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Narrativa

Ya nadie escribe cartas de amor

"Ser un escritorio público tiene el mismo letrero de las mariposas monarcas, de las ballenas en el mar del Japón, de la selva amazónica."

Miami
Mariposas monarcas en vuelo.
Mariposas monarcas en vuelo. Nomada news


                                                                                                  Para María Ítaba
                     

Carlos piensa que hoy tampoco ha venido la mujer de ojos que son tallos tiernos de agave, de un verde medio gris, arenoso. Le preocupa que no haya recibido respuesta. Por ella y su sonrisa de muchas gracias. Porque entonces su carta se envolvió en otro no vale la pena, en un cliente menos entre los que aún acuden. O porque él ha ido perdiendo cualidades. De pasarse meses y meses sin escribir una carta de amor, quién sabe si las musas huyeron, si se le oxidaron sentimientos, entendederas. O tal vez olvidó las letras de sus boleros preferidos: "Amor de mis amores",  "Piensa en mí"… "No puedo ser feliz" para pedir el regreso, rogar clemencia con "Perdóname conciencia", conquista en los versos de "Te quiero".

Carlos no puede quitarse la historia de quien no dijo su nombre, aunque sí firmó porque a leer y escribir había aprendido de niña, pero no llegaba hasta la escritura de una carta de amor. "Qué va. Confío en usted", le había dicho. Y sonrió levemente cuando se la leyó antes de meterla en el sobre, escribir la dirección del destinatario que traía en un papelito, pegar el sello humedecido con el dedo ensalivado y dejar que ella pusiese, sin él verlas, las señas de la remitente. Dársela y cobrar. Pedirle que volviera cuando recibiese respuesta, cuando quisiera porque estaba listo para otra carta,  conversar del amor sin cobrarle, de puro obsequio a su mirada, a ser la única cliente que solicita cartas para un enamorado olvidadizo.     

Ha sido otro día suave. Apenas dos cartas rutinarias. Una como a las once de la mañana, solicitando al casero que le arreglen el techo, que por su madre tape las goteras porque hasta cuando llovizna cae un chorrito fino, constante, sonoro contra el cubo, que no dan deseos de vaciarlo cuando está por la mitad y es un lejano gorgoteo. Y la otra carta de un bombero alto y flaco con musculatura inflada por las pesas, dirigida al capitán municipal, donde le informa que se siente orgulloso de haber servido durante nueve años y ocho meses, pero que pide baja por motivos de salud. Una hernia discal que tapa sus verdaderos planes: abrir un negocio de venta de extinguidores e instalación de alarmas, que según le cuenta a Carlos le dará más dinero que el sueldo de bombero y sin riesgos de quemaduras, huesos rotos, chamusquinas. Dos cartas que le facilitarán sobrevivir hasta más ver o necesite darse el gozo de unas cervezas. Pero ninguna de nostalgias o ruegos o perdóname o cántame un bolero o tararea una ranchera de serenata, un corrido de abandono en la voz de Toña la Negra, susurrado con guitarra por Chavela Vargas.

El escritorio público de Carlos tiene tres gavetas laterales y la del medio, con picaportes de bronce ahora muy opacos, sobre una madera que quizás sea caoba, aunque el barniz untado hace años impide ver vetas, texturas que sirvan para identificarla. En ellas, dentro de cajas amarillentas, guarda papel, sobres, sellos postales, permisos de notarios, mochos de lápices, pegamento, un pomito de líquido para tapar errores con su brochita, que ya ha rellenado con agua; y en la gaveta de más abajo una toalla, una pastilla de jabón amarillo sin marca, un rollo de papel sanitario. Tiene enfrente una silla giratoria, también de madera, con un cojín de guinga azulosa, plumas suaves para sus nalgas y consumidos brazos a los dos lados con una leve curva para que los codos se acomoden. Encima del escritorio se halla la dueña de su quehacer: una alta Remington negra, de teclas duras y letras rellenas, que en su momento le costó limpiar los ahorros y empeñarse seis meses para pagar los plazos.

Del otro lado del escritorio, casi al borde del estrecho pasillo que permite el portal de arcos coloniales, Carlos tuvo dos taburetes, pero se los robaron hace cuatro o cinco años, una vez que cruzó al baño de la dulcería y aunque le encargó a su vecino que le cuidara, el vendedor de revistas y periódicos se distrajo y los jóvenes corrieron, cada uno con un taburete, hasta doblar en la esquina, perderse calle abajo, en el relente de las dos de la tarde. Entonces puso las dos sillas de plástico rojo que se conservan hasta hoy, porque no parecen despertar interés entre sedientos y hambrientos merodeadores. Aunque una noche o madrugada trataron de romper el fuerte candado a cuya gruesa cadena amarra el baúl donde guarda la máquina de escribir, los dos pisapapeles, las cajas que pudieran robarse de las gavetas; ata las tres sillas y el escritorio; tranca y tensa la cadena por el costado que da a la columna salomónica.

La rutina de Carlos comienza por enfrentar la vejez. Solo es de miércoles a domingo, porque los fines de semana caen más clientes. Como hoy sábado y el de la semana pasada, cualquier día cuando aparta el dolor de espalda, la artritis y la flojera; hasta que se levanta, va al baño, se asea y se viste rápido  —siempre de camisa blanca—, sale a la cocina-comedor-sala y cuela café, calienta en una sartén las tortillas de maíz, que mecánicamente convierte en tacos con los restos de carnitas o de lo que haya quedado del día anterior. Se come tres o cuatro y envuelve los otros tacos para llevárselos en la bolsa, matar el hambre de las dos de la tarde; hasta que regresa alrededor de las cinco en invierno o seis, como hoy, en el verano. A calentarse la comida que le deja su sobrina y  comer hablándole al televisor; para luego leer, dormitar, irse a la cama que fue lo primero que tendió al amanecer de las seis, sin necesidad de despertador, aunque en la mesita de noche tiene uno redondo, de campana arriba, que a su difunta mujer le regaló la sobrina, invariablemente cariñosa con la tía que no había podido tener hijos; y sobre todo con él, porque nunca conoció a su padre y Carlos se la pasa preguntándole por su trabajo de maestra, le regala el mismo perfume cada Navidad.

Lee y muchas veces relee las mismas novelas, Una vez al mes va a la biblioteca municipal y por lo menos dos de los libros que permiten sacar son novelas nuevas o que nunca ha leído. Porque casi todos son novelas, por lo general de autores del siglo XIX, sus preferidas en un orden que encabezan los rusos. Después se mezclan hispanoamericanos, franceses, ingleses, españoles, estadounidenses… Su biblioteca propia ocupa un librero de caoba de metro y medio de largo y cinco travesaños, donde pasan de cien los libros, con dos cursos de redacción y ortografía que nunca abre, uno de gramática, un Pequeño Larousse y una Enciclopedia de la Juventud comprada a una escuela privada que había cerrado y vendido los enseres a precio de remate, casi regalados a la hora en que Carlos pasó por allí, cuando la noche se tragaba las sombras.  

De aquella escuela también proceden los dos elegantes pisapapeles que destellan el lujo del escritorio público, los dos gruesos triángulos de cristal macizo que tranquilizan el peligro de ventoleras. Los que dentro de un rato, cuando empiece a recoger para irse, serán los primeros en entrar al baúl, ser casi acariciados por Carlos, orgulloso de tener un escritorio a la antigua en el portal corrido, frente a la casa municipal. Resistente a las embestidas que le sugieren comprarse una computadora con su monitor, aunque sea de segunda mano, con una impresora que desechará para siempre el sucio papel carbón, que evitará burlas de millenials.

Pero Carlos repite una y otra vez a amigos y vendedores no tener nada en contra del progreso, de agilizar las operaciones. Lo que pasa es que su Remington es un amuleto. Encierra la suerte porque "el toque es más humano y tristemente lo estamos perdiendo", dice sin alzar la voz, casi para que nadie lo oiga mientras los ojos esparcen su soledad. La divulgan vidriosa y opaca, lentamente.

Piensa que va siendo hora de empezar a recoger, mientras termina el recuerdo de cuando se enfrentó a los que lo tildaban de viejo, añadiendo los escritorios públicos que debieron existir aún antes de la independencia, donde se escribía a mano, con pluma de fuente, quizás de tanquecito interior; aunque debieron ser de ir mojando mientras se escribe. Hoy cree que para la mayoría de los transeúntes él es como una estatua en el medio de un parque, una vitrina de museo que exhibe profesiones extinguidas, agua quemada, pasado pluscuamperfecto. "Ser un escritorio público tiene el mismo letrero de las mariposas monarcas, de las ballenas en el mar del Japón, de la selva amazónica", se comenta a sí mismo mientras abre el candado para desenrollar la cadena y comenzar a irse hasta mañana.

"Pero aquí sigo, redactando a veces hasta tres borradores de las solicitudes de empleo a la municipalidad para la nueva terminal; insultos a un vecino cuyo perro mordió a la suegra; préstamos de dinero o liquidación de deuda; súplicas al dueño de una casa de empeños; peticiones de un álbum de fotos a los abuelos, tras el fallecimiento del padre en un accidente", murmura, casi sin mover los curtidos labios que deben leer lentamente cada carta a los clientes. Alguno molesto por no oír bien, otro por no entender, la mayoría exprimiendo el pago de la carta con observaciones. Dudosos del éxito.

El alquiler del pequeño espacio que su escritorio ocupa en el céntrico portal, se lo han aumentado tres veces, la última este mismo año. Dos veces le han subido el del apartamento. Menos ropa y comida se han encargado de pagar las diferencias, apenas sus clientes. Nunca se ha quejado con ninguno de que el dinero diario se le va siendo poco. Nunca Carlos ha dejado de pagar cada mes. Tampoco le ha mandado ninguna carta al obispo —que el año pasado paseaba por el portal, se detuvo a saludarlo y elogió su trabajo— donde le solicitase interceder con el dueño del edificio para que rebajara la renta en el bullicioso portal.

Dos largas décadas cumplió Carlos en el oficio, tras regresar desde la ciudad portuaria donde trabajó en los astilleros y bebió tantos submarinos de cerveza y tequila que una madrugada lo dieron por muerto, en una cantina de puertas batientes y desvencijadas, donde la victrola no paraba nunca de tocar rancheras de Lucha Reyes y José Alfredo Jiménez. Hasta que un domingo casi de día dos amigos lo dejaron caer contra la puerta de su casa. La mujer abrió, lo recogió, logró bañarlo y acostarlo, para ponerlo ante su maleta en cuanto despertó, decirle que el trago o ella. Y mejor irse a probar ser escritorio público, su viejo sueño que lo libraría de ese diluvio de alcohol que ahogaba flemas.

El ultimátum fue efectivo… Se convirtió en escritorio público del caluroso y lloviznado pueblo, tan diferente del puerto salitroso del Golfo... Ni el cáncer que se llevó a su mujer detuvo el rito diario con la odisea de palabras, de oraciones que poco a poco le fue más fácil escribir, con frases que saltan de carta en carta, rutinarias menos en las cartas de amor. En esas no. En ellas evita los terrenos melosos, las frases pomposas o exageradas. Trata de que suenen a limpio, relee los poemas de la antología de carátula blanca que guarda junto al diccionario, en la segunda gaveta.

"En ese entonces había cuatro o cinco como yo. Era como cualquier otro oficio, gente profesional desgranando párrafos", se dijo con una alegría en el tono que luego recordó la competencia donde ninguno trataba de quitarle un cliente a otro, donde si el cliente era nuevo lo dejaban deambular y que decidiera por la pinta, por el olor, por azar. Menos en el caso de Yolanda, la única mujer que se ganaba la vida escribiendo cartas. Con ella solían ir muchas mujeres a las que se les veía de lejos que ejercían la ardua venta del cuerpo. Ellas se sentían más en confianza para contarle sus reclamaciones o quejas; aunque Yolanda recibía clientes de todo tipo. Hasta un día. "Pensábamos que estaba echando una siesta sobre su escritorio, pues había recostado la cabeza, cuando en realidad era un infarto, indigno de una mujer que se la pasaba evitando reacciones bruscas, pidiendo calma", se dijo Carlos.

Su humildad era un "Más o menos", cuando le preguntaban por el éxito de su escritura, aunque fuera redactar una solicitud de crédito para la compra de una vaca o la denuncia de que los basureros no recogían los desechos acumulados en la esquina, donde el camión tendría que dar marcha atrás porque la calle se estrechaba. Su reflexión sobre si escribía bien partía del orgullo por conocer las reglas gramaticales, aprendidas cuando iba a la Preparatoria. Pero en el fondo, allá dentro, sabía que no es escribir correctamente, sino escribir bien.  Algo que chasqueaba la lengua antes de asegurar con tristeza que muchos han empezado a olvidar: "Porque no es lo mismo escribir: Oigan, necesito dinero para invertir en mi cultivo o lo que sea, dénmelo ya; que pedirlo amablemente, explicar la situación, señalar por qué necesitas el dinero y por qué será útil para ambas partes". Y Carlos se añade, seguro de no exagerar, de no ser dueño de la verdad que muchos viejos creen guardar: "Esto es algo que se está olvidando. Ya no aprecian la belleza de la forma, sólo les importa hacer las cosas rápido".

Mientras termina de recoger y cerrar con el candado, especula  que va a escribir cartas hasta el día en que muera. Le alegra que su sobrina va a heredar el puesto, según le dijo, aunque comentó que entonces traería su computadora.  "Pero no es lo mismo", continuó pensando. "A mucha gente le gusta cómo se ven los documentos escritos en estilo antiguo", añade despacio mientras se rasca la palma de la mano izquierda. "Cuando escribo en mi máquina, tengo que tener mucho cuidado. Pensar en los acentos y la puntuación. Concentrarme, y para eso necesito tiempo" —se apunta, sin imaginarse tecleando en una computadora… Mucho menos si se tratara de una carta de amor como en los viejos tiempos, cuando los escritorios públicos eran más conocidos por un novio que hervía de celos, una mujer despechada que juraba quitarse la vida, la confesión entre lágrimas de una infidelidad, la frágil invitación a cenar con pícara sugerencia incluida…

"Ya nadie escribe cartas de amor. El cortejo ya no existe", se lamenta, cuando comienza a caminar de regreso a su apartamento.  "Muy pocas cartas de amor en los últimos meses, salvo la de la muchacha de ojos lindos." Y añade con tristeza: "No, no soy poeta, pero cambio mil cartas de notario por una de amor. La tradición estaba desapareciendo cuando empecé. Pero sí recuerdo un cliente que me dijo que iba a terminar robándole a la novia si me conocía".

Carlos camina lánguidamente mientras se repite que es un buen trabajo, donde goza mucho tiempo libre para conocer y ayudar a la gente a obtener lo que necesita, echarle una mano con las ideas. Para leer mientras se espera, como los barberos, la aparición de un cliente tal vez majadero, de los que no aceptan que los corrijan; o a veces solo quieren que escriba un montón de insultos. "Al final pocos te dan las gracias", lamenta Carlos, cuando introduce la llave en la cerradura de su apartamento y sonríe ante la ilusión de que la enamorada regrese a pedirle una segunda carta, otra entrañable tormenta epistolar.

No sabe que la mujer de ojos que son tallos tiernos de agave, de un verde medio gris, arenoso, es  la mejor amiga de su sobrina. Tampoco que mañana tendrá la alegría de que volverá a visitarlo en el escritorio, a petición de su sobrina, para que le escriba otra carta de amor cuyo destinatario no existe.
      

En Aventura, abril y 2020

 


José Prats Sariol nació en La Habana, en 1946. Crítico literario y narrador, ha publicado las novelas Mariel (1997), Lila (México, 2004) y Guanabo gay.

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