la canción, la canción del mar
se desliza por las escarpadas montañas
y más allá del cielo
en vuelo azul, como un resplandor
hacia donde estamos juntos
y donde nunca decimos nada
y solo sabemos
Jon Fosse
El banco de listones de madera pintados de un verde esmeralda ha tarareado muchas veces su canción, se ha deslizado por ellos, los conoce porque cada amanecer se sientan a ver los primeros resplandores anaranjados sin decirse ni una palabra. Silencio que Sara, cuando trota por la acera del malecón y pasa al costado de la pareja, tal vez interpreta como aburrimiento de la vejez, de no tener nada frente al mar.
Pero ellos sí saben. Tanto saben el uno del otro… Aunque quizás Miriam y Juan mantienen secretos donde la curiosidad o los celos nunca han entrado por generosidad, respeto. Y a la vez Sara, tras dejarlos atrás serenos, sosegados por el azul marino, es bien capaz de entretenerse imaginando lo que Miriam le oculta a Juan y él a ella, desde que se hicieron novios hace medio siglo.
Sara ve a Miriam como si hubiese descubierto una postal de 1970 y se la fuera a enseñar a su profesor de Historia del Arte. Viste una minifalda de guinga amarilla y blanca, cosida por su tía; blusa blanca de un algodón medio corrugado, con ligeros pliegues. Sandalias de meter el dedo, hechas por un artesano de no se sabe dónde, con una florecita de cuero teñido de blanco en la unión de las dos correas que vienen de los laterales de la planta del pie, y se unen apenas a un centímetro de la base, para traspasarla y morir, como una sola correa achatada y fuerte contra el piso.
Sara imagina que Miriam no huele a nada, porque nunca le han gustado los perfumes, porque quiere oler a ella y no puede achacarle ninguna esencia a una postal ya desvaída, patinada por el salitre y el viento y las yemas de muchos dedos tal vez embarrados de manteca o de tierra, intrusos sin la menor previsión de que al paso del tiempo alguien la va a acariciar, a tomarla de trampolín para describir a la dueña.
Ella debe ocultarle a Juan —se le ocurre añadir a Sara— que cuando lo conoció todavía estaba pensando en un profesor de Bioquímica con el que hubiese querido tener química. Apuesta a que en esos primeros encuentros Miriam aún mantenía el flirteo, entre la protección y el sentirse halagada; jugaba con el asedio de los simples varones, que preveía como si siempre pudiera manejarlo. Supone —como si fuera ella— que apenas le comentaría a su adorable pareja, para no convocar ningún celo retroactivo, para no revolver los almanaques, ninguna anécdota o detalle de sus antiguos novios.
Sara ve a Juan como si documentara un ejemplo de macho en 1970 para su profesora de Multiculturalismo. Pero sin talibanes, sin sacarlo de un manual musulmán para niñas afganas. Se llama al orden para hacerlo creíble, quitarle caricaturas, colorearlo. Resalta entonces sus modales al abrir puertas y halar sillas, sus ramos de rosas o claveles… Y se lo imagina de abundantes ondas de pelo negro sobre una cabeza de boca grande, mentón de hoyuelo ovalado, pómulos escoltando un par de ojos inquietos, curioseándolo todo. Lo retrata en una carcajada de casi medio minuto ante un chiste contra un político. Lo concibe en silencio, mirándola a los ojos, tras preferir callarse ante el reproche de la madre por no haberle presentado a Miriam mucho antes, desde que empezaron a salir. Pero también le parece oír su voz nada chillona, que pronuncia como si fuese locutor de la radio que oía su abuela, de la radio con erres y entonación cadenciosa y de curvas, ante el silencio encrespado, resplandeciente.
Él debe ocultarle a Miriam —se le ocurre añadir a Sara— que cuando la conoció pensó al rato en que su cacería de la joven debía tener lugares comunes de la fauna, el colmillo del rinoceronte y a la vez la astucia del zorro. Una hollywoodense mezcla de galanes que el espejo de su cuarto de baño le devolvía cuando se miraba… Y que solo fue al mes o mes y medio que pensó en desechar el embullo, dejar atrás el cliché tan refrito de hacerle una muesca como otras a la cacha del revólver.
Pero sí decirle que como a las tres semanas se preguntó si estaba enamorado de aquella mujer de lecturas francesas y piernas largas, de conciertos austriacos y rodillas redondas, de respuestas con dudas colgadas y muslos infinitos, de repulsión a los fanatismos y senos pequeños, de caminar sin deudas, llorar en el cine, oír en silencio, oír de nuevo envuelta en más silencio…
Los dos —piensa Sara— tuvieron el revelador tintín de que se apagaban las luces para una función donde los desafíos estarían como una bandada de halcones revoloteándoles sobre las cabezas; arrasándoles dudas, aprensiones, apuestas, hasta miedos a perder solturas.
Trota con más fuerza cuando trata de verlos revolcándose tras caricias que comienzan con parsimonia y se van desprendiendo de recelos; que juegan a los escondidos y a los agarrados como si fueran niños que van creciendo, encaramándose sobre los deseos, avanzando por entre los muslos hasta subirse sobre un quejido que no se queja, sobre un gemido que no gime.
Retorna a su trote habitual cuando se cruza con otro corredor que la saluda con un ligero movimiento de cabeza hacia un lado, que le da un ligero parecido con el novio que acaba de despedir hace apenas unos días, como si hubiese sido un taxi que la dejara en la acera, frente a su edificio de apartamentos. Aquella cercana tarde cuando supo que era verdad la tristeza de hilo blanco para hacer pañuelos, pues por él nunca le había dolido el aire, el corazón, los versos andaluces de un andaluz cuyo nombre había olvidado. Piensa que el cuentecito del príncipe Azul ya ni se lee. Trota y piensa.
Sara llega frente a la salida del canal que desde la bahía de bolsa con sus aguas tranquilas conduce al mar abierto, a su oleaje encrespado. Da la vuelta en la esquina y vuelve a pasar al poco rato frente al banco de madera esmeralda. Tira la mirada hacia la pareja de ancianos y observa que Miriam y Juan le sonríen. Quién sabe si es de burla porque sospechan lo que estaba pensando de ellos. O una sonrisa por urbanidad. Tal vez porque Sara es joven y aún no sabe la canción del mar.
José Prats Sariol nació en La Habana, en 1946. Ha publicado los libros de cuentos Erótica, Cuentos, Por sí o por no y Delusions, y las novelas Mariel, Las penas de la joven Lila y Guanabo gay (Aduana Vieja, Valencia, 2022).