Empecé esta entrevista a Enrique del Risco en 2007, cuando salió la primera edición de Leve Historia de Cuba, y la he terminado ahora con motivo de la publicación de la segunda edición de este libro por la editorial Hypermedia. Valga aclarar que esa demora se debe a mi peculiar concepción del tiempo. Solía creer, junto con Sócrates, que el pensamiento se resiste a ser pautado por el tiempo y los ritmos que al mismo le impone el trabajo. Con los años, le he terminado por dar la razón a los sofistas: siempre que se piensa hay una clepsidra —la veamos o no— midiendo el tiempo, cotizándolo.
Preguntas hechas en 2007
De un texto que se demoró en publicarse 12 años lo primero que se me ocurre preguntarte es su historia; tanto la historia de su creación como la historia de esa largo, y me imagino que tortuoso, proceso editorial. Además, como es un texto escrito al alimón con Francisco García, me gustaría saber el rol que cada uno de ustedes tuvo tanto en su gestación como en su escritura.
El libro nació de una discusión sobre lo que debería ser una narrativa histórica. Como no nos poníamos de acuerdo, Francisco García me propuso escribir entre los dos un libro de cuentos históricos. El libro recogería los puntos principales de los libros de texto de Historia —los indígenas, la conquista, el contrabando, la esclavitud, las guerras de independencia etc.— pero dándonos el margen más amplio posible: no se trataba de reescribir la historia del país sino de reinventarla. Una especie de antitexto escolar. Una historia nacional centrada en el individuo y casi siempre contada desde personajes marginales a la Historia con mayúsculas, tipos que llegaban tarde a los hechos heroicos o que los vivían sin poder explicárselos o incluso grandes personajes sorprendidos en momentos de debilidad metafísica.
Nos dividimos los temas o episodios de la historia nacional y los trabajamos cada uno por nuestra cuenta. Cada un par de semanas nos veíamos para intercambiar los cuentos que habíamos hecho: los discutíamos, sugeríamos alguna que otra idea, escribíamos por separado. Solo en un par de casos trabajamos las historias juntos. En uno yo escribí la primera parte del cuento y Franky la segunda y en el otro yo le di la idea a Franky porque pensé —con razón— que él estaba mejor capacitado para escribir esa historia y es el relato que más me gusta de todo el libro.
Los relatos por separado le pertenecían a aquel que los escribió pero dentro del libro los asumiríamos todos por igual, sin distinguir quién había escrito cuál. Fue un proceso intenso y estimulante que duró menos de dos años.
Cuando me fui de Cuba en octubre de 1995 llevaba en la maleta el manuscrito impreso del libro. A partir de ahí las cosas empezaron a complicarse. Para decirlo rápido: el baño de mi casa podría empapelarse con las cartas de rechazo de las editoriales: ninguna encontraba un espacio en sus planes en los que ubicar un libro que no era ni novela histórica ni libro de Historia. Cuando lo mandé a Planeta la enviaron directamente al Departamento de No Ficción y allí, lógicamente, la rechazaron. Hubo también prejuicios políticos: en otra editorial no menos importante la persona a la que entregué el manuscrito miró el título y me preguntó con un disgusto poco disimulado: "¿Este es un libro anticastrista?"
No me quedó más remedio que contestarle: "Aquí el anticastrista soy yo, —y señalando, pretensioso, al manuscrito— pero esto es literatura". En una editorial de cubanos exiliados el libro tuvo la mala suerte de caer en manos de un martiano (un marciano habría sido más comprensivo) y, en lugar de la cortesía prefabricada de otras editoriales, su carta de rechazo supuraba indignación. Al parecer lo había molestado el modo en que tratábamos a los próceres patrios y al final de la carta intentó aleccionarme con una frase martiana: "La letra cuando no ilumina, mata".
Cuando traté de publicar Leve Historia de Cuba en editoriales pequeñas sus tribulaciones se convirtieron en película de terror: la del manuscrito que se cansa de ser humillado por las grandes editoriales y decide vengarse con las editoriales más débiles. Luego de haber sido aprobado por Casiopea y que Leve Historia de Cuba estuviera a punto de entrar a imprenta, la editorial quebró. Casi ocurre lo mismo con Pureplay Press, una editorial de Los Angeles dirigida por el escritor norteamericano David Landau. Cuando el editor me dijo que el libro saldría finalmente este verano no le creí mucho pero finalmente fue publicado.
En cambio, los relatos que componen el libro corrieron mejor suerte por separado: ganaron premios, menciones, aparecieron en antologías diversas y en revistas. Incluso algunos de aquellos cuentos aparecieron en libros individuales de cada uno de nosotros. La moraleja de esta historia es que si escribes un libro que piensas que te va a hacer rico y famoso, y en principio no puedes publicarlo, con paciencia suficiente conseguirás que a los diez, 15 o 20 años alguna editorial publique una edición como para que puedan leerlo tus amigos.
¿No piensas que esta demora puede haber afectado la frescura, la originalidad que tuvo el libro cuando se escribió? En estos años se ha escrito bastante sobre la historia de Cuba desde miradas muy afines a la tuya y a la de Francisco. Pienso en concreto en el trabajo de Rafael Rojas, sobre todo en sus libros Islas sin fin y Tumbas sin sosiego. Esta historiografía ha cuestionado muchas de las categorías con las cuales se organizaba el relato de la historia cubana, sobre todo la que se produjo en el periodo revolucionario; incluso ha llegado a cuestionar el propio concepto de revolución. ¿Piensas que tú libro tiene hoy, en el 2007, algo nuevo que aportar a este debate?
Esta demora ha convertido a Leve Historia de Cuba en una especie de Buenavista Social Club de los libros cubanos, no por el éxito, por supuesto, sino por la anacronía. Un libro, que en 1995 pretendíamos que contribuyera a abrir un debate sobre el propio concepto de nación y de cómo los cubanos asumían su historia, aparece cuando ese debate comienza a agotarse.
Lo concebimos como respuesta al nacionalismo trasnochado del castrismo de los 90 y es publicado a finales de la década siguiente, donde resulta la ilustración de un debate que ya tuvo lugar, sobre todo en el ensayo. Por suerte, la ficción tiene sus propias defensas contra el paso del tiempo. Con o sin intención, Leve Historia de Cuba contiene respuestas, pero sobre todo preguntas, sobre problemas presentes y futuros. Por ejemplo, al abordar la figura de Martí, como lo han hecho Rafael Rojas o Antonio José Ponte, los resultados fueron muy distintos.
Más allá de las diferencias que puede haber entre ensayo y ficción, creo que nuestro libro ofrece varios aportes concretos. Uno de ellos es su pretensión de totalidad, ya que abarca más de 500 años de historia nacional, una totalidad que se ve cuestionada por las historias particulares de los personajes, conflictos que están condenados a no formar parte de lo que se conoce como El Gran Relato. En ese contrapunteo está una de las claves del libro.
Otro elemento distintivo es que toma prestada su estructura al mapa básico de la mitología histórica nacional: los libros escolares. Sobre esos textos escolares se edificaron nuestros principales dogmas políticos. Si uno revisa los textos escolares de Historia de Cuba impresos en cualquier época, más allá de las diferencias ideológicas, encuentra una unidad de fondo sobre lo que incluir y lo que no en ese relato de la nación. Hay que tener en cuenta que son libros que nutrieron los valores nacionales básicos de todos los que recibieron su educación primaria y secundaria en Cuba.
Hay textos como los del historiador Ricardo Quiza que estudian los canales de difusión de este discurso histórico nacional a principios de la República, pero hasta donde sé nadie se ha ocupado de ese relato básico en su totalidad.
Cierta vez que conversamos en Cuba sobre tu literatura me decías que ponías la política en un primer plano para que los lectores no agotaran su energía buscando en tus textos mensajes cifrados en contra del Gobierno. A diferencia de muchos escritores de tu generación, la política te servía como máscara para un texto que tenía una vocación y un sentido que te gustaba definir como absolutamente literarios. ¿Sigues pensando tu literatura en esos términos? ¿Crees que textos más recientes como Lágrimas de cocodrilo y El comandante no tiene quien le escriba establecen una relación parecida entre lo literario y lo político?
Sin pretender ser original pienso que una de las funciones básicas de la literatura —como también lo es del lenguaje— es domesticar la realidad. O sea, crearle sentido, arrojar una determinada visión sobre ella, contaminar sucesos de apariencia caótica con esa visión, crearles alternativas posibles, poner a existir esa realidad de un modo diferente, armar con ellas mundos paralelos, con sus propias leyes. O, llegado el caso, devolverle el caos a zonas de la realidad que creíamos totalmente domesticadas, insuflarle una nueva vida.
Siento que he cumplido con ese papel es cuando al comentar un suceso real me dicen "Eso parece un cuento tuyo". Es cuando siento que la literatura ha ganado la única batalla que puede aspirar a ganar: la batalla de las formas. Ya no solo hablamos de autonomía literaria, sino del poder de la literatura para modelar la imaginación con la que digerimos la realidad, y no me parece poca cosa. Existen situaciones kafkianas, borgeanas y proustianas porque Kafka, Borges o Proust les han impuesto su sello. Ya Homero da cuenta de esto cuando decía que los dioses tejían desdichas para que luego los poetas tuvieran algo que cantar. Yo diría que escribo para hacer parecer que el Gobierno cubano lanza desdichas para que uno tenga sobre qué escribir.
Nunca se insistirá lo suficiente que en un sistema totalitario la política ocupa demasiado espacio, incluso en zonas que se considerarían parte de lo privado. Aparte de escribir panfletos, a los escritores bajo el totalitarismo le quedan un par de opciones. La más prudente, es escribir sobre la realidad interior. El mantra con que se defiende esa opción es "los grandes escritores no hablan de política", pero no explica que muchas de los autores más importantes que vivían bajo regímenes totalitarios no eludieran el tema. Bulgakov, Pasternak, Kundera o Solzhenitsyn entre otros, prefirieron no ignorar esas intrusiones, reconocerlas y lidiar con ellas a través de una especie de guerra de guerrillas de lo personal contra la razón de Estado totalitaria. Eso puede funcionar mientras la escritura no consista únicamente en refutar esas razones de Estado y no olvide la complejidad de la vida que esas razones de Estado tratan de eliminar. Los lectores agradecerán cualquiera de esas actitudes, mientras se ejerzan con talento y probidad.
Theodor Adorno decía en su bello texto Mínima Moralia que en el exilio la única casa es la escritura. ¿Qué impacto piensas que ha tenido el exilio en tu lenguaje, en tu escritura, en la manera en que te concibes como escritor? ¿Piensas que tu literatura puede ser asimilada en rúbricas como "literatura cubanoamericana" o "literatura latina"?
Leve Historia de Cuba no entra en ninguna de esas clasificaciones. El exilio sin dudas ha tenido impacto en mi condición de escritor, aunque sea porque tengo más libertad para escribir… y mucho menos tiempo. Me veo más como un escritor exiliado que como cubanoamericano o latino. Cortázar vivió más de tres décadas en Francia y nadie lo consideraba un escritor francoargentino.
Te confieso que pensaba que irme de Cuba sería una buena oportunidad para escribir sobre algo que no estuviera relacionado directamente con mi país. No sé si más íntimo o más cosmopolita, pero distinto de lo que había hecho antes. Ahora casi lo he logrado: acabo de terminar un libro de relatos donde al fin escapo bastante del tema cubano. Sus historias transcurren en varios países de Latinoamérica, España, Nueva York y, solo en uno de los casos, en Cuba. Un libro con título de reguetón: ¿Qué pensarán de nosotros en Japón?
El título es irónico desde ese "nosotros". No voy a decir que las fronteras se están diluyendo y con ellas los nacionalismos, que vivimos en una realidad posnacional, esa bobería post. Pero es cierto que la inmigración masiva, la mayor facilidad para viajar, etc, han traído, entre otras consecuencias, la de obligarnos a pensar en nuestra natural extranjería. Ser —individuo, persona, quiero decir— es ser perpetuamente extraño para otros, algo que esos parches que son las nacionalidades, por ejemplo, remedian solo de modo muy superficial. Uno se siente extraño incluso cuando está rodeado por una cantidad de compatriotas que exceda nuestro círculo de amigos. Algo que conoces a plenitud solo cuando vives fuera de tu país: que en el fondo siempre has sido un apátrida. (Y es curioso, porque para muchos soy una especie de palma real ambulante.) Pues esa extrañeza de la que te hablaba antes es una de las constantes de ¿Qué pensarán de nosotros en Japón?
El lenguaje y el estilo han cambiado, pero no estoy seguro si atribuirlo a vivir en otros países o a nuevas lecturas. Vivir fuera de Cuba también me ha hecho más consciente de la modalidad del español que utilizo. Quizás Adorno exageró un poco al decir que el exilio era la única casa de la escritura, pero sin duda es la más grande y la más cómoda.
Preguntas hechas en 2019
Ahora que ha salido la segunda edición del libro Leve Historia de Cuba con la editorial Hypermedia me gustaría preguntarte qué relación ves entre este proyecto y el que has iniciado con tu novela Turcos en la niebla, que forma parte de la Trilogía cubana del Hudson. Tengo también curiosidad por saber si la levedad sigue siendo un concepto central en tu obra o si el proyecto de escritura que has iniciado con Turcos en la niebla se mueve por otros territorios afectivos y estilísticos.
Visto en ese contexto, la Trilogía cubana del Hudson viene a ser una Leve Historia de Cuba por otros medios. O más bien, en otro medio. "Agotada" la Historia de la Isla, con la Trilogía me he propuesto contar la del exilio,que en el caso cubano, aunque menor que la de la Isla, es más extensa que la de la nación. Piensa en esto: los cubanos entraron en el negocio de la independencia de España entusiasmados por lo que pasaba en el resto de Hispanoamérica. Es el exilio forzado de un Heredia o de un Félix Varela (y luego de un Villaverde o de un Martí) lo que los obliga a pensar la nación, a inventársela. Pues con la Trilogía intento contar una parte de ese exilio y de esa diáspora (porque en el último tomo quiero hablar de músicos cubanos de mediados del siglo XX en Nueva York a los que no se les puede considerar exiliados). Pero ahora me interesa menos la historia como relato nacional que el tipo de personajes y relaciones que engendra. Menos la cronología —la Trilogía empieza en el siglo XXI con Turcos, luego irá a finales del XIX y culminará a mediados del XX— o ciertos mitos nacionales y mucho más los individuos, las comunidades y el espacio concreto en que se mueven.
En cuanto a la levedad —un concepto que usé para contrapesar la gravedad excesiva del discurso nacional cubano— tiene menos sentido en este mundo etéreo en que vivimos ahora. Leve Historia de Cuba fue escrita contra el dogma histórico cubano, el hieratismo con el que se presentaba el pasado. Para mí la levedad no tiene un valor en sí mismo: se trata de un valor relativo, de su capacidad de buscar cierto equilibrio. Pero ahora, cuando los dogmas son cada vez más huecos y las nuevas generaciones tienen una profunda desconfianza hacia la historia, sea falsa o verdadera, (y no los culpo) insistir demasiado en la levedad sonaría frívolo y hasta un poco idiota.
No es que me haya convertido al culto de la gravedad, porque ni quiero ni puedo, pero en un mundo tan evanescente como el de la diáspora es de agradecer la búsqueda de consistencia. Otra forma de buscar el mismo equilibrio. Ten en cuenta que lo que hoy llamamos Cuba es mera inercia política y biológica. Cuba, como nación, no como obviedad geográfica, ha naufragado en toda regla. Ya no como proyecto trascendente sino como mero espacio de convivencia, como sitio física y espiritualmente habitable. Y de ese naufragio nos estamos tratando de recuperar los cubanos en todas partes del mundo, incluida la propia Cuba, salvando todo lo que podamos.
Si nos atrevemos a reeditar Leve Historia de Cuba ahora es porque, ante un cambio tan drástico, sospechamos que tiene nuevas cosas que decir. Un contexto en el que hablar de historia tiene cada vez menos sentido quizás permita que Leve Historia de Cuba se lea menos como parodia histórica y más como literatura a secas.
Yo siempre te percibí como un cuentista. Te veía como uno de los grandes cuentistas de tu generación, pero me costaba imaginarte como novelista. Recuerdo que yo y Eida bromeábamos contigo y te mencionábamos el ejemplo de Arreola, uno de los mejores cuentistas de la lengua española pero cuya novela La feria nos parecía lamentable. Sin embargo, tengo que reconocer que la realidad te ha dado la razón pues tu novela Turcos en la niebla acaba de recibir un reconocimiento muy importante. Me gustaría, por tanto, preguntarte cómo ves la relación en tu obra entre el cuento y la novela y además quisiera saber si piensas que Leve Historia de Cuba, al ser un libro de cuentos con una continuidad cronológica y un hilo temático muy claro, te abrió el camino a la novela.
El cuento es el medio más conveniente cuando lo que te interesa es contar una trama, abordar una situación concreta. La novela en cambio te permite desarrollar mejor los personajes y el tejido de relaciones que crean entre ellos. Es algo parecido a lo que ocurre con las películas y las series. La película sería el equivalente al cuento y las series ofrecen posibilidades similares a la novela. Pero al mismo tiempo Leve Historia de Cuba estructuralmente es más fiel a la cronología y a la Historia que Turcos en la niebla. Para no hablar de toda la Trilogía. A nivel estructural la novela te permite un juego que un libro de cuentos, que ya viene descoyuntado por naturaleza, no te permite. Leve Historia de Cuba no tenía que preocuparse de crear un marco narrativo total porque ya existía previamente y ese era el de la Historia de Cuba de manual, de libro de texto. Contra ese marco se apoyaban todos los cuentos del libro y le servían de contrapunto. Escribir la novela me obligó no solo a contar las historias parciales que lo componen —Turcos en la niebla está llena de pequeños cuentos y de contadores de cuentos— sino a crear un marco narrativo donde insertarlos. Y para ese tipo de arquitectura la experiencia de escribir cuentos no te ayuda demasiado.
Me gustaría que me hablaras, para terminar, de los escritores cubanos vivos con los que tienes más afinidades estéticas y que me explicaras en qué consisten esas afinidades.
Ese es un tema complicado porque a primera vista aparte de Francisco García, que es mi hermano de tinta, no encuentro muchas afinidades estéticas. Y tampoco es que quiera que otros colegas se sientan insultados por asociarlos con uno. Pero si nos ponemos flexibles y busco afinidades a partir de un sentido del humor que intenta rehuir al mismo tiempo a la frivolidad y la pretensión, escritores que les interesa menos hacer literatura que el mero acto de escribir, de contar, de pensar, de recordar y de jugar con las palabras, sacarlas de quicio, entonces podría ampliar el parentesco que propones a sobrevivientes del Mariel como José y Juan Abreu y Miguel Correa. Y a Néstor Díaz de Villegas, César Reynel Aguilera, Rolando Sánchez Mejías, Alexis Romay. Afinidad encuentro también en las narraciones cortas de Legna Rodríguez Iglesias, Jorge Enrique Lage, Raúl Flores y Jorge Bacallao. O en la poesía de Jorge Salcedo, Gleyvis Coro Montanet y Emilio García Montiel. Y en Antonio José Ponte, con esa soltura con la que pasa de Proust al bistec de claria. Más que afinidad estética podría hablar de envidia constructiva: cuando grande quiero ser como ellos. O como dicen que decía Charles Bukowski de los poetas beatniks: ellos son de ébano, yo soy de plástico.