Escucha: suponiendo tedioso el libro que a) no conmueve b) no divierte c) no interesa, ¿qué debe esperarse de la suma de aburrimientos que supone el compendio de trabajo —traducción y escritura de poesía— en mitad de carrera?
¿Qué valor tiene (si existe) la poesía?
(La última vez que estuve aquí —edición y montaje a Mano dura/ Una indicación, de Oscar Cruz— había pensado (largo largo) en el valor de la poesía. Había pensado en el valor de un-libro-de-poesía).
¿Y —acaso, alguien sabe— cuál es el valor de la poesía?
Ser (el poeta) uno que "nunca llega a ser carroña" puesto que "se consume sin podrirse". Ser "el montón de estiércol", "la voz del excremento", "el rostro del que orina". ¿Pero qué es lo que orina un poeta?
¿Sobre qué orina la poesía?
Cargar el lenguaje de sentido "hasta el límite de lo posible" no funciona, si el lenguaje de uso carece de palabras que se proyecten "sobre la retina mental" (Ezra Pound).
Y aquí solo hay lenguaje desnudo de metáforas.
(Si acaso, aquello de la "metáfora interpretativa" ocasionalmente, contrapuesta —sigamos con Pound— a la "metáfora falsa u ornamental": las fiorituras que adormecen el intelecto entre un concierto de címbalos o la recitación piadosa de los salmos bíblicos).
No hay señal del genio en OC, que Aristóteles reseña en su Poética.
O sea: no existe una "rápida percepción de relaciones" (entre un objeto y otro, no existe una rápida percepción de relaciones) entre un proceso y otro. Solo una "soberbia —dijo Rogelio Saunders— que corre el peligro de volverse una forma altamente sofisticada de Kitsch", un "encarar el kitsch como lo que el arte no puede eludir".
Pero nada de esto habla del valor de la poesía.
El compendio de trabajo incluye traducciones. Se entiende que Georges Bataille sirva como "mirilla" para ver-espiar un ethos muy próximo al de OC; Frank Smith es "pivote" que sostiene el imperativo de beligerancia y realidad en la poética-OC; Didier Bourda es la ambición —aun en lengua extraña para OC— de una poesía sin lenguaje amoroso. Una poesía sin fiorituras…
Y nada de esto habla del valor de la poesía.
Me dijeron —me digo, me dicen— de Bukowski (y otros parecidos) en el pulso de OC. ¿Por qué leer a Bukowski en OC?
¿Y por qué no?
En cualquier caso, si (el citado) Charles B. no tenía centro fijo al que tirar, difuminado (como estaba) en circunstancias, necedades éticas y no-éticas de una escritura prostibularia, en OC ese centro tiene apelativo(s) y configuración definidas: llamémosle sistema, órgano(s) —de dirección—, establishment o (esta, que no me gusta por su capacidad de exacerbar lo ya inflamado) statu quo.
Ya dije en Long Playing Poetry —un disco de vinilo en español con temas de poetas cubanos de los Años Cero— de la prolongación de un trazo continuado en OC, y puesto en el circuito por los casos Padilla (Heberto) y Juan Carlos Flores.
Ya dije la incidencia en ese trazo de OC, no en una "marca-estilo", sino en la fragmentación molecular de una granada que comporta intervenciones cívicas de la escritura sobre la realidad.
Pero —y ahora esta pregunta me la dicta el Baquero (Gastón) en el oído, y soy apenas su escribano—: ¿cómo escribir sin "línea fija de expresión, línea fija de tradición, línea fija de vocabulario"?
Si una medalla (cualquier porción de calamina conmemorativa) requiere la poesía; si hay que premiarla, habrá que hacerlo por el valor de romper el silencio expresivo de la lengua (realidad material versus realidad literaria). Por el valor de conectar interiores categóricos con exteriores contextuales (realidad síquica versus realidad política).
Y si "el futuro de La Cosa nunca ha estado en la poesía", entonces, ¿de qué estamos hablando? ¿Qué premio merece todo esto? ¿Qué circunstancia la merecía más?
La poesía, tal y como se ha visto, no tiene concesión. Su posibilidad de ganancia es ser inútil. Su utilidad es no tener valor alguno.
Entonces, frente a esa incompetencia práctica, Kafka toma la palabra (trátase más bien de gestos gruñones con un piolet en la mano) y habla de golpear la cabeza del lector.
Escucha: golpear la cabeza del lector.
Y golpear la cabeza del lector es percutir en una zona hueca de admiración (extirpado el chip del asombro). Hay que machacar, piolet en mano del lenguaje —cualquiera sea su registro—, a quien se tome la molestia de atender tales "naderías".
Para que la cabeza de un poeta se convierta en "cuerpo represivo", debe aprender a calcular "el resultado de los golpes". Para que ese cuerpo represivo deje "marcas y torsiones" en el cuerpo (cabeza) del lector, debe aprender a generar poemas como piquetazos en montaña de hielo.
Y así se llega al valor de la poesía. Una lección aprendida muy temprano por OC —digamos que al dedillo— desde Los malos inquilinos (2008).
En poema titulado "Malos tiempos para la lírica", Bertolt Brecht habla de un forcejeo entre su deseo de escribir sobre un manzano en flor, y lo que lo impele a hacerlo, finalmente, acerca de los discursos de "un pintor de brocha gorda".
Pensemos en Brecht y el horror a esos discursos que "debía" (era su deber) conjurar, discutir, repeler…
Imaginemos por un instante que ese "pintor de brocha gorda" tiene —tal vez suya, tal vez de otro cualquiera, pero, en cualquier caso, su objeto de trabajo— una pared en la que ha invertido tiempo y pintura, tiempo y pintura, tiempo y…
Pues bien, esa pared es todo lo que un poeta necesita. El poeta (Bretch, OC…) encuentra su valor, el valor de la poesía, en esa pared.
Porque el valor de la poesía está en rayar la pared de ese vecino y anónimo pintor de brocha gorda. Rayar esa pared —poema a poema, línea a línea— como rayar con tiza el pizarrón escolar... y sabotear la clase.
Esa raya de tiza es devolver el cintarazo de lo inútil de la poesía (estropear, estropear trabajo ajeno). Hacer constar cierta añosa incomodidad.
Frente al dolor (quise decir "horror") que se torna deseable, la pared adquiere utilidad. La poesía adquiere utilidad: un cierto (y único) valor. Un valor traducido en calamina conmemorativa: la flaqueza de la escritura, que no deja más remedio que obligar a las palabras a producir "un sonido de armonías cortantes". La poesía deja de desear "un fundamento de niña que juega a reformar a sus muñecas", y empieza a ser sarcasmo en la intemperie, empieza a ser "bufa subversiva".
(Ahora, en la pared de la poesía cubana: una línea de tiza. Y en el piso, manchas de polvo blanco, trozos de esa arcilla terrosa pisoteada por comensales de poesía. La mano que esconde la tiza y raya la pared es, por supuesto, de OC).
Así pues, llega el señor Steiner (de nombre George), y dice: "Leer la gran literatura como si esta no fuera un apremio; ser capaz de contemplar impertérritos el discurrir del día tras haber leído el Canto LXXXI de Pound, equivale más o menos a hacer fichas para el catálogo de una biblioteca".
Por lo mismo, leer de OC Mano dura/ Una indicación, y seguir impávido como el que ve caer la nieve en una oficina de registro, es ordenar (otra vez) las fichas de esa biblioteca.
Escucha: padecer la enfermedad que viera Flores (Juan Carlos) en Rimbaud, y de la que él mismo adoleciera a su pesar (es decir: ser poeta). Reparar (entonces) en "su propia estupidez" y agarrar la tiza, es el valor real de la poesía. Un valor hecho de mientes que ven caer no nieve sino herrumbre. Un valor que obliga, en cualquier caso —tiza en mano como un colegial dispuesto a sabotear la clase, o un recluso descontando sus días de galera—, a rayar la pared.
Y ahora sí, llegado el Gran Momento, suenan las campanas a rebato: comienza el poeta a dar lo suyo, y a recibir (a cambio) su trozo de calamina iluminada.
Oscar Cruz, Mano dura/ Una indicación (Casa Vacía, Richmond, Virginia, EEUU, 2017).