Para Félix Rizo
Ahora que he llegado a la mayoría de edad puedo por primera vez lanzarla fuera, intentar que no me siga girando por aquí dentro como una bailarina, como si la pregunta fuera una clave secreta, un código encriptado.
Durante años, desde que cumplí 15 en Newark, New Jersey, he mantenido oculta la pregunta. Le prometí que hasta los 21 no escribiría este cuento, deshilvanado porque lo armo según entran los recuerdos, sus palabras entrecortadas.
Todavía no sé bien si la he mantenido escondida por complacer su pudor o por un acto de egoísmo que aquí desbarato ante las razones del corazón. Las que siempre me aconsejaron que la pregunta merece ser conocida. Porque desde que aquella fría mañana de enero me hiciera la crónica pormenorizada de lo que ocurrió, mientras las lágrimas lentamente se le deslizaban por las mejillas, juré el silencio que a partir de estos párrafos arranco de mi memoria para que tal vez se aprecie la crónica, alguien sienta la inefable pregunta, comparta la indefensión que sentí a los seis años, sea cómplice de su echarse a llorar.
El remolino de la Rusia postsoviética hizo más fácil la adopción de mi hermano Antón, pero la burocracia rumana era más pastosa, sobrevivía la era del dictador Nicolae Ceausescu sin agilizar los trámites aduanales, consulares… Sin que la corrupción entre funcionarios dejara de mantener la costumbre de exigir propinas desmesuradas, regalos al empleado que debía acuñar el documento autorizando a inscribir la adopción, o un certificado de salud para que en el Hospicio Ovidius, donde yo me hallaba desde unos meses de nacido, permitieran que entraras al vestíbulo, al salón donde jugaban los niños, a la oficina de la directora para formalizar la adopción del niño elegido para cruzar el Atlántico, llegar a New Jersey, ir un domingo inolvidable a su primera excursión al Coney Island, tras cruzar el túnel en el tren y luego tomar el metro y luego montarme en los caballitos mientras reíamos con el cono de algodón de azúcar en mi mano contenta, en mi mano despreocupada, en mi mano entre la tuya cuando el caballito subía en una curva y me daba la impresión de que me iba a caer.
Apenas tres días en Rumanía no te permitieron hacerte una idea del país. Pero desde luego que sí hacerme varias veces la crónica de una tarde en Bucarest, cuando fuiste a pasear por los jardines Cismigiu, gracias a la excursión para turistas que lograste reservar en el lobby del hotel. Aunque resultó en una pareja de ingleses y tú en un taxi, cuyo chofer, muy locuaz, se encargó del paseo por la avenida Calea Victoriei. De llevarlos —me contaste, pero no el mismo día— a un hermoso lago, al río, a un gigantesco edificio de espantosa arquitectura, sede del Parlamento y de otras oficinas, que no lograban llenar sus estancias de la época del dictador y su mujer, antes de que los fusilaran en 1989 por comunistas y sanguinarios y más horrores que contó el taxista en un inglés chapurreado, aprendido en Sidney, donde ahorró hasta en la comida para regresar y comprarse el Peugeot, ganarse el día a día, quejarse de la inflación.
De Bucarest también recordabas que la directora del orfelinato parecía gitana, por el color medio aceitunado de su piel y porque no dejó ni un instante de escudriñar tus miradas y ademanes, tus pacientes suspiros cada vez que exigía otras firmas en documentos que parecían reproducirse mágicamente, desde la gaveta central del escritorio, detrás del cual ella reinaba en el Hospicio Ovidius, nombre que según pormenorizadamente te explicó era un homenaje al poeta latino Publio Ovidio Nasón, que viviera allí, en la hoy Rumanía, en la actualmente ciudad de Constanza, entonces llamada Tomis, en el Ponto Euxino, como los griegos llamaron al Mar Negro. Desterrado por el emperador Octavio Augusto, sin que se sepa bien cuál fue la causa.
"Lo cierto es que murió aquí en Tomis —dijo la directora—, en el año 17 después del nacimiento de nuestro señor Jesucristo".
Y la olivácea directora, algo entrada en grasa, pasó a explicar que el nombre se había escogido porque el terreno donde estaba el orfanato había pertenecido a un célebre latinista rumano, al que sus amigos y discípulos bautizaron cariñosamente con el apodo de Ovidius… Pariente del escultor Constantin Brancusi, había donado casa y finca precisamente para establecer una obra benéfica para niños desamparados, mendigos de los que aún afean algunas calles de Bucarest, cercanas al barrio Lipscani, donde se halla el hotel Athénée Palace, donde te alojabas, "entre bellas casonas sobrevivientes del Bauhaus y del Art Deco" —comentaste, quizás con la tonalidad pretensiosa de un aprendiz de arquitecto. Antes de que mi risa te hiciese apurar la narración, salir con la directora hacia el salón donde se decidiría mi vida.
Ahora de nuevo, quizás para siempre, me parece estar oyendo tu voz que comenzaba a quebrarse cuando el cuento en el Hospicio Ovidius subió al clímax:
"¿Quién es este señor?", enseguida le dije a la tutora, con la curiosidad ante un desconocido.
"Es tu padre", contestó ella, envuelta en una sonrisa.
Pero yo abrí mucho los ojos —regañando, dolido— para reprocharle, lanzar la pregunta: "¿Y por qué se tardó tanto?"
"¿Y por qué se tardó tanto?", volví a preguntarle.
José Prats Sariol nació en La Habana, en 1946. Ha publicado las novelas Mariel, Las penas de la joven Lila y Guanabo gay, así como los libros de cuentos Erótica, Cuentos, Por sí o por no y Delusions. Este año aparecerá su novela Diarios para Stefan Zweig.