A Tini, enferma del mal de Pick
Como enfrentar un rostro despojado de rostro,
e informan que los científicos no entienden mucho, que solo
han logrado desentrañar una ínfima parte de nuestros cerebros.
Entonces por qué los muertos aparecen con largos guantes negros
que calzan hasta el codo. Es que intentan confundir sus gesticulaciones
con la pared de atrezo, pretenden que, por lo satinado, infiramos
que acaban de regresar de un cóctel y la larga noche no ha sido más que
una sucesión de bandejas, gin tonics, y charlas sin importancia
o, en cambio, avisan que formamos parte de una única función
de teatro de sombras, y hacemos bien en temer a lo que seremos.
Pues démonos la oportunidad de probar el lenguado y luego notaremos
a donde nos conduce la digestión, un poco antes de la avería de las formas.
Bien que la memoria puede ser un campo minado, pero ya asistes
con el asombro de una labor de zapa recién concluida, de quien tiene,
cuando es requerida, que garabatear el nombre de su hermana
en el fondo de una oscura caverna, apenas ayudada por un fósforo.
Tendremos, eso sí, que ir abriendo los vanos de cubículos idénticos
a ver si salta la cadencia de tu risa entre la niebla de los pabellones,
a la manera del que, antes de la última proyección de la tarde, puede oír
el sonido del tic tac al tiempo que examina una solución de continuidad
en las siluetas de cada negativo. Solo estamos a un paso, pequeña Jenny,
de la loca que, con un dedo, saliva circularmente su pezón, de no poder
resistir al incendio de las llagas el día en que de nuestra piel
retiren el celofán, de atorarnos en la última carcajada.
Quién sabe por qué has vuelto a por mí, por qué caminas
por el sendero de barro que divide las dos alas del sanatorio,
por qué has dejado el taxi encendido y pasas indiferente
a la lascivia y quejidos de los internos. Todo será acaso como antes,
me sentarás una vez más en tu regazo, me dejaras fumar de tu cigarro,
tomar el volante y conducir al descampado. Y, cuando las visitas
pregunten por el origen de las partituras, les diremos que eras tú
la que solías tocar y que, por cierto, apenas un segundo antes,
has decidido abandonarnos.
Como enfrentar un rostro despojado de rostro,
mientras escuchas una historia sobre el amor y la oscuridad,
que al momento te parece insignificante, pero luego se irá
abriendo, a lo largo del tiempo, en infinitos desarrollos.
Las sillas han quedado desparramadas, sobre el césped los restos
del confeti y las servilletas usadas con las marcas de todo lo que,
hasta la liquidación de la velada, ha continuado supurando.
No tenías idea de que la vida iba a ser esto.
Todas las capas que han ido cayendo en lo que los últimos
invitados desabrochan los botones del cuello y se aflojan
el nudo de la corbata. El momento donde ya no hace falta guardar
las composturas y debemos apurar atribulados nuestras copas
con la vista puesta, un tanto de soslayo, en la etiqueta de caducidad.
Ibrahim Hernández Oramas nació en Matanzas, en 1988. Es fundador y miembro del equipo del sello editorial cubano con asiento en México Rialta Ediciones.