Una mañana fuera del frigorífico
Ni Phillips, ni Veliceck, ni Camilo Rossi
ni yo, entramos hoy.
En el playón ante la puerta del Swift
los capataces fueron eligiendo su gente.
Cuando terminaron estábamos los cuatro afuera.
El sol se estaba levantando
y ya pegaba en los vidrios de los pisos superiores.
Nosotros, con el día vacío por delante
y vacíos también los bolsillos.
¿Será por el día, será para siempre?
¿Estará alguna empleada
un poco somnolienta de la administración
sellando con el fatídico rectángulo
LEFT OUT nuestras planillas?
¿Las patitas de mosca de las horas trabajadas,
el ritmo alcanzado, los premios y descuentos
escritos con prolija tinta negra
en trazos que con arte se angostan y se ensanchan,
todo ese laborioso jeroglífico,
estará siendo rematado con las azules
letras de molde grabadas en Chicago?
Vamos a la pieza de Veliceck en la Mansión Obrera
cruzamos el gran arco de la entrada,
una especie de arco triunfal
de cemento pintado de amarillo,
y caminamos bajo el sol, rumbo a la pieza
de Veliceck. Dejamos la puerta abierta
para que entre la luz, jugamos
al monte sobre una bandeja encima de la cama.
¡Un arco de triunfo a la entrada
de la Mansión Obrera!
¿No serían para la ocasión
más propias, adecuadas,
unas horcas caudinas?
¿Y por qué ponerle "Mansión" a un conventillo?
¡Mansión, esta lata de sardinas!
¡Qué pillo, o bien qué papanatas
el que pensó que con palabras fabulosas
mejoraba el estado de las cosas!
Un poco sorprendidos, los cuerpos,
de esta suspensión del esfuerzo a ellos exigido,
en este domingo que no es domingo
pues no lo ha precedido ningún sábado,
ninguna fiesta o borrachera,
este domingo madrugador y sin resaca,
con la sombra del sello azul revoloteando
sobre nuestras cabezas. No es que estemos
tan preocupados; ya nos llamarán;
tal vez mañana; pero es rara
esta partida de monte un martes,
como una planta no nacida de semilla
sino clavada en la tierra, un esqueje
demasiado crecido para su corta edad,
demasiado desnudo para su altura.
Son unos demonios, unos activos
y prolijos demonios estos yanquis,
todo lo han ensayado en Chicago,
han estudiado los errores que pudieran redundar
en segundos de pérdida de tiempo de trabajo,
segundos que multipicados por mil,
por cien mil, hacen millones de segundos,
jornadas y jornadas
sustraídas al aceite hirviendo de la producción,
vagando sin objeto por el éter.
Esos errores los han cometido allá y no los repetirán aquí,
han llevado cuidadoso registro
de los resultados, incluso de los resultados
de su manera de registrar los resultados,
y han venido hasta aquí con sus métodos puestos a punto,
quintaesencializados, sin pensar que sus métodos
quizás sean como esos medicamentos
que demasiado puros te matan, eso no les importa,
estos diablos de la planilla y el control llegaron
con su estándar y sus tridentes aguzados en Chicago
y esto es el infierno racional, perfecto, caído
sobre nosotros que venimos de aldeas
regadas en la estepa rusa, en los bosques
de Alsacia o Bohemia, pueblos lentos,
ensoñados, emergidos apenas
de la Edad Media o de la Antigüedad.
Jugamos al monte con la sensación
de que también esto está previsto, que esto
hará que nos dobleguemos más fácilmente
recordando que una buena mañana
pueden simplemente no dejarnos entrar
y dejar caer sobre nosotros la pequeña,
azul guillotina del LEFT OUT.
¡Un infierno que se hace desear!
Un infierno que ni siquiera deja
el resquicio de soñar en abandonarlo,
ya que aquí estamos, afuera, y esta rara
incomodidad con que jugamos a las cartas
dice a las claras que no estamos divirtiéndonos nada
sino extrañando el ritmo de la noria, el rojo
de la carne, la sangre que corre
mezclada con el agua abundante
por las canaletas en el piso de hormigón.
Lo han ensayado todo en Chicago,
la caminata desde el portón, las frases algo displicentes
con que acogemos el rechazo, las vidrieras
que vamos dejando atrás, el cartel
de la farmacia Samoilovich, el de la sastrería
de Melischiano, el del café de los Hermanos Pardo,
han ensayado este sol que brillando
en el corredor de la Mansión Obrera
nos trae a la pequeña pieza oscura
donde jugamos al monte, con cartas
que ingrávidas parecen, transparentes.
¿Cómo jugar, si todos ven tu juego?
Daniel Samoilovich nació en Buenos Aires, en 1949. Reunió su poesía en Rusia es el tema (Poemas reunidos 1973-2008) (Bajo la Luna, Buenos Aires, 2014). Ha traducido a Horacio, Shakespeare y Katherine Mansfield, entre otros autores. Entre 1986 y 2011 dirigió una de las grandes revistas de la lengua: Diario de Poesía. Sus libros más recientes son El libro de las fábulas y otras fabulaciones (junto a Eduardo Stupía, Pre-Textos, Madrid-Buenos Aires-Valencia, 2022) y Berisso 1928-La vida futura (Bajo la Luna, Buenos Aires, 2023), al cual pertenece este poema.