Habla Teresa Karolak, planta baja,
sección de tripería
Desde los pisos superiores, por una canaleta
bajan las entrañas, una masa humeante.
Hay que separar a medida que baja, poner
hígados, corazones, riñones
en cintas diferentes que rechinan trac-trac-trac.
Son partes delicadas, frágiles,
son necesarias manos de mujer.
Y el olor se te queda en las manos.
Hígados, corazones, riñones.
¿Es todo, esto? No, no puede ser.
Allí está una de nosotras, distraída,
y aquí nace el impulso de tirar:
nos gusta el vuelo rojo,
la parábola de la carne
desde la mano que la arroja
hasta la cara que recibe el golpe.
Reímos. El capataz acaba de pasar,
casi rozándole la espalda pasa rauda la carne.
Escucha las risas, se da vuelta pero cómo
puede saber quién lo hizo. No puede.
A veces ya ni se da vuelta, mientras se aleja
casi se escucha su cerebro rechinar
como la cinta donde van
hígados, corazones, riñones.
Hígados, corazones, riñones.
¿Es todo, esto? No, no puede ser.
Entonces los sábados una se arregla
y se va a bailar.
Mirá vos: así que las piernas no sólo servían
para llevarte de casa al infierno.
Quiero girar, marcar el ritmo
con los pies, me pinto
las uñas de los pies de rojo, rojo otra vez,
por lo menos las vacas no tienen dedos,
por lo menos hay una diferencia.
Diez dedos pintados de rojo
fueron a una fiesta.
Uno le dijo a los otros:
—¿Bailamos con esta?—.
—¡Qué remedio, hermano!
—respondiéronle a coro
los nueve restantes—.
¡Si se mueve, te mueves,
si se sienta, te sientas!
¿O no te das cuenta, tarado,
que estamos a ella pegados?—.
Cierro las ventanas de mi pieza y el olor
empeora. ¡Está aquí adentro!
No puedo cerrar los dientes
sobre la carne después de haberla visto
pasar en la cinta, haberla tocado, clasificado.
Los dientes, qué cosa brutal,
diseñada para desgarrar cadáveres
o animales vivos, quién sabe qué sea peor.
Voy a volverme vegetariana, o mejor todavía
volverme un árbol. Qué poco necesitan.
Qué tranquilos están. Si alguien quiere cortarlos
igual se quedan tranquilos, ya renacerán
bajo la forma de otros árboles.
Porque no puede ser todo, esto.
David dice que hay más, que hay
una revolución mundial.
Revolución quiere decir dar vuelta todo.
En lugar de trabajar, rompemos la noria,
rompemos los libros de la oficina de control,
corremos a los capataces que huyen despavoridos,
soltamos las vacas, tiramos abajo las vallas del rodeo,
y la fábrica cierra. El edificio es tan grande
que cuesta demasiado voltearlo así que ahí queda
despanzurrado, gris, con las ventanas rotas
y las puertas batiendo con el viento
por toda la eternidad: y perros dando vueltas
preguntándose cómo es que ya no hay
ni un poco de carroña, y pajarracos
espiando los muelles, los playones de embarque
donde las barcazas están echadas como animales muertos,
pero no animales transables, sino cadáveres inútiles,
de hierro y madera, nadie pensaría
en meter los pedazos de una barcaza en ruinas
dentro de una lata. No sirven ni siquiera
para desguace, allí están, rodeados de sogas
que no amarran nada con nada. Unos cuantos cirujas
hacen aquí su campamento. ¡Esto fue Swift,
fábrica modelo, el mayor frigorífico
de América del Sur!
¿Y de qué vivimos? Como todo es al revés
en el almacén del lituano que nunca fiaba nada
ahora nos pagan para que nos llevemos la comida
y en el baile para que entremos a bailar.
Diez dedos pintados de rojo
fueron a una fiesta.
Uno le dijo a los otros:
¿Bailamos con esta?
¡No!, respondieron los otros a coro.
¡No, que apesta!
Daniel Samoilovich nació en Buenos Aires, en 1949. Reunió su poesía en Rusia es el tema (Poemas reunidos 1973-2008) (Bajo la Luna, Buenos Aires, 2014). Ha traducido a Horacio, Shakespeare y Katherine Mansfield, entre otros autores. Entre 1986 y 2011 dirigió una de las grandes revistas de la lengua: Diario de Poesía. Sus libros más recientes son El libro de las fábulas y otras fabulaciones (junto a Eduardo Stupía, Pre-Textos, Madrid-Buenos Aires-Valencia, 2022) y Berisso 1928-La vida futura (Bajo la Luna, Buenos Aires, 2023), al cual pertenece este poema.