sobre nuestras espaldas.

—Es cierto, ahora comprendemos mejor por qué nos sentimos culpables por haber ayudado a destruir lo que nos curó —agregó el poeta—. Eso se lo debemos a usted, teniente.   

El ingeniero y el poeta no se equivocaban. Pero aun había algo terrible que no habían enfrentado en su exacta magnitud. Fue Leyva quien tomó el toro por los cuernos y su palabra definió el sentido subterráneo de la reunión.   

—Esto no me gusta —dijo con claridad meridiana—. Y sé que a ustedes tampoco.

Nadie respondió. Pura complicidad. Los convocados vieron a los barcos arrimarse a la costa, el vuelo de las gaviotas.

—No te equivocas —aceptó Taboada—. No solo es que agradezca unos centímetros de más, es que no me cuadra cómo van la cosas. Los ñángaras hace rato se robaron el show completico.

—Yo creo que Batista debió poner a los torturadores en los hospitales —dijo Pedroche meditabundo—. La cosa era democratizar el sentido sanitario de la tortura y nadie estuviera por ahí diciendo la mentira esa de los 20.000 muertos.

—No sé si a ustedes les pasa —se sinceró el ingeniero—, pero tengo un sueño recurrente en el  que regresan mis dolores de estómago porque no me gusta la revolución y me despierto pidiendo a  gritos una botella de palmacristi.

El tema de los sueños los hizo remover sus propias inquietudes. El teniente se orinaba en la cama de puro disgusto con su trabajo. A Leyva Rompehuesos lo visitaba en sueños diciéndole que el infierno construido por la revolución para los fusilados era insufrible. A Taboada lo perseguía una pesadilla en la que aparecían unos agentes del G2 con la intención de incautarle los centímetros adquiridos, debido a que eran un rezago del pasado. Morejón temía despertar poseído otra vez por su antiguo color. Pedroche no paraba de soñar que unos enormes champiñones nacían de sus nuevas uñas por orden del partido.

Mientras el poeta sufría de insomnio y escribía… poesía.  

—Esto es una mierda —se quejó Lucho amargamente—. Ni las torturas son como antes.

—¿Todavía se tortura? Yo pensaba que solo se fusilaba —preguntó el poeta.

—Antes las torturas eran brutales, apasionadas —explicó el Teniente—. Podían curarte o matarte en dependencia del entusiasmo del sicario. Ahora se tortura de manera más deshumanizada y científica.  

—Explícate mejor —rogó Taboada—. Las torturas no son nuestro trabajo.

Lucho apagó su cigarrillo. La bocanada nubló le visión de su interlocutor por un instante.

—¿Ustedes han oído esa bola de los cocodrilos sin dientes y los monos boxeadores?

—Una guayaba difícil de tragar —respondió Pedroche.

—Para qué buscar animales si sobra personal con talento —bromeó Leyva.

Lucho sonrió condescendiente.

—En el patio del cuartel hay una piscina con dos cocodrilos, Mari y el Chulo. Se llevan mejor que muchos matrimonios. Hay que verlos en el agua con los detenidos.   

Las expresiones de los rostros del grupo iban de la incredulidad al terror.

—Sus mordidas te pueden partir un brazo.

—¿Y cómo los alimentan? —preguntó curioso Morejón.

—Tienen dieta especial de pollo y carne de puerco deshuesada, de eso se encarga Filipón, uno que era guardaespaldas del Che.

Restrepo se vio metido con el Chulo en la piscina. Su nuez de Adán subió y bajó inquieta.  Las caras alrededor de la mesa reflejaban desasosiego.

—¿Y los monos? —quiso saber el ingeniero.

El teniente se tomó su tiempo para responder.

—Sacha y Volodia son dos chimpancés machos. Los cocodrilos son de Isla de Pinos, pero los monos son rusos, vinieron en el barco que trajo los cohetes el año pasado. Son expertos en boxeo y lucha sambo y un teniente de la KGB es el entrenador y traductor porque solo entienden el ruso.

Todos miraron acongojados a Lucho. Una lancha guardafronteras se deslizó veloz mar adentro.

—Seguro que los camaradas son del PCUS —dijo Pedroche nervioso.

—Son miembros honoríficos, no tienen que asistir a las reuniones —explicó el teniente con naturalidad—. Allá en la Unión Soviética sí iban, ustedes saben que los rusos son muy estrictos con la democracia partidista y el centralismo democrático. Aquí quién va a meterle unos monos a Fidel en el partido. Eso sí, tienen derecho a vacaciones y visitas de pabellón, a veces les traen monas del zoológico o los llevan allá por las noches. Dicen que Volodia es muy enamorado.

No hizo falta que Lucho contara del trato que los chimpancés dispensaban a los presos, su especialidad lo resumía: boxeo y lucha sambo. Agotado el tema de los simios y reptiles, un silencio angustioso que expresaba desespero y frustración se apoderó del comedor.

—Lo peor de la tortura es que ni siquiera los motiva la confesión tan apreciada en tiempos de Batista —dijo Lucho—. La tortura es un primer paso a la reeducación.

El enunciado provocó extrañas y aciagas vibraciones en los reunidos.  

—Uno, dos y tres, que paso más chévere —canturreó el ingeniero y el silencio retornó con puntual densidad.

—Un isótopo… —musitó Lucho para sí—, radiactivo.

Aunque los otros nunca habían escuchado tal combinación de palabras, captaron en la voz del teniente el peligro que ambas encerraban.

—Suena a Hiroshima mon amour  —dijo Restrepo.

—Los misiles otra vez —intentó adivinar Leyva.

—Nada de eso —negó Lucho—, es el último grito de la moda, se los ponen en la ropa, o en las sábanas, a los presos recalcitrantes y en seis meses se mueren de cualquier cosa.

Miraron con terror a Lucho. Y fue ese exacto terror lo que animó al poeta.

—Quiero que sepan por qué estoy aquí. Me cogieron en una manifestación tirando pasquines. Ellos querían saber dónde estaba la imprenta, así que me encapucharon y me montaron en una perseguidora. Cuando me la quitaron, estaba en un sótano con un policía en camiseta, nunca había visto un hombre tan musculoso, sudaba a chorros (imperceptible mordida de labios), brillaba su piel bajo la pálida luz del bombillo… Me zafó las manos y me sentó en una silla. Su olor, profundo y ajeno, me hablaba de libertad y montes y arroyos… encendió un canuto, fumó y el olor a marihuana invadió la ergástula…  

Llegado a este punto, la voz le tembló, Morejón le apretó la muñeca para darle ánimos.

Carraspeo general. Ceños fruncidos.

—Apagó la luz, quise gritarle asesino y las cosas que le decíamos a los batistianos, pero mi boca se negaba a abrirse, temblaba mi cuerpo. Puso el canuto en mis labios, aspiré el humo, tosí, reímos, la celda daba vueltas…, volaba lejos, el agente me tomó de las manos… y todo se volvió confuso, húmedo, gimiente… Luego desperté en una cuneta, apenas podía caminar… vi el sol asomar por el horizonte, y sentí una dicha desconocida que emanaba de cada poro de mi cuerpo y que podía escribir poesía…

Los resoples no se hicieron esperar. Lucho se agitaba anonadado en su silla.

—¡Coño, Restrepo, apretaste! —dijo Leyva.

El poeta sacó un papel del bolsillo de su camisa.

—Es una décima que escribí hace poco, se titula "Indio del Cauto", escuchen:

Quieto mira el indio del Cauto
Valedor de la patria audaz
Justicia trajiste por detrás
Para escarnio del infausto
A los pobres montas en auto
El indio ante ellos se inclina
Toca suelo su frente acerina
Al pobre atrae su embeleso
Siéntase de su puño el peso
Y con todos el indio camina.

—Muy bonita, con mucho contenido —afirmó Lucho suspicaz—. Me gustaría saber quién es ese indio del Cauto.

—Quién va ser, el general Batista —respondió Restrepo.

—Batista no era del río Cauto, era de Banes —aseguró Pedroche.

—A mí me gustó la décima —dijo Taboada—, pero el río Cauto pasa por Bayamo, no por Banes.

—Entonces qué río hay por allá —preguntó Morejón.

Lo discutieron acaloradamente. Sin dudas el Almendares no, ni el Cuyaguateje, ni el Toa…

—El Cauto es una metáfora de redención y pertenencia, la poesía no se rige por la geografía —dijo Restrepo deslizándose en terreno inaccesible para los otros—. Además, el uso de la palabra Cauto, de origen arahuaco, me evita conflictos con la rima.  

Abrumados por la sapiencia de Restrepo, nadie insistió. Se sirvieron café (el ron se había acabado), fumaron, miraron al mar. La oda a Batista, a pesar de la discrepancia geográfica, los había tocado. Sin dudas era un cierre magnífico que los encaminaba a la búsqueda de un plan de acción necesario.  

Lucho se puso de pie.

—Si estamos aquí por estas razones, creo que es hora de que hagamos algo.

—Y mientras más rápido y grande mejor —secundó Taboada.

Entonces comenzaron a discutir qué hacer con su deuda, el desencanto y la nostalgia.

 

Montreal, mayo de 2018


Francisco García González nació en Caimito, en 1963. Sus últimos libros publicados son los libros de cuentos La cosa humana (Oriente, Santiago de Cuba, 2010), Todos los cuentos de amor (Letras Cubanas, La Habana, 2010) y la novela Antes de la aurora (Linkgua, Miami, 2012). Este cuento pertenece al libro Nostalgia represiva (Casa Vacía, Virginia, 2020).

Más información

Sin comentarios

Necesita crear una cuenta de usuario o iniciar sesión para comentar.