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Opinión

Fresa, chocolate y otros sin/sabores de la Revolución

El filme de Tomás Gutiérrez Alea y Juan Carlos Tabío, basado en un cuento de Senel Paz, candidato a un Oscar que no ganó, cumple 30 años.

Ciudad de México
Vladimir Cruz y Jorge Perugorría en un fotograma de 'Fresa y chocolate'.
Vladimir Cruz y Jorge Perugorría en un fotograma de 'Fresa y chocolate'. Mubi

Corría el rumor de que, terminado el Festival, no se vería más la película más comentada de aquella edición del esperado evento. Por eso, cada vez que sucedía una de sus proyecciones, el público colmaba el cine donde iba a presentarse Fresa y chocolate como si ya no hubiese un mañana.

La vi en el Chaplin, sentado a pocos metros de la pantalla, y en el extremo más alejado, obligado a permanecer en una posición que creo recordar me dejó con un intenso dolor de cuello. Pero valió la pena: estuve ahí, en una de esas primeras presentaciones de la película que iba a convertirse en el mayor éxito nacional e internacional de nuestro cine y que luego, tras ganar algunos de los premios más importantes del evento en ese diciembre de 1993, recorrió el mundo dejando saber que en Cuba al fin emergía una discusión sobre la imagen del país que por años parecía velada.

Detrás de esta versión de "El lobo, el bosque y el hombre nuevo", el cuento original de Senel Paz laureado con el Juan Rulfo en 1990, estaban Tomás Gutiérrez Alea y Juan Carlos Tabío, como directores del proyecto aprobado por el ICAIC nuevamente dirigido por Alfredo Guevara, tras su retorno de París como solución al affaire de Alicia en el pueblo de maravillas. Y todo sucedía en lo más crudo del Periodo Especial, a pocos meses del Maleconazo de agosto de 1994.

Diez años antes de esos sucesos que confirmaron la crisis en la que se había hundido el país tras la desaparición del socialismo de Europa del Este, Gutiérrez Alea había adelantado algunas de las cuestiones a las que, paradójicamente, iba a ofrecer una respuesta diferida con Fresa y chocolate. En la revista Casa de las Américas publicó un comentario explicando su rechazo ante Conducta impropia, el documental que Néstor Almendros y Orlando Jiménez Leal habían estrenado como denuncia al trato recibido por los homosexuales y enemigos políticos de la Revolución, develando secretos y detalles que hasta ese momento muchos no daban por auténticos. Como eco de otras diferencias entre Almendros y él mismo, Alea responde a una entrevista que le hace Richard Goldstein para The Village Voice y sus impresiones aparecen en un artículo titulado "¡Cuba sí, macho no!" en julio de 1984. En agosto, al conocer lo que ahí opina el director de Memorias del subdesarrollo, Almendros riposta también en The Village Voice, y en Casa de las Américas, Gutiérrez Alea redacta un resumen de toda la polémica.

"La imagen de nuestro país que nos ofrece a través de un anecdotario en el que habría que creer 'porque sí', porque viene avalado por su prestigio, es ridículamente monstruosa. Almendros conoce y maneja los clisés más difundidos sobre Cuba, las mentiras más enormes, que de tanto repetirse aspiran a convertirse en verdad, como pretendía el viejo Goebbels", así juzga Gutiérrez Alea al panorama que revela Conducta impropia, donde gays que pudieron salir de Cuba durante el Mariel relatan sus avatares bajo los sistemas de vigilancia, intelectuales y artistas describen sus experiencias en los campamentos de las Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP), y se da vuelta al sueño de una sociedad cercana a la utopía. Eso molesta a Titón, que habla desde una posición eminentemente reactiva: “Improper Conduct intenta ser un documento por medio del cual se pueda obtener una imagen 'auténtica' de nuestra realidad aquí y ahora. Solo que su falta de sentido histórico, su ausencia de contexto social, no solo determina su superficialidad, sino que convierte el filme en un documento revelador de la miseria humana de sus autores".

Casi una década después, Gutiérrez Alea está filmando, en un solar de Centro Habana, a pocos metros de La Habana Vieja, las secuencias de Fresa y chocolate. En un modo no tan disimulado, la película, que elige del cuento de Senel Paz, autor del guion, determinadas cosas y altera otras (como la inclusión del personaje de Nancy, interpretado por Mirtha Ibarra, y que proviene en realidad de Adorables mentiras, otro guion de Paz filmado por Gerardo Chijona en 1991), es una ampliación, puesta al día, y reconsideración de lo que aquellas palabras en Casa de las Américas expresaban acerca de una sociedad sumergida en un nuevo proceso de rediseño, en una crisis que ponía a prueba sus cimientos, sus años de progreso y silenciamiento acerca de varios temas y representaciones, y que alarga la voluntad crítica del cine cubano que, sobre todo desde mediados de los 80, ya se encaminaba a otros enjuiciamientos.

La amistad entre Diego, el homosexual, y David, el joven militante de la UJC (interpretados por Jorge Perugorría y Vladimir Cruz, respectivamente), se expone como un puente posible entre esos extremos tan distantes, y el filme, resuelto en un tono que mezcla comedia y algunos tintes de drama, apuesta por la reconciliación. Como si la Cuba del sueño que se desvanecía pudiera engendrar el sueño de otra Cuba, la que hace tres décadas presenció el filme como un signo que al tiempo que encauzaba ciertas cuestiones impostergables, seguía aferrado a otra utopía: la del diálogo entre sus partes, la de una diversidad de criterios y posicionamientos que aun en medio del caos generara otras posibilidades de entendimiento.

Con Fresa y chocolate llegaba al cine cubano de ficción el debate, ya avizorado en otros audiovisuales, de una galería social que asumiera errores, los expusiera como zona de reflexión, y se sacudiera del estatismo de no pocos discursos. La película permaneció en cartelera por muchos meses, una vez cerrado el Festival en cuya premiación, al recibir el galardón a la Mejor Actuación masculina, Perugorría dedicó su Coral a quienes, como Diego, tuvieron que abandonar Cuba, por mucho que la amasen y la defendiesen.

13 años se tardó la televisión cubana en transmitir la película, nominada al Oscar, ganadora del Goya, y distribuida por el mundo gracias a la poderosa Miramax. En estos 30 años que corren desde su estreno, ha sido grato verla una y otra vez, porque más allá de varios detalles, ha envejecido con dignidad y varias de sus preguntas, sus diálogos, sus frases, siguen esperando respuestas más nítidas. Hoy, en ese solar donde se filmó, se alza un lujoso restaurant, al que muchos cubanos y cubanas no pueden acudir por sus precios prohibitivos, y en el roof terrace de ese mismo sitio, durante el idilio con los Obamas, Madonna celebró uno de sus cumpleaños. Perugorría es hoy el dueño de otro impresionante sitio gastronómico, el Yarini Habana, adjunto a una galería, en el barrio de San Isidro. Tomás Gutiérrez Alea falleció en abril de 1996, sin el Oscar (que fue a manos de Nikita Mijalkov por Quemado por el sol). Lo que resulta indudable es que ya en su estreno, y en cierto modo aún hoy, la película desató una conmoción perceptible, un estado de ánimo que los espectadores asumieron de inmediato, como quien miraba la pantalla a modo de espejo para reconocer ahí no pocas de sus demandas, más allá de la fábula de amistad entre el homosexual y el militante.

Que esos dos personajes protagonizaran la trama siguió molestando también a los enemigos de la fábula. El cuento, publicado por la revista Unión, y luego en una plaquette y más tarde por Ediciones Luminaria, sirvió a no pocos de re/introducción a nombres y asuntos de lo cubano que habían sido sobreseídos. En su guarida (nombre del refugio de Diego), lo cubano se concentra como en una fórmula unitiva donde están lo mismo el retrato de José Lezama Lima que el hacha bipene de Changó, el lienzo de Servando que la música de Ignacio Cervantes, las zapatillas de la Alonso que el farol del alfabetizador. Diego es un guardián de la cultura y del saber en una ciudad en ruinas, que oye a la Callas y presume de sus tazas de porcelana, que defiende las esculturas de su amigo Germán (obras de Esterio Segura), y protesta ante la censura de quienes las desaprueban desde la comodidad oficial. Habla de tú a tú con ese muchacho que pretende ser escritor, a sabiendas de que es un posible agente que han mandado para hacerlo caer en una trampa, y se va de La Habana siendo él mismo parte de lo que ella significa: una Habana que tendrá que reconstruir en la distancia y en la nostalgia, en ese otro territorio que es, para los exiliados, la reparación de una cultura herida.

Todo ello, sin duda, retardó esa aparición del filme en la cartelera televisiva, pero también aceleró la incorporación de Fresa y chocolate al imaginario colectivo, que aún repite algunos de sus diálogos, de sus chistes, de sus salidas inesperadas ante lo que no pueden solucionar sus personajes, que se atreven a hablar de las UMAP, de las diferencias acaso irreconciliables que ellos encarnan, siempre con la música puesta, como aconseja Nancy, para evitar que el vecindario les oiga hablar de asuntos en los que podrían complicarse.

"Con la falta que nos hace otra voz", se queja Diego, mientras oímos a la Callas, "sí, porque…, ¿hasta cuándo María Remolá?". Y el cine repleto leía el código, y entendía la referencia que no se limitaba a la omnipresente soprano española que reinó en la televisión cubana por tanto tiempo. El abrazo final, la despedida, la ausencia de Diego que termina yéndose al exilio, dejan muchas preguntas en el aire. Tantas, como para una secuela, aunque la Cuba de ahora mismo no sea demasiada pródiga en esa clase de ficciones.

Las virtudes de Fresa y chocolate coexisten con sus limitaciones en una extraña red de referencias a veces demasiado locales, o que suavizan la ironía del cuento del que proviene. No deja de ser curioso que los otros relatos cubanos ganadores del Juan Rulfo ("Fallen Angels", de Joel Cano; "El viejo, el asesino y yo", de Ena Lucía Portela; o "Fátima o el Parque de la Fraternidad", de Miguel Barnet), también tengan entre sus protagonistas a homosexuales, lesbianas, travestis: esas criaturas que la Revolución quiso borrar en sus afanes de pureza, y a los que debe aún más de una disculpa.

Fresa y chocolate, mucho antes de que el CENESEX y otras agendas públicas salieran "del clóset" mencionando a esas personas que por tanto tiempo habían sido excluidas y representándolas bajo un cielo algo más abierto, adelantó esa maniobra, si bien como dijo alguna vez Pedro Almodóvar, por momentos sea "demasiado amable". La necesidad de reafirmar en pantalla la virilidad de David, el pudoroso gesto de Diego cuando cubre y reprime sus deseos hacia el cuerpo del muchacho dormido, son parte de una pudibundez que el filme también padece. Pero que por suerte han respondido otras obras, estrenadas o publicadas después de su aparición.

Hoy podemos leer Fresa y chocolate, y el cuento de Paz, en una secuencia que indaga no solo acerca del lugar que ocupa el deseo homosexual en el fragor de las revoluciones. Para Gutiérrez Alea, en 1984, esa cuestión no era una prioridad, y lo dice. En 1993, ha entendido que no es posible trazar un mapa de lo real que no cubra esos silencios, esos agujeros negros en su propio horizonte, que una genuina política de inclusión en Cuba exige un replanteo a fondo de lo aparentemente conseguido.

En una línea que hilvana a Hombres sin mujer, Paradiso, El beso de la mujer araña, Cobra, Tengo miedo torero y otras obras que responden a esa angustia en otros tiempos y en otros cardinales, Fresa y chocolate abre una puerta que queda, a su modo, entreabierta. Otros títulos, insisto, han repetido el gesto, y un filme como Santa y Andrés (2016), de Carlos Lechuga, aparece como espejo doble, en su visión del artista homosexual censurado y su relación con quien debe vigilarlo, que refracta tanto las imágenes de Conducta Impropia como lo que dibuja, a 30 años de su primera proyección, Fresa y chocolate. Y el hecho de que el filme de Lechuga, que va más allá en sus reclamos políticos y de memoria, haya sido censurado en Cuba, arroja una lectura sombría de las expectativas por las que apostaban Titón y Tabío.

Sin llegar al rango de obra maestra (a pesar de algunos arrebatos de éxtasis crítico, como el que hizo afirmar a Rufo Caballero que Perugorría merecía que se le diera un Oscar por cada una de sus escenas en el filme), Fresa y chocolate es una película sin dudas aún útil. Lo fue en su estreno, como respuesta crítica a determinados vacíos y recelos. Lo es hoy, leyéndola y entendiéndola desde la perspectiva de estas tres décadas y desde la Cuba que retrataba y la que hoy vive bajo otras crisis y asedios, y en el debate que sobre el cine ahora mismo sucede ahí. La Cuba que, en lo que toca a los gays y lesbianas de la Isla, y a toda su sociedad, ocurre tras el 11 de mayo de 2019, los días de julio de 2021, y la apertura del nuevo Festival de Cine en La Habana que excluye de su cartelera un filme de un joven realizador cubano. En estos días en los cuales la Policía de Moscú irrumpe en los bares y clubes gays de esa capital como prueba de la política de mano dura que Putin impone contra el movimiento LGBTIQ+, y de que ningún recelo ni odio muere completamente. Todo eso nos acompaña en el gesto de verla, de re-veerla. En una Cuba que no se reduce al blanco y negro ni al chocolate o a la fresa, sino que aún debe, como hizo el propio Gutiérrez Alea, ser capaz de convertir sus juicios más extremos en algo que hoy nos sirva como una respuesta que sirva de reclamo a muchas otras afirmaciones de lo diverso, de lo urgente y de la verdad.

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1 comentario

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Qué película tan mala, socarronamente tendenciosa, mal producida.