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Narrativa

La guerra de Vietnam

'Agotada la etapa, el nuevo paso fue extendernos hacia lugares en los que detectábamos verdaderos motivos para la acción. Primer destino: La Habana. Allá se celebraba una gigantesca demostración en contra del bloqueo con que los Estados Unidos estrangulaban a la Isla.'

Montreal
Fotograma de 'Apocalypse Now' de Francis Ford Coppola, 1979.
Fotograma de 'Apocalypse Now' de Francis Ford Coppola, 1979. Filmaffinity

 

                                           Siempre que estamos en topless, estamos gritando nuestra denuncia.
                                                                               Si no es solo exhibicionismo,  no  tiene sentido.
                                                                                                                                     Lara Alcázar

                                                                                                          Negar el machismo nos mata.
                                                                                                                                                Lema

 

—Me gusta el olor del estiércol y el barro sobre los arrozales porque me recuerda el olor de la victoria —le digo a Kelly. Ella sonríe, levanta su rostro satisfecha.

Apenas las vi en la tele con el torso desnudo y escrito y los pezones cubiertos en protesta contra los rusos en Riga, pensé, antes de buscar dónde quedaba aquella ciudad: "Eso deberíamos hacer en Portsmouth". El motivo de la protesta era confuso. ¿La causa eran los ciudadanos rusos que incluye a ambos sexos? ¿O se trataba de una manifestación en contra los hombres rusos? No importaba. En la pantalla estaba el nuevo rostro de la rebeldía: "Si deseas ver mis pechos, tendrás que leer mi mensaje. ¡Y mi mensaje no te gustará!"

De Riga el ejemplo cundió hacia otros lugares. Manifestaciones mujeres en topless aparecían a diario en las noticias. Los motivos sobraban (y a veces desconcertaban): el Mundial de Fútbol, la orientación sexual de los leones de Kenia, la independencia de Cataluña, la tiranía de la moda.

Se marchaba, incluso, a menosprecio de la lluvia y el invierno.

Un día el movimiento se extendió a Nueva York. Era emocionante, contagioso. ¡Que se bajara a Colón de los pedestales!

Y de Nueva York llegó a Portsmouth. Como no había suficientes interesadas para llevarlo adelante movimos contactos aquí y allá, y de pueblos cercanos comenzaron a aparecer chicas comprometidas. Nuestras denuncias debían contar y nos arrebataban las ganas de gritar.

Entonces apareció otro imprevisto. No teníamos estatuas incómodas ni leones ni inmigrantes ni éramos dependientes de algo. Revisamos la geografía circundante. Solo en Harper se celebraba un evento por el cual valía la pena protestar: un rodeo. ¡Puro machismo a caballo!

Lo llevamos a votación. El acuerdo fue pleno. Vaqueros bebedores de cerveza, de jeans apretados, botines y espuelas, vamos por ustedes.  

Fue un domingo. Dos de la tarde. La gente se aprestaba para el acontecimiento. Los hombres bebían o transportaban ganado en camionetas. En medio de Square Liberty, sin cubrirnos los pezones como lo hacían en las grandes ciudades, comenzamos la marcha. La carne era soporte:

"¡Dejen que las yeguas sean felices!"  

"¡Fuera las manos de las crías!"

Iba a la cabeza y cada una llevaba una hermosa ternera atada a una cuerda. Estas caminaban dóciles contagiadas por el entusiasmo. De la plaza avanzamos hasta el lago Seward donde estaban las instalaciones del rodeo. Caminábamos seguida por algunos curiosos.

—¡Los cowboys también destruyen el planeta!

—¡Prohíban el uso de las espuelas!

De repente apareció una patrulla. El mismísimo sheriff nos amenazaba a través de un altavoz. No teníamos permiso y, si no parábamos de inmediato, nos llevaría para la estación con terneras y todo. Ante esta intimidación le di el pecho:

—¡Lee!

—¡El ganado de Harper es feliz! —rugió el altavoz.

—¡Liberen a las vacas, no las usen para montarlas! —fui secundada.

—¡Los que se montan son los toros en estado salvaje, las vacas se ordeñan! —respondió el altavoz.

—¡Da igual, paren el abuso! —clamé al límite de mis cuerdas vocales.

Seguimos calle abajo. Al carro del sheriff le seguía otro. No cesaban de conminarnos a que nos retiráramos. Recuerdo que mi ternera se negó, quizás por estrés o inmadurez, a dar un paso. Acerqué mis labios a sus dóciles orejas.

—Entiende, lo hacemos por amor, por el futuro de una ganadería feliz y orgullosa —susurré, y el agradecido animal de nuevo echó a andar.

Hicimos entrada en la sesión de gradas que flanqueaba la pista. Los reclamos en contra del uso del ganado como entretenimiento y fuente de alimentación mejoraban ostensiblemente.

—¡Ni hormonas ni antibióticos, un rumiante necesita una margarita!  

—¡Más ensaladas, renuncia a la carne de res!

Debo aclarar que casi todas éramos vegetarianas o veganas, y las que no solo contemplaban en la dieta huevos puestos por alegres gallinas que hacían yoga igual que nosotras.  

—¡Una vaca inocente te puede matar de cáncer de colon!

—¡Alto a la violencia contra las crías y sus madres!

Apenas llegamos a la pista nos percatamos, ¡gran sorpresa!, de dos cosas. Una, de la presencia de un equipo de reporteros y camarógrafos; lo que era bueno. Y de que quienes montaban toros y caballos salvajes, y competían para ver quién ordeñaba más cantidad de manera más veloz o ataba un ternero más rápido, no eran los viles cowboys, sino mujeres.   

Sucedía que el evento había sido tomado, desde hacía tiempo, por el grupo feminista Cowgirls Forever. Enmudecimos. Sobra decir que nos enfrentaron. Detrás de la conquista había años y años de luchas por sus derechos, rugían. En medio de la confusión de manifestantes semidesnudas, bestias espantadas y vaqueras insultadas, la policía tomó cartas en el asunto.    

Esa noche, luego de ser liberadas, vimos en la terminal de trenes de Harper el reportaje completo en la CNN. Nacíamos como colectivo de batalla. No obstante, tuvimos que afrontar un juicio por disturbios y rapto de terneras y pagar una gruesa multa.

Estábamos contentas pasado el primer examen. ¿Qué sucedía con los grupos de las grandes urbes a ambos lados del océano? Sus líderes se desmarcaban de lo que etiquetaban como "desmanes y mal gusto de campesinas aburridas". Lejos de amilanarnos, seguimos adelante.

Después del affaire Harper nos abocamos a un periodo introspectivo y radical, y nos dedicamos a representar obras de arte en los parques y plazas de pueblos y aldeas. Comenzamos con el performance de La libertad guiando al pueblo, de Eugenia Delacroix, en el mercado local de St. Paul's. ¡Conmovedor! Yo encarnaba una figura de segunda fila, lejos de la Libertad. En esta ocasión fuimos muy cuidadosas con los mensajes. Mi torso decía:

"La libertad: ¡Agítese antes de usarse!" Otra piel rezaba: "La libertad: sacúdase antes de entrar, ¡puede resbalar!"

Al cuadro de Delacroix le siguieron Las fusiladas del 3 de mayo, de Paquita Goya. Todo iba sobre ruedas hasta que nos enfrentamos a verdaderos retos como las famosas Guernica y Abstracción número 5, de Emily Stein, obras de gran contenido social.

A mi rol del bombillo que está dentro del sol, en Guernica, debo mis cicatrices en la espalda. Para no hablar de las que interpretaron a las mujeres troceadas y a la yegua que merodean por el cuadro. Prefiero que sean ellas quienes lo cuenten en sus memorias, si es que aún recuerdan cómo se escribe.

Durante los ensayos de Abstracción… conocí a Kelly, una abogada de Albany recién llegada a Portsmouth. Bastó la visión de su busto generoso, mientras hacía sus compras en Tarafood. Kelly se sacude, sonríe tocada por el tierno recuerdo.    

En Abstracción… fui el grupo de trazos dislocados en la esquina superior derecha, y Kelly asumió el ramillete de signos que están debajo. No bastaron ni lo depurado de las interpretaciones ni la cobertura de la CNN, las críticas y burlas de Europa y Norteamérica continuaron. A la vez que nos imitaban en la exhibición contestataria de pezones.  

Agotada la etapa, el nuevo paso fue extendernos hacia lugares en los que detectábamos verdaderos motivos para la acción. Primer destino: La Habana. Allá se celebraba una gigantesca demostración en contra del bloqueo con que los Estados Unidos estrangulaban a la Isla. ¿Qué era el tal bloqueo sino el más cruel acto de machismo de Estado?  

Hicimos las coordinaciones con la organización no gubernamental Instituto Cubano de Amistad con los Pueblos, ICAP, que nos destinó un vuelo especial. Mas, el día señalado, justo a la hora de la marcha, estábamos varadas, debido a la falla técnica del avión, en el aeropuerto de Baracoa, ciudad situada a mil kilómetros de la capital en el extremo oriental del país.      

Finalmente aterrizamos en La Habana un día después del evento. Un funcionario del ICAP nos rogó que mantuviéramos el ánimo. Si nuestro interés era expresarnos contra el engendro imperialista adelante, pues se trataba de un evento de larga duración. Ni cortas ni perezosas aceptamos y fuimos asignadas al lugar y la hora en que el desfile tendría mayor impacto.

Esa noche, a las doce en punto, marchábamos por el tramo situado en la Calle G, entre la Avenida Zapata y la céntrica Calle 23, donde debíamos encontrarnos con un equipo de prensa.

La avenida, flanqueada de árboles, tenía a esa hora un aspecto lúgubre que incitaba a esmerarnos. Sin darle importancia a la ausencia de participantes nacionales, nos desnudamos el torso y nos escribimos lo que merecía la injusta agresión. Apenas avanzamos unos cincuenta metros cuando apareció el primero detrás de un árbol aullando como un poseso mientras se masturbaba.

—¡Cojones, que pila de tetas!

A este siguieron otros. Cinco o seis tipos ejecutando el repugnante acto. Jamás había visto semejante apropiación del espacio público por parte del heteropatriarcado. Tomé a Kelly de la mano y, sin amedrentarnos, seguimos adelante.

—¡Abajo el criminal bloqueo! —el repertorio de reclamaciones había sido traducido al español porque nos parecía más contundente.

—¡Qué rico, mami!  

—¡Devuelvan Guantánamo a sus legítimos dueños!

—¡Rubia, date la vuelta!

—¡El costo de cinco minutos de bloqueo equivalen a diez tratamientos contra el sarcoma de Kaposi!

—¡Lo que tú digas, pero mira como la tengo!

—¡El bloqueo roba el vaso de leche a los ancianos!

—¡La mía es para…!

—¡¡¡CERDOS!!! ¡¡¡CERDOS!!!

Varios guardias de un edificio en construcción se acercaron y dispersaron a los masturbadores. Los cerdos desaparecieron y dimos por acabado el desfile. Y, sin esperar ni a reporteros ni a nadie, nos fuimos al aeropuerto. Allá fue el funcionario a pedirnos que no regresáramos, por lo menos en calidad de movimiento. Estoy convencida de que fue una maniobra de las cowgirls de Harper y las topless de Europa y Norteamérica en contubernio con la policía cubana.

Al poco tiempo de cumplir el primer aniversario, fue que supimos del hecho en un blog supremacista de Chicago. Aquí Kelly se pregunta si la internet aún existe. No importa, no la necesitamos. Según el sitio, en la remota aldea de Phan Hai, en medio de la jungla vietnamita, los derechos de la mujer eran pisoteados injustamente. En opinión del autor de la nota, la situación debería revertirse de manera que los derechos de las mujeres de la aldea fuesen "pisoteados justamente". ¡Racistas de mierda!

—¡A Vietnam nos vamos! —dije, y no hizo falta someterlo a votación.

Para no repetir la experiencia del viaje a La Habana, gracias a la CNN, la senadora Warren se encargó de los contactos. El Gobierno vietnamita se opuso a lo que consideraba una injerencia que ponía en peligro la soberanía del país. Pero ante la insinuación de una retirada de los restaurantes de poutine y de las empresas que extraían sirope de arce a partir del bambú, cedieron sin más alternativa.  

Llegamos a Hanói y día siguiente nos trasladaron en helicóptero hasta la aldea de Phan Hai. El paisaje debajo era imponente, y ver el amanecer sobre la jungla me recordó vagamente alguna película.

—¿Qué escuchas? —pregunté a Kelly que tenía sus audífonos puestos.

—La Cabalgata de las Valquirias —contestó ensimismada.

Era una música tan ajena a lo que vivíamos que solo atiné a poner mi mano sobre su rodilla y apretarla con suavidad. Kelly se sonroja, no le gusta que cuente detalles de su intimidad. Tampoco me dejará mentir.

Debajo la selva daba paso a cientos y cientos de cocoteros. Detrás quedó el cauce de un pequeño río. Nos acercábamos a la costa. A la distancia se divisaban anegados arrozales. Sobrevolamos el mar verde azul salpicado de olas mansas. Sugestionada por el magnífico paisaje una voz confesó que le gustaría "surfear allá abajo".

—Siento una buena vibra con este lugar —escuché decir a otra.

—Te puedo prestar el mío, es de baterías —respondió la que iba a su lado.

El vuelo se hizo más rasante y divisamos la aldea de Phan Hai en la orilla opuesta de una ensenada.

El helicóptero aterrizó en medio de la plazoleta alrededor de la que estaba construida la aldea. Pusimos pie en tierra y nos despojamos de blusas y camisetas. Los pechos saltaron libres bajo los cocoteros, a la sombra de las chozas de caña. La brisa corría desde la playa. Era una hermosa imagen. Antes de que alguien viniera por nosotras nos dimos cuenta de que estábamos enfrente de una escuela.

Una mujer joven tocó un gong y los niños salieron al recreo.

Nos alejamos hacia una de las esquinas de la plazoleta y nos detuvimos a admirar un busto legendario. Fue en ese momento que los chiquillos se percataron de nuestra presencia. Les dimos la espalda.

Entonces sucedió algo increíble. Las fierecillas se nos vinieron encima en busca de leche materna. Una niña incrustó su carita contra mis pezones sin saber por cuál decidirse. Antes de poder apartarla succionaba en vano mi pecho izquierdo. Trabajo me costó deshacerme de ella. Al resto les sucedía lo mismo. Cada una tenía uno o dos rapaces prendidos de sus senos. Por suerte la misma joven apareció repartiendo educativos varazos a diestra y siniestra. Los atacantes frustrados por la imposibilidad de obtener el preciado líquido, y ante la represalia de la educadora, nos dejaron en paz.

Para mayor consuelo la muchacha se disculpó en perfecto inglés. Nos presentamos y la maestra Nhung nos invitó a pasar a su oficina. Desde afuera llegaba la algarabía del recreo. Tomamos asiento en varias esteras dispuestas en el suelo, y Nhung nos invitó a hamburguesas acompañadas de Coca Cola.

—Lo siento, pero ya no producimos ni té ni galletas de arroz.  

Relajadas bebimos el refresco a la manera tradicional, es decir, se vierte en una tetera colocada sobre una hornilla hasta hervir. Luego se acompaña con pequeños bocados de hamburguesas. Tras el viaje, y el asalto infantil, estábamos exhaustas y hambrientas.

Nhung bebió pequeños sorbos de su bebida humeante, se limpió los labios y dijo sonriente.

—Quiero que sepan que no hay nada extraño en el comportamiento de mis discípulos, en la aldea es común la lactancia materna hasta los diez años. Gracias a eso contamos con la mayor esperanza de vida del país.

—Nos parece formidable —dije, y todas asentimos.

—A veces sus madres vienen a amamantarlos a la hora del receso, de ahí la confusión.

—Leche materna, hamburguesas y coca cola —suspiró una de las chicas.

Íbamos a preguntar por el jefe, o los jefes del poblado, cuando apareció un hombre bajito que llevaba lentes, zapatillas Nike muy usadas, bermuda y una camiseta con una fotografía de Mohamed Ali. Lo miramos extrañadas.

—Es el camarada Tho, Ông chu de la comunidad —dijo respetuosa Nhung—. Como pueden ver viste el traje típico vietnamita.  

Tho quiso saber a qué se debía nuestra presencia en Phan Hai. Le hablé sobre la violación de derechos de las mujeres en la aldea, y que habíamos hecho las coordinaciones de rigor para venir a organizar una protesta. Le extendí varias cartas. El jefe las tomó y, en lugar de leerlas, se percató de la desnudez a su alrededor.

Dijo en lengua anamita lo que seguro quería decir: "¿Qué diablos está sucediendo?"

El helicóptero despegó. Lo escuchamos alejarse hasta que el ruido se extinguió.  

Les explicamos en qué consistían la filosofía y el modo de actuar del movimiento. Luego de escucharnos con paciencia, el jefe habló.

—Me parece lindo el trabajo que hacen —tradujo Nhung—.  Desde que vi no recuerdo qué parte de Rambo no veía un helicóptero.

—¿A qué hora es mejor celebrar la marcha? —quise saber—.  Estamos ávidas de cambiar las cosas.   

La maestra y el jefe se miraron confundidos. El camarada Tho bebió de su taza, limpió los cristales de sus lentes, y su mirada pensativa se detuvo en mis senos. Cuando sus reflexivos ojos comenzaban a causarnos cierta incomodidad, el jefe volvió en sí.

—Debe ser un error —tradujo la maestra—.  En Vietnam hay más diez aldeas con ese nombre, revise el mapa.

Nos miramos atónitas. Pero estábamos en el poblado, perder el viaje era un lujo que no nos permitiríamos.

—Estoy segura de que en la aldea los hombres cometen atropellos contra las mujeres igual que en todas partes —dije resuelta—. Quizás eso de lactar a los niños hasta tan avanzada edad sea idea de ellos.  

—Y qué me dicen de los salarios —ripostó Kelly—. Seguro que aquí los empleadores les pagan menos a las mujeres.

—¿Qué sucede con la cosificación como objetos de placer y del secuestro del derecho a potenciar sus iniciativas? —inquirió otra.  

La maestra tradujo. Tho se aclaró la garganta, miró con melancolía algún que otro pecho, se ajustó los lentes.

—Lo sentimos mucho, pero en Phan Hai no hay hombres.

Nuevo asombro. Un mundo sin hombres abusadores, o del tipo que fueran, era imposible que existiese.

—Hace más de un año se largaron a Hanói a trabajar en una fábrica de motocicletas  —tradujo Nhung.

Cayeron senos y hombros.

—Malditas maquiladoras —dije acusadora—, son como el cáncer.

—Por supuesto, si no existieran esas fábricas los hombres estuvieran aquí, y ustedes los pondrían en su lugar.

Un silencio de plomo se extendió por la oficina.

El receso había terminado. Los niños volvían a sus aulas. Nhung organizó los cuadernos en el librero intentando escapar de la tensión. Solo se escuchaba el sonido de las pencas de los cocoteros agitadas por el viento.

El jefe Tho se rascó la nuca y parsimonioso chupó de su Coca Cola.   

Sentí que el grupo me perdía la fe, y en ese instante, por inspiración, —¿verdad, Kelly?—, se me ocurrió hacer la pregunta que cambiaría el curso de nuestras vidas para siempre.

—¿Quién hace el trabajo de los hombres? —pregunté altiva—. Vimos muchos arrozales desde el helicóptero, seguro que las sufridas mujeres se ocupan de eso, además de amamantar a sus hijos.

La maestra estornudó y su renegrida cabellera cayó hacia delante y le cubrió el rostro. El jefe sonrió con embarazo.

—El trabajo de los hombres lo hacen los búfalos de agua…

Por segunda ocasión el ganado vacuno impactaba en la vida del movimiento, sin imaginarnos su alcance. Arqueamos las cejas desconfiadas. Todas. Nosotras.

—Y las vacas o las búfalas de agua, ¿qué hacen? —pregunté.

—Eso no tiene importancia, en anamita —explicó la maestra—, en el caso del ganado, el masculino incluye a ambos géneros.

Las chicas, entrenadas en la lucha por los derechos de la mujer, enseguida intuyeron. Mas, fue Kelly quien expresó con claras palabras lo que pensábamos.

—Esos búfalos les han quitado el trabajo a las aldeanas —sus pechos cimbrearon, el jefe los miraba como roedor hechizado ante una cobra—. Aquí hay una clara desigualdad a favor de esos animales.

El colectivo opinaba al unísono. Nhung no alcanzaba a traducir de una lengua a otra cada una de las quejas y opiniones. Pedí silencio.

Las gotas de sudor corrían por la frente del camarada Tho.

—Sepan que esto es un acto invasivo, ustedes son extranjeras no tienen derecho…

De nuevo esgrimí las cartas delante de las narices del jefe. El camarada reflexionó por unos segundos.

—Está bien, hagamos una cosa, reunimos a las mujeres, les preguntamos si desean ser iguales a los búfalos de agua. Si aceptan, perfecto, y ustedes se van. Si no desean, perfecto también, y ustedes se van igual.

Que se tratara de una decisión de las aldeanas nos pareció razonable. Salimos a la plaza. El jefe gritó por los altavoces. A los pocos minutos estas comenzaron a llegar. Por el aspecto se notaba que venían de trabajar en los sembrados. Tho nos había mentido. Las trabajadoras nos miraban desconfiadas. ¿Qué nos verían de extraño? Llegaron las últimas y comenzó el debate.

—¿Quiénes trabajan en los campos, ustedes o los búfalos? —pregunté.

Nhung tradujo. Las aldeanas rieron.

—Trabajan los búfalos guiados por nosotras.

Era como para achicarse o perder la perspectiva. Casi estábamos perdidas, cuando de repente Kelly tomó la palabra.

—¿No les gustaría hacer lo mismo que el ganado?

Las mujeres volvieron a reír. Aparte de absurdo no era saludable. Así estaban bien.

El jefe nos miraba complacido. "Enseguida llamo al helicóptero, desaparecen, no me crean más problemas y todo el mundo feliz", parecía decirnos.

No era el fin, en verdad, solo era el comienzo. Lo que dije a continuación no fue otra cosa que la expresión del anhelo colectivo.

—Nosotras queremos ser iguales a los búfalos de agua. ¡De aquí no nos movemos!

Del resto se encargaron las autoridades migratorias. Ahora trabajamos en los arrozales guiadas por las hábiles aldeanas, y ayudamos en la lactancia materna para que la esperanza de vida de la aldea se mantenga inalterable. Nos sentimos orgullosas. El mundo exterior nos ha olvidado. Solo dos del movimiento ya no están. Una por haber contraído, exacto a una enfermedad contagiosa, matrimonio con el jefe Tho. Otra, una vegana, fue expulsada de Phan Hai porque, en medio de una crisis de abstinencia de consumo de carne, atacó a varios terneros que, en lengua anamita, incluye a ambos sexos. Mientras, miramos con recelo a los búfalos (machos) holgazanear por los campos y montarse a las hembras y vamos madurando cuál será nuestra próxima batalla.

 

Montreal, diciembre, 2017


Francisco García González nació en Caimito, en 1963. Sus últimos libros publicados son los libros de cuentos La cosa humana (Oriente, Santiago de Cuba, 2010), Todos los cuentos de amor (Letras Cubanas, La Habana, 2010), la novela Antes de la aurora (Linkgua, Miami, 2012) y el libro de cuentos Nostalgia represiva (Casa Vacía, Virginia, 2020).

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