Kirk Douglas en technicolor una de las primeras noches
que me dejan estar despierto hasta tarde. Es viernes,
pasan un programa de clásicos y mi padre dormita
a mi lado su aliento a alcohol. El aire acondicionado
enfría de más la habitación mientras aprendo sobre
la belleza e inutilidad de las rebeliones. No seré más
ese niño que se queda inmóvil debajo de la mesa
a forzar el mecanismo por el que todos los objetos
de la casa toman vida. A partir de ese día, a la emoción
de las nuevas experiencias vendrá aparejado un temor
a quedar congelado, a repetir la vida de los padres.
Ahora, sin embargo, empiezo a comprender su rabia
porque cumplo la edad que él tenía cuando me criaba.
Vamos encima de cuadrigas, los romanos conversan
en perfecto inglés y de nuestra suerte toma nota
un simple gesto de pulgares. Entonces, mi padre aún
tiene amigos con los que bebe y no ha enfermado del
riñón. Son escenas a las que vuelvo menos a bucear
en el origen de una sensibilidad que para encontrar
explicaciones, como el que haciendo reformas en
su jardín descubre un piso de mosaicos. Y es sobre
todo la pregunta acerca de por qué nos escondemos
para que no nos vean llorar con las películas o
cuándo comencé a sentir en colores saturados
como los de aquel cielo bajo el que tiene lugar
una sublevación de esclavos.
Ibrahim Hernández Oramas nació en Matanzas, en 1988. Es fundador y miembro del equipo del sello editorial cubano con asiento en México Rialta Ediciones. Este poema pertenece a un libro inédito.