He vuelto a soñar con la película de Anthony Hopkins que vi siendo niño:
un accidente aéreo, la columna de humo, una pequeña hoguera y,
a todo lo que da, la inmensidad de los bosques de abetos
de la Norteamérica. Sentados al borde de las tablas del muelle,
junto a los grandes lagos, hacíamos por hablar. Y, efectivamente,
algún sonido exhalaba el aliento helado donde no había sentido
que absorber. Entrabamos en la era silente, los títulos entre escenas
habían sido sustituidos por señales de humo en vapor de agua.
Era el clima perpetuo, era lo encapotado, y, pese a que ya existían
los métodos de cálculo, no sabríamos decir que tan cerca estábamos
del anochecer o si, táctil aún, se nos ofrecía el pasto recién cortado
de la mañana en su envoltura inaccesible. Y había más, tenía por
fuerza que haber más, un accidente aéreo, la columna de humo,
una hoguera pequeña y, a todo lo largo, las ramas de las acículas
a través de las que se podía intuir la lógica de una secreta circulación.
Y todavía más, la feliz coincidencia para un hombre barbudo, solitario
y perdido, en el medio del bosque, de llevar consigo, en tales
circunstancias, un manual para actuar en tiempos de supervivencia,
los pormenores de una pragmática iluminada a láminas. Cómo hacer
una brújula corcho en un cuenco de barro, cómo filtrar alcohol,
conectar, a la vez, los principios de una vida rudimentaria con los campos
magnéticos de la Tierra. Este es un paisaje que nunca llegaremos
a asimilar, pensé que me decías, que siempre será, para nosotros,
lo construido, padeceremos una genética de los meridianos.
Y faltaba más, el encuentro con lo animal. Cómo clavar la bestia
a una lanza de piedra, cómo cocerla en tiras e imbuir de su espíritu
a la manera de los viejos guerreros. Sabes, pensé me habías dicho,
la idea misma de la felicidad la podríamos encontrar en este patio
trasero alumbrado de guirnaldas, en esta luz amarilla de enredaderas
eléctricas o en esa estática de luciérnagas como que artificiales.
Pero la película con Anthony Hopkins había terminado en un chalet de troncos,
la bestia estampada a la pared, un trofeo de caza, el libro de vuelta
a los anaqueles, el fuego controlado por sensores proveyendo
la inconfundible sensación de asfixia, la titilante normalidad hogareña,
y los mismos árboles, otrora imponentes, empujados ahora por la corriente
en su camino al aserradero.
Ibrahim Hernández Oramas nació en Matanzas, en 1988. Es fundador y miembro del equipo del sello editorial cubano con asiento en México Rialta Ediciones.