Una mañana de 1971 llenaron la sala de la casa de José Lezama Lima tres amigos del escritor a los que acompañaba un oficial de la policía secreta. Entre esos amigos un tanto reos se encontraba Heberto Padilla, quien pocos días después, en asamblea celebrada en la Unión de Escritores, iba a recitar un discurso de autoinculpación donde delataría a gente próxima. Pero antes (Stalin comenzaba a desbancar a Stanislavski como director de escena) debía ensayarse meticulosamente toda la ceremonia, y el nombre de Lezama figuraba entre aquellos que se mencionarían.
Durante la primera media hora el diálogo avanzó tortuosamente. El oficial a cargo tardaba en soltar su oferta o su amenaza, y el anfitrión se escurría mediante alusiones remotas. (De igual modo solía comportarse en las aburridas reuniones burocráticas. Una destinada a discutir impuntualidades llevó sus divagaciones hasta la colección de relojes de Federico el Grande.) El viejo escritor se salía con ángeles negros de Blake, alusiones a Simmel y a la casa filosófica. Hasta que el oficial, harto de tanto barroquismo, sacó una grabadora de su portafolio e hizo que Lezama escuchara su propia voz desahogándose en contra de la jefatura revolucionaria.
Al grano: quedaba demostrado que sus intereses no resultaban tan abstractos e inactuales como intentaba hacer creer. No podría jugar a engañarlos, sabían bien quién era.
Heberto Padilla ha reconstruido en sus memorias un fragmento del discurso salido de la cinta. La voz de Lezama, su muy particular entonación, puede oírse leyendo poemas en un disco comercializado por Casa de las Américas. La Universidad Nacional Autónoma de México publicó (hasta donde conozco) el otro disco suyo, y en él lee un fragmento de la novela Paradiso. No se han editado grabaciones de sus conferencias, y tal vez ni siquiera existan. Me pregunto entonces dónde podrá estar la prueba que llevaba en su portafolio aquel agente.
¿En la misma bóveda de la que brotó, a fines de los 80, la obra póstuma de Virgilio Piñera?
Dos o tres años antes de fallecer, este fue visitado por interrogadores que amenazaron con llevarlo a la cárcel si persistía en sus tertulias o volvía a vérsele en compañía de extranjeros. Ni una línea suya debía aparecer en Cuba o en el mundo, y tendría que reprimir esas pretensiones de público. Fuentes diversas aseguran que le fueron incautados manuscritos. Lo cierto es que a partir de entonces Piñera evitó descolgar el teléfono (los amigos cercanos acordaron una clave), apenas contestaba al timbre de la puerta y redujo sus salidas. Al morir, la policía se apoderó de sus papeles. Y una década más tarde llegó a editores habaneros, de parte de las autoridades culturales (que a su vez lo recibieron de la policía secreta), un buen grupo de textos piñerianos inéditos.
Visto el ejemplo anterior, no resulta extraño aventurar que esos mismos archivos han de guardar la grabación lezamiana.
La enorme biblioteca contendrá piezas del juicio que orquestara aquel agente. Imágenes de Heberto Padilla mientras pronuncia su autocrítica. Imágenes de quienes, denunciados por él, escuchan las acusaciones. La filmación del entierro de Lezama, ordenada por un jerarca de la cinematografía revolucionaria. Registros de la asamblea donde las máximas autoridades políticas oyen a Piñera afirmar que tiene miedo. La voz de Nicolás Guillén (ser comunista no lo habrá eximido de espionaje) pregunta si los periódicos del día hablan de él, y ordena tirarlos cuando no lo mencionan. La ironía aristocrática de Dulce María Loynaz, más valiosa que sus páginas. Versiones terminadas y desaparecidas del libro que Reinaldo Arenas titularía Otra vez el mar. El despacho de Alejo Carpentier en su embajada parisina (la lejanía no iba a librarlo de sospechas)...
Un ventrudo edificio habanero esconderá todo lo recopilado durante casi medio siglo por el sistema de vigilancia que es, sin dudas, la empresa más efectiva de la revolución cubana. Y figurará en tal colección cuanto extranjero de importancia haya pernoctado en la Isla. (¿Acaso no se aireó recientemente el escándalo de famosos españoles que en un gran hotel de La Habana recibieron servicios de escucha?)
Pienso que a un régimen secretista como el cubano habrá de llegarle su hora de revelaciones y no me intrigan los descubrimientos que una apertura de archivos pudiese traerme en cartas perdidas, amigos delatores o vida mía contada en tercera persona. Me apasiona, en cambio, imaginar la avalancha de tesoros que sobrevendrá entonces.
Claro que, fallecidos sus protagonistas, no dejará de ser violento contar con lo que no desearon publicar ellos. Habrá que sopesar escrúpulos frente al borrador obtenido a la fuerza. Pero suprimidos los rumores sexuales y otras indiscreciones a las que nadie, por biógrafo que se presente, ha de tener acceso, ¡qué reserva preciosa en los archivos de la policía secreta!
Quizás resulte ingenuo imaginar que esa reserva podrá sobrevivir a la revolución. Dispongo, por último, la figura de un agente (no muy distinto del que visitara a Lezama) que lee estas líneas. Hipócrita lector, no lo llamaré mi igual ni hermano mío. Pero le estaré agradecido si, a su hora, ayuda a la salvación de un patrimonio tan rico forjado con tan malas artes.
Este artículo apareció en la revista Letras Libres en febrero de 2006. Se reproduce con autorización del autor.