Back to top
Narrativa

Qué bien se camina

'Compañeros, el próximo 28 de septiembre se conmemora el 500 aniversario de la fundación de los CDR', dijo y miró sonriente al matrimonio.

Montreal
Hombre con muletas.
Hombre con muletas. Zenta

                                                                                             Para Idalia Morejón

 

Camilo Ortiz, coordinador provincial de los CDR, frenó su bicicleta frente al número 500 de la calle Esperanza.
Era la tercera y última casa que visitaba en el día.

A pesar del calor y del larguísimo viaje de un extremo a otro de la ciudad, el nombre de la calle, la coincidencia entre el número de la vivienda y el contenido de su misión le parecieron de muy buen augurio.

Camilo estaba allí justo en calidad de responsable de la organización de los festejos por el 500 aniversario de los CDR. Cada año eran elegidos dos o más barrios para televisar el cumpleaños de la institución. Organizar una fiesta de esa magnitud requería la concreción de muchísimos detalles. Sin embargo, había uno sumamente delicado del que el coordinador prefería ocuparse en persona y no delegar en ningún subordinado.

Por eso Camilo, todavía sudoroso y sin bajarse de la bicicleta, se encontraba delante de la casa seleccionada.

La número 500 de la calle Esperanza era una de las pocas casas pintadas del vecindario. Desde afuera bastaba la vista y el cuidado del jardín para percibir que se trataba de una familia con recursos. Algo que también consolidaba la sensación de buen augurio. A los que les iba bien casi nunca se negaban a dar, de manera voluntaria, el máximo aporte al festejo por temor a comprometer la vía de sus entradas. Eso en el supuesto caso de que no se tratara de una familia sensible o comprometida y hubiese que apelar a las vías establecidas por la ley.  

El coordinador ató la bicicleta a la baranda y tocó el timbre.

Un hombre maduro de rostro arrugado y sufrido, al que le faltaba una pierna, le abrió la puerta en muletas.

Camilo se presentó y preguntó si en casa se encontraba el compañero...

El mutilado logró disimular la sorpresa y el temor con una sonrisa.

"Luis Griñán, soy yo...", dijo con la mueca aún congelada en su rostro.

El impacto de su aparición en el hombre le hizo pensar al funcionario que no solo se trataba de un buen auspicio, sino que, además, estaba bien encaminado.

Camilo miró los muebles, las amplias ventanas enrejadas, las macetas de la sala, el televisor de pantalla plana y estuvo convencido de que Luis Griñán disfrutaba de ingresos muy por encima de la media de la población. Entradas que no eran precisamente las primas recibidas por su condición de pensionado. Algo que convertía al impedido en una pieza vulnerable a la índole de su misión.

Sin que fuera invitado Camilo se adentró en la sala y se sentó en una de las cómodas butacas. El funcionario relajó su cuerpo. Una ambivalente sensación de envidia y bienestar lo embargó. Eso, más su habilidad para fingir empatía, lo hacían lograr de manera sádica y velada lo que le diese la gana de quien fuera. Esa era la parte que más disfrutaba de su trabajo, la que se traducía en resultados concretos.

"Usted debe estar incómodo", le dijo al inválido. "Mejor se sienta, esto es una visita corta..., seguro debe estar muy ocupado".                  

Luis obedeció.

Camilo, arrellenado en la butaca, recordó el dolor en el fondillo provocado por el asiento de la bicicleta.

El propietario se sentó en el sofá frente a él y Camilo pudo verle el muñón. Por el color de la piel, y la cicatriz rotunda, se notaba que la falta de una pierna no debía ser la peor desgracia en la vida del hombre.

"¿Cómo va la cosa en la asociación de impedidos y minusválidos?", se aventuró a preguntar.

Una pregunta así era una forma soslayada de preparar la psiquis de la persona requerida.    

Luis se aclaró la garganta.

"Bien..., el domingo vamos a una práctica de tiro", explicó y no pudo evitar el embarazo delante del coordinador.

"Muy bien, ya lo dijo quien lo dijo: todo el mundo debe saber tirar, y tirar bien".

Luis asintió.

Camilo vio los retratos encima de la mesa junto a su butaca. No importaba la manera en que estaban colocados. A través de ellos podía seguir el crecimiento de una mujer joven desde su niñez hasta la fecha. Fotos de la escuela primaria. Con amigos. Con Luis y quien debía ser su madre. En la playa. De bailarina. Junto a un marciano, los rostros acaramelados, muy cerca...

La mente de Camilo trabajaba rápido. Luis Griñán tenía una hija que era bailarina, dueña de unas piernas fenomenales y tenía un novio de Marte, de ahí, se cortaba los huevos, el nivel de vida de la familia.

"Lindas fotos..."

Luis volvió a asentir.

La vista de las espléndidas piernas hizo que Camilo se lanzara por un nuevo atajo.  

"Qué le parece el lío en que anda metido el corredor sudafricano, ese que le faltan las piernas, por haber matado a su novia a hachazos", dijo.     

"Disparos, no hachazos", rectificó Luis para sus adentros y jugueteó en silencio con una de sus muletas.

El simple acto del hombre no pasó inadvertido para Camilo. El funcionario pudo admirar la calidad de las muletas. Se trataba de algo especial y no de los toscos productos hechos en los talleres Cuba-RDA asignados a los impedidos físicos.

"Tremendo hijo de puta el tipo, disculpe la palabra", amonestó el coordinador.  

"Es un gran deportista, pero en esos países solo importan la propaganda y el dinero", reconoció Luis.
Dinero...

Las palabras del mutilado fueron interpretadas exactamente en su sentido inverso por el coordinador. A su modo de ver quedaba clarísimo que, entre Luis y el deportista descuartizador, las similitudes iban más allá de la discapacidad.

Ninguno de los dos habló.

Si algo no le gustaba a Camilo eran los silencios incómodos mientras hacía su trabajo.

"Su hija, ¿verdad?", señaló hacia la fotografía en que la muchacha bailaba en un escenario con la intención de sugerir el motivo de su visita.

"Sí, primera bailarina del Conjunto Folklórico..."

"Qué chévere, una artista en la familia", sonrió Camilo. "Sin embargo, siempre lo he dicho, para bailar no solo hacen falta las piernas".

Camilo rio con lo que consideró un buen chiste.

Luis no pudo evitar toser.

"¡Vieja, trae una taza de café para el compañero!", gritó a su esposa.

Camilo sonrió otra vez. Reparó en un viejo retrato de un hombre en uniforme gris que tenía un farol en la mano.

"Ese es el tátara-tátara de mi mujer, el hombre estuvo en la campaña de alfabetización aquella que sale en los libros de historia y en los periódicos", explicó Luis.

En el momento en que el visitante iba a hablar apareció la esposa de Luis en una silla de ruedas eléctrica.

Si las muletas habían llamado su atención, aún no había visto nada.

Camilo no solo quedó maravillado con la belleza y la funcionalidad del pequeño vehículo, sino con la destreza con que la mujer lo conducía. Además, tenía otra prueba del nivel de vida que poseía la familia, gracias sin dudas al novio foráneo.  

Debajo de la parrilla, donde estaba el servicio del café, colgaban sus dos muñones.

Una familia de solo tres piernas, si contaba las de la bailarina...

El cómputo inquietó un poco al coordinador.  

El funcionario y Luis bebieron café y luego agua fría.

Camilo encendió un cigarrillo, dio una calada profunda y fue directo al motivo de su visita.

"Compañeros, el próximo 28 de septiembre se conmemora el 500 aniversario de la fundación de los CDR", dijo y miró sonriente al matrimonio.

La expresión de la pareja era indefinida. Lo que significaba que habían aprendido a ocultar el miedo.

Eso facilitaba las cosas.

"Nada como un aniversario redondo, ¿sí o no?", dijo.

Luis y su esposa lo admitieron: nada como un aniversario redondo.

Tenía el discurso agarrado por los cuernos y al matrimonio acorralado. No solo la condición que manaba del poder lo permitía, también el funcionario era bueno en su trabajo.

"Un aniversario redondo y, ¿qué significaría entonces una caldosa sin carne?", preguntó.

El matrimonio se sintió al borde de un abismo...

Solo faltaba un empujoncito del coordinador.

"Imposible, mire a mi esposa", se adelantó Luis con la voz casi en un hilo. "Una pierna se la llevaron hace siete años para celebrar un 26 de julio y la otra hace tres cuando hicieron la fiesta aquella por el regreso de los espías".

El coordinador contrariado no pudo evitar saltar en la butaca:

"Espías no, hé-roes", protestó. "A ver, repitan conmigo".

"¡Hé-roes! ¡Hé-roes!", repitieron todos.

El coordinador estuvo satisfecho.

"¿Y usted?, preguntó Camilo e hizo un gesto de optimismo. "Aún tiene mucha vida por delante. Se imagina usted y su esposa sentados cerca de la caldera donde los vecinos preparan la caldosa, la juventud bailando, su hija y el marciano tirando un pasillito y los periodistas le hacen una entrevista y todos los ojos del país puestos en la familia Griñán."

En medio de lo mejor de su discurso la emoción le cortó el habla. El ardid jugaba con las emociones de los seleccionados y pocas veces fallaba. Pero esta vez su arenga no había tenido el mismo impacto en la pareja.

Luis tomó aire.

"Imposible, los amputados por diabetes están exentos de..., usted lo sabe..., además, tengo un certificado...", dijo con timidez.

Un silencio pesado presagió lo inevitable.

El visitante y el matrimonio miraron la foto de la hija bailarina.

"¿Cómo podemos localizar a su hija?", preguntó Camilo con voz áspera.

"¡Nooo, Yanelkis no, por favor!", colapsó la mujer.

La situación podría parecerle trágica a quien no estuviera acostumbrado. No obstante, el coordinador lo estaba. Ese tipo de comportamiento histérico, protagonizado sobre todo por las madres, era algo que se endorsaba al aspecto teatral y retórico de su trabajo en relación con la disponibilidad de los seleccionados.

"Compañero, por favor...", suplicó Luis. "La chiquita es buena, Alicia Alonso en persona la vio bailar y le regaló una reservación para un fin de semana en una base de campismo. Aparte, ha salido del país una pila de veces y nunca ha traicionado ni ha dicho nada malo..."

Camilo movió su cabeza molesto. Por un instante sintió que la sensación de buen augurio lo abandonaba.

"Les voy a explicar algo", dijo en un intento de imponer la calma y, a través de un tono de confesión, apelar a la comprensión del matrimonio en lugar de hacerles sentir que se trataba de un abuso de poder y el peso de las obligaciones. "Si piensan que me gusta este trabajo están equivocados. No me gusta estar expuesto al egoísmo y la insensibilidad de la gente. Pero el hecho de que vivamos en medio de una situación de desabastecimiento cíclico, no significa que tengamos que renunciar a la alegría y las tradiciones".    

La mujer sollozó.

Su marido le apretó las manos.

"No, mi Yanelkita, no...", berreó la mujer sin levantar la voz.

"Díganme dónde podemos localizarla", insistió Camilo.

Fue entonces que Luis decidió jugársela a una sola carta.

"Mire ella está muy ilusionada con su viaje a Marte..., su novio es de allá...", dijo Luis.

Camilo cruzó las piernas, disfrutó el pequeño placer y se alegró de poseer un puesto de trabajo en el que su integridad física no corría peligro.

La mujer cruzó sus dedos, de las manos, por supuesto.

Luis tomó aire.

"Le doy 200 CUC si usted se busca otra familia y nos la deja pasar..."

Camilo enderezó su cuello. Descruzó sus piernas, las volvió a cruzar. No se había equivocado la familia tenía plata. De pronto la sombra de sus carencias se abalanzó sobre él hasta casi apretarle la garganta.

"Compañeros, estamos en una situación delicada...", luego aclaró su voz lo mejor que pudo.

La mujer sollozó otra vez.

"Vamos a enfocarlo de otra manera", propuso Camilo. "Si su hija es tan buena bailarina como usted dice, entonces le estaríamos haciendo un favor a la cultura del país..."

La minusválida se sacudió la nariz:

"Ay, mijito...", balbuceó

"500", dijo Camilo a secas.

La mujer abrió los ojos, miró a su marido.

Luis se rascó la cabeza pensativo.

"Está bien..., 500 CUC", aceptó Luis y le hizo un gesto a su esposa.

Una vez más Camilo admiró la habilidad de la minusválida para conducir la silla de ruedas de motor. Seguro debía tener una chapa por algún lado que dijera: "Made in Mars".

Los hombres quedaron solos.

"No crea que no entiendo que pasen este tipo de cosas, yo tengo una sobrina de la edad de su hija", mintió el coordinador y reparó de nuevo en el retrato del alfabetizador. "Qué clase de farol, ya ni los chinos hacen faroles así..."

Luis estuvo de acuerdo.

Apareció la mujer.

Luis contó el dinero. Se lo entregó al coordinador.

El visitante manoseó los billetes, cerró el sobre y lo guardó en el bolsillo de su pantalón.

"500 aniversario de los CDR, casa número 500 de la calle Esperanza...", sonrió.

Regresó el silencio.

Sin dudas los deseos del matrimonio eran que el coordinador acabara de desaparecer y no volverlo a ver jamás.  

Para desgracia de la pareja, en lugar de irse, el funcionario comenzó a llenar unos formularios con toda su calma. Estampó su firma en uno de ellos y se dirigió a la pareja de inválidos.

"Antes de irme necesito que me digan si tienen alguna idea de qué otra casa tenga disponibilidad", solicitó con un tono amistoso que encubría su apelación a la razón de ser de la organización que pronto cumpliría 500 años de permanencia.

Luis y su esposa se miraron.

"En la última casa de la esquina, en el piso de arriba, viven unas gentes que son gusanos, mire a ver si ellos le sirven", dijo la mujer.

"Seguro que sirven, la candela lo mata todo, empezando por la gusanera", bromeó Camilo y el matrimonio rio de mala gana.

Camilo pidió usar el teléfono.

Marcó varios números.

Dio y recibió órdenes.

Colgó y por último lo llamaron a él.  

"Sí, ordene".

Del otro lado le hablaron.

"Una dama de blanco y su marido...", repitió.

El coordinador sacó un bolígrafo, anotó un nombre en la palma de su mano.

"Sí, positivo..."

Escribió un número sobre el mismo soporte.

"OK, Positivo".

Puso el teléfono en su lugar. Señaló la foto de Yanelkis con su novio.

"Díganle a su hija que tenga cuidado con los marcianos", aconsejó con sinceridad. "Yo tengo un colega que trabajó allá en el consulado y dice que una cosa es cuando vienen aquí a despelotarse y otra es allá. Gente más fría hay que mandarlas a hacer y para colmo nunca dicen de frente lo que quieren de uno ni pueden improvisar nada, por eso hay tantos suicidios allá."

Luis y su mujer sonrieron. Lo tendrían en cuenta.

Por último, el coordinador tomó el retrato de Yanelkis.

"A partir de ahora le voy a cazar la pelea al Folklórico", dijo familiar. "Nos vemos en la fiesta el día 28".

Luis entrecerró la puerta y vio al coordinador marcharse en la bicicleta.

Su hija había escapado, por esta vez, pensó Camilo.

La casa donde vivía la dama de blanco era el reverso de la moneda. Paredes sin pintar. Consignas revolucionarias.

El coordinador no tuvo que tocar la aldaba.

La puerta se abrió.

"¿Usted es Camilo?, preguntó un hombre flaco de espejuelos.

El funcionario lo miró sorprendido y una ola del sentimiento que más temía lo embargó rotunda: la incertidumbre.

La incertidumbre jamás le traía nada bueno.

El hombre lo invitó a pasar y desapareció por un oscuro pasillo.

La sala de la casa también era el opuesto de la de Luis Griñán.

Muebles desvencijados. Un antiguo televisor ruso. Las paredes reventadas de humedad...

Y sobre aquellos muebles arruinados había dos hombres sentados. Por sus rostros recién afeitados, la ropa, los portafolios y los zapatos que usaban reconoció que eran agentes de la Seguridad del Estado.

Dos agentes de los que trabajaban a nivel de medio a alto.

La dama de blanco no estaba por ningún lado.

Uno de los agentes que estaba sentado le indicó una butaca de madera desfondada. Camilo obedeció y supo una vez más que sus sentimientos hacia la incertidumbre nunca eran infundados. Su cuerpo se conmocionó con la señal de peligro.

Un gran peligro...

Camilo tragó saliva.

De la incertidumbre al mal presentimiento y al peligro real solo mediaba un...

"Usted acaba de recibir 500 CUC", dijo el agente que lo había invitado a sentarse.

"Se le da una tarea y usted pone en riesgo su cumplimiento incurriendo en un acto de corrupción", explicó el segundo agente.

El Gobierno llevaba a cabo una lucha feroz contra la corrupción a todos los niveles. El coordinador había caído en una trampa.

¡Qué buenos actores eran Luis Griñán y su maldita inválida!

¿Cómo habían podido timarlo a él que si algo le sobraba era experiencia en el trabajo con la población?

"No lo hice por dinero...", balbuceó, "fue para salvar la cultura..."

"Y el revolucionario que lleva adentro enseguida fue por la pierna de la dama de blanco", dijo con tono burlón el primer agente.

Camilo se echó hacia atrás y su culo resbaló hacia el hueco de la butaca. Su cuerpo entero tuvo la terrible sensación de que perdían toda la confianza depositada en él durante tantos años. Su carrera hacía aguas. Sin haber estado jamás, quiso estar en Marte.

"La candela lo mata todo, hasta la gusanera", eran sus propias palabras en boca del segundo agente.

"En estos casos usted sabe cuál es el procedimiento, o desea que se lo refresque", le preguntó el primer agente.

Por un acto de corrupción de esa índole se iba a cárcel, y la familia del funcionario acusado se hacía responsable de proveer los insumos para los festejos.

El culo de Camilo casi tocaba el suelo.

Los agentes se pusieron de pie.

"Entregue el dinero", ordenó el segundo agente.

Mientras era esposado y montado en un Lada blanco sin chapa, Camilo vio la imagen de su esposa entrando en muletas por la puerta de la prisión, y luego sintió un profundo olor a caldosa. El mismo que indicaba que, a pesar de la pobreza y las limitaciones, el pueblo no renunciaba a la alegría.   


Francisco García González nació en Caimito, en 1963. Sus últimos libros publicados son los libros de cuentos La cosa humana (Oriente, Santiago de Cuba, 2010), Todos los cuentos de amor (Letras Cubanas, La Habana, 2010) y la novela Antes de la aurora (Linkgua, Miami, 2012). Este cuento pertenece al libro El año del cerdo.

Más información

Sin comentarios

Necesita crear una cuenta de usuario o iniciar sesión para comentar.