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Crítica

'La Maestranza': reducción y afianzamiento

La poesía de Oscar Cruz, del cuaderno inicial 'Los malos inquilinos' a su libro más reciente.

La Habana

El tránsito de los estados del yo-poético de Oscar Cruz (Santiago de Cuba, 1979), que va del cuaderno inicial Los malos inquilinos (Premio David 2006) hacia La Maestranza (Unión, La Habana, 2013), ilustra quizá el movimiento correctivo más notorio, en cuanto a cuerpo de sentido, dentro de la poesía cubana contemporánea.

Más allá del abyecto desaliento de ciertas imágenes, de la descascarada intensidad de algunos momentos intelectivos, el cuaderno iniciático hurga con intención recesiva en el entramado del topos que concierta y dota de sentido primario la poética de Oscar Cruz. Los malos inquilinos reproduce, asentado en el hálito de los rasgos por delinear de una incipiente personalidad poética, el interés exploratorio de buena parte de la Generación de los 80 hacia el reordenamiento simbólico y mítico de la provincia. Este interés en la temática que Rolando Sánchez Mejías ha etiquetado "virtualidad de la provincia"[1], territorio mensurado con propensión obsesiva por poetas de los 80 como Sigfredo Ariel, Antonio José Ponte o Damaris Calderón, obtiene ya en Los malos… el matiz de un desplazamiento particular (con ánimo determinista topográfico me veo tentado a precisar este desplazamiento hacia la especie de lo particular oriental).

El imponente poema homónimo que abre Los malos… revela entonces el germen de lo que en Oscar Cruz serán las secuencias paralelas de una analogía: la experiencia de la provincia entendida como experiencia del horror. Sin embargo, a pesar del atisbo de intelección desde la erosión primordial que atraviesa a la provincia y los seres que la habitan, "Los malos inquilinos" resulta sobre todo un segmento donde se expían todavía las impurezas atribuibles a las entidades de la conciencia y la tradición: el poema responde, por una parte, a la impostura entrelazada de intertextos y personae que reescriben por igual a Lezama, Eliot, o Bukowski; y, por la otra, reincide, como he apuntado antes, en ciertas marcas de escritura de la poesía de los 80.

La tristeza de "indefinible esplendor"[2] que guardan las paredes de Santiago Mártir en el poema de Oscar Cruz recuerda todavía con marcada afinidad a esa "luz como no habremos visto otra" del naufragio de la Flota de la Plata que marca el mito del origen esplendente en el ineludible texto de Ponte —para lo que al trazo de una genealogía de la poética de la "virtualidad de la provincia" se refiere— "Con Ubaldo en casa de Iván. Apuntes para el poema".

Pero La maestranza, el tercer poemario de Oscar Cruz, ejecuta un movimiento de reducción y afianzamiento que debe ser leído sobre todo en los términos de una ascesis. La apuesta exploratoria que propone La Maestranza de ninguna manera, a mi entender, se puede desligar de su propia asimilación a un ethos. De ahí el carácter marcadamente autorreferencial y metapoético de este cuaderno, de ahí la confusión que impone entre los rasgos de una personalidad empírica y otra poética: el yo-poético de Oscar Cruz ha comulgado con una experiencia indecible, y tantea las formas de su teoría y expresión. Porque estas son las preguntas primeras que resuenan a través de La Maestranza: cómo escribir luego del trance del horror y la destrucción, cómo escribir entre las ruinas.

El poeta se ha convertido aquí, por definición, en relator del desierto de lo real, y todo sistema debe readecuarse a tal propósito. El poema "Céline" nos habla de esta nueva desconfianza hacia las formas tradicionales de la poesía lírica: "de arriba abajo/ la misma cuestión/ tener cojones o no/ lo otro/ es noción/ de orfebrería". Esta tendencia a una literalidad en Oscar Cruz surge primeramente de la sospecha antimetáforica y antimítica: la provincia se convierte ahora en plataforma metonímica que refleja los elementos constituyentes del infierno nacional, mundano o interior.

Tal intención de generalidad se ejemplifica de manera notable en la traslación del tropo de la luz hacia imágenes de aprehensión total: del esplendor de las paredes de Santiago Mártir hemos pasado al "Basurero interior" que esplende con luz propia, o a ese "sol del mundo inmoral". En este sentido, la marca de imposición implica un cambio de tono en cuanto a los usos de la tradición: ya en La Maestranza es inadmisible la concesión lezamiana de este verso que dicta en "Los malos inquilinos": "mujeres de pasos breves pasos evaporados", por el contrario, se declara la inutilidad retórica de la tradición para los fines de la nueva poética. El poema "Lezama/el pacto" declara sobre todo una toma de posición: "y no es que deseche sus notables instrumentos. es/ que ahora, y aquí, mientras alzo/ las vigas de mi propia Catedral,/ los querría utilizables".

La Maestranza es quizá el texto más riesgoso de nuestra última poesía. Ahora bien, si alguna objeción se le puede hacer a este cuaderno, tiene que ver con la manera en que participa de una repetida tendencia en la poesía cubana contemporánea, aupada además por nuestras instancias de legitimación, que pondera el carácter operativo del poema, su pertinencia dentro del conjunto; y pretende sustituir, por tanto, la particular verdad de la poesía, lo sublime poético (o como queramos nombrar el sobrecogimiento y la extrañeza que produce en nosotros la poesía de primer orden) con ciertos mecanismos de composición estructurales, ideológicos o conceptuales.

Una sobrelectura de las ganancias teóricas grabadas por Diáspora(s) en nuestra tradición (tal vez ya viene siendo hora para nuestra "joven" poesía de olvidar a Diáspora(s)), que parece servir para esconder, bajo el manto de un conceptualismo avant-garde, las carencias esenciales de mucha poesía que se premia y publica hoy. De ahí que, a pesar del espacio que abre para sí dentro de la tradición nacional este libro, se perciban algunos momentos endebles, tanteos que, en ocasiones, no superan el juego ingenioso o la vocación ideológica: parecen figurar solo como tributo opaco al propósito teórico de, según la editora del libro en la nota de contracubierta, "desmembramiento (que ya constituye estilo) de símbolos (históricos, literarios, animales)".

Pero todo poeta debe ser juzgado por sus mejores momentos y, en este sentido, La Maestranza entrega algunos textos imponderables. Recomiendo sobre los demás el impresionante "Lo que cuenta", que recuerda en su desaliento narrativo algunos registros de Philip Larkin.

Por último, me gustaría apuntar las correspondencias entre lo que significa para la tradición cubana la opción Oscar Cruz y lo que Michael Hamburger ha llamado, con motivo de las respuestas que los poetas han dado a la divisa de Adorno de la imposibilidad de poesía luego del horror de los campos de concentración, "nueva austeridad".[2] Toda desconfianza en las formas tradicionales, toda búsqueda hacia el centro de una verdad en poesía, puede pasar, luego de la experiencia de un aprensión indecible, por los visos de una réplica radical. La Maestranza comparte, y es atributo de su cinismo en este caso, esa nostalgia de tipo nitzscheano, que se ha apuntado a propósito de las zonas más escatológicas de la poesía de Gottfried Benn, por un estado primitivo, anterior al peso de la conciencia moderna, y que, en una de sus variantes, puede definirse como corriente antintelectual.

Quisiera terminar con esta sencilla declaración de uno de los poetas que Hamburger etiqueta dentro de la "nueva austeridad", el singular polaco Tadeuz Rózewicz, que me parece oportuna para describir el regusto que se paladea luego de la lectura de este poemario: "Miro mis propios poemas con aguda desconfianza; los he armado con residuos de palabras, palabras rescatadas, palabra sin interés, palabras del gran tiradero de basura, el gran cementerio".[3]

 

[1] Rolando Sánchez Mejías, "Prólogo", Dossier. 26 nuevos poetas cubanos. Mapa imaginario (Embajada de Francia en Cuba/Instituto Cubano del Libro, La Habana, 1995), p.7.

[2] Michael Hamburger, La verdad de la poesía, tensiones en la poesía moderna de Baudelaire a los años 60 (Fondo de Cultura Económica, México D.F., 1991, pp. 225-272).

[3] Ibídem, p. 250.


Este texto apareció en La Gaceta de Cuba. Se publica con autorización del autor.

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