A la llegada de los conquistadores españoles, La Habana ofrecía bosques perfectamente transitables con una amplia variedad de árboles maderables y frutales, que durante los primeros siglos coloniales fueron representados con cierta desproporción, en el afán de transmitir la exuberancia benévola de la nueva geografía. Según José María de la Torre, la "península en que se halla asentada La Habana (o sea su terreno de intra y extramuros), era tan fértil que no solo abundaban en ella arbustos como tunas, hicacos, uvas caletas y otros frutales, sino aun árboles mayores como jaguas, anones, mamones, ceibas y aun cedros, jobos y caobos".
Esa abundancia arbórea fue cediendo con los siglos a los requerimientos de la industria y la exportación, y muy especialmente al avance urbanizador que lo ocupó todo con obras de piedra y hormigón. Difícil es imaginar ahora aquella Habana campestre, y sobre todo muy verde. No obstante, queda la memoria de quienes, aún a inicios del siglo XX, conocieron parte de aquella realidad, como el poeta habanero Jesús Orta Ruiz, quien lo testificó en estos versos: "Duermen en la prehistoria/ de urbanizados terrenos/ árboles que eran ajenos/ y ahora son de mi memoria./ Ya sin línea divisoria/ y en fresca repoblación,/ se alzan en mi evocación/ como si aquel arbolado/ hubiérase trasplantado/ a mi fértil corazón".
Lo interesante es que incluso a pesar de la pérdida, el poeta también se refiere a la "repoblación", palabra que dio título al poema y alude a la reforestación que acompañó, desde el siglo XIX, a las urbanizaciones modernas. Es decir, a partir de modelos como El Vedado, la gran transformación de las antiguas fincas implicó a su vez el uso de parterres arbolados en las aceras, nuevos espacios públicos a manera de parques que proveían agradable sombra y jardines, y en los patios privados un número y variedad de especies frutales que rivalizaban con las vecinas.
Son testigo las fotografías y memorias del último siglo de cómo, a pesar de la reducción del verde original, persistía un mayor número de arbolado que el actual, y una mayor conciencia y disfrute de su presencia y bondades. Tan notables fueron los árboles, que no pocos trascendieron dando nombre a calles (Sigua, Tamarindo, Aguacate, Mangos, Sapotes, Coco y Mamey) e incluso a nuevos repartos (La Ceiba, Tamarindo, Naranjito, Los Pinos). El último en contemplar la presencia vegetal, no como accesorio sino como elemento significativo de la identidad del barrio, fue el reparto Santa Catalina (1957), ubicado entre la avenida de igual nombre y el Casino Deportivo.
En este reparto residencial, las manzanas se separaban por alamedas e incluían grandes jardines que favorecían la intimidad de la vivienda, incorporando suficiente área verde sin necesidad de parterre. Promocionaba "intimidad (…), fresco permanente, lluvia y aire puro, es decir la continuidad de un señorío y una concepción de la vida esencialmente criollos". Buscaba la vida en armonía con la naturaleza y preservar las especies locales, por lo que algunas de las calles principales fueron plantadas de ocujes, ceibas y palmas reales, árboles que identifican visual y toponímicamente cada vía donde se encuentran.
El proyecto implicaba también la ejecución de un gran parque que no se realizó, y de otro pequeño, conocido como El Pescado, por la escultura que lo decora. Lamentablemente, esta urbanización diseñada por grandes arquitectos cubanos como Emilio del Junco, Mario Romañach, Juan Galván, Nicolás Arroyo y Gabriela Menéndez, no se concluyó. En las décadas de 1980 y 1990 fue sustancialmente transformada con la incorporación de muchos edificios de microbrigada y bajo costo, así como con la tala indiscriminada de gran parte de su espacio verde. Actualmente, el Parque El Pescado comparte la desidia y abandono del resto de los parques habaneros.
Una poeta cubana a la que no resultó indiferente la presencia de árboles en la ciudad y la intensa comunión que con ella establecen fue Rafaela Chacón Nardi. En unos versos dedicados a la yagruma del patio del Museo de la Ciudad, concede entidad a lo que no solo es adorno: "Del patio al azul celeste/ elevas tu arquitectura/ que en su altivez bien procura/ virtual obelisco agreste./ Yagruma del noroeste,/ con tu estampa soberana/ le das a la antigua Habana/ corona de fiel verdor/ y gracia y vivo esplendor/ de pura estirpe cubana".
Habría que terminar mencionando el árbol regio de la ciudad, enlazado a ella desde sus orígenes y por muchos considerado un símbolo de habanidad. Me refiero a la ceiba, y particularmente, a la ceiba de la Plaza de Armas. Por haber sido protagonista de la constitución de la villa, es su símbolo más antiguo y ha merecido la construcción de una columna conmemorativa, en 1754; de un templete, en 1828; y de una ceremonia cada 16 de noviembre que ya remonta algunas décadas. Lógicamente, no es la misma que cobijó la primera misa y el primer cabildo en 1519, pero cada sucesora ha sido venerada con igual mimo.
Fernando Ortiz creía fuertemente en la fuerza de este árbol como símbolo habanero, y así lo expresó en 1928: "Nosotros creemos que la ceiba del Templete fue el emblema de la municipalidad de la villa de La Habana, y el más antiguo y permanente emblema de libertades ciudadanas que conservamos en Cuba. A esa ceiba debiera concurrir nuestro pueblo habanero en peregrinación, cada vez que sienta mermadas sus libertades".
Junto a ella reclama, desde hace más de dos siglos, la inscripción de la columna de Cajigal, para que nadie a su lado pase indiferente: "Detén el paso, caminante; adorna este sitio un árbol, una ceiba frondosa, más bien diré signo memorable de la prudencia y antigua religión de la joven ciudad (…) Mira, pues, y no perezca en lo porvenir la fe habanera (…)"