Está el balcón y salimos al invierno.
Adentro de jarras,
que llevamos con nosotros,
cintilan,
un rumor metálico
de cucharillas,
los sedimentos del café,
haciéndose eco, si se quiere,
de algún temblor imperceptible o,
todavía más,
acatando un ritmo
pausado
de lejanas detonaciones cual
si de una plaza en sitio
se tratara.
Así, los edificios emergen,
cetáceos descascarados
sobre la marea
laminada de polvo,
su espinazo
a la lluvia volcánica.
Muestran
por un momento solo
a la intemperie de luz
su piel
llena de tajos
como mordida por seres de otro mundo
donde, más allá de ladrillos,
zonas de arena cimentada y
soportes de hierro
la misteriosa
consistencia de pulpa
se adivina.
Sabemos,
casi con seguridad,
que en esta,
la estación más escasa,
se hace el momento de las figuraciones.
Al centro de la composición,
la estructura,
cercada por grandes placas de metal,
del mercado que,
con apariencia de gueto
o templo abandonado,
semiderruido
retiene un aire de
grandeza perdida, y
sobrexpone hacia sí,
luz autoimpuesta desde bombillas,
que persisten
aún un tiempo más
en la mañana,
el descolorido fresco en que, casi sin forzarnos,
alcanzamos a ver
se dibuja
la silueta del, así llamado,
cuerno de la abundancia
de donde brotan,
con un rigor hierático,
cerezas,
ramos generosos de uvas,
manzanas y, precisamente,
otras de las frutas
que en este tiempo,
y en retirada de las líneas de los trópicos,
sin temor a pecar de inexactos,
podríamos nombrar
de la estación.
Contrasta en esta,
por así decir,
Pompeya rehabitada,
la frugalidad excesiva de los hombres
que parecen
con parsimonia
haber restituido sus abrigos,
vueltos a usar cada año
en el tiempo de frío,
de latas de conserva, y beben
de un borde de la caja, ya antes
con los dientes abierto,
un elixir de ron claro y espeso,
con la, como ya veíamos,
destellante nitidez que alcanza
la figura que,
arquetipo de la bienaventuranza,
corona, para estos hombres,
como un faro adverso
el friso del mercado.
Junto a la esquina
de los Cuatro Caminos,
donde los practicantes
embalan
en papel de cartuchos
sus promesas,
que dejan
como prendas olvidadas
a la vera
de cada intersección,
nosotros,
forasteros de todo
en este sitio,
aferramos
nuestra infusión elaborada,
que sorbemos, parece ser,
conforme
a las modulaciones de
cada humor respectivo,
pretendemos exprimir adentro
la vid cargada
de nuestro vínculo,
no vaya a ser que
como presienten estas gentes,
criaturas nerviosas,
vísperas de tormenta,
algo parecido a
la marejada prometida
que todo arrasará,
nuestros cuerpos
que se piensan intrínsecos,
y también los cuerpos
sin distinción
de todo inquilino,
en las cercanías, e incluso más allá,
de los Cuatro Caminos,
con un golpe extremo de mugre,
termine por borrar.
Ibrahim Hernández Oramas nació en Matanzas, en 1988. Fue editor, de 2010 a 2012, de la revista universitaria habanera Upsalón. Es autor de una tesis sobre la obra de Roberto Friol, Casa no sitiada por la luz, que aparecerá próximamente en el sello cubano con asiento en México Rialta Ediciones, del cual es fundador y miembro del equipo editorial.