Hace unas pocas semanas se presentó en Madrid una antología sobre el trabajo de la Seguridad del Estado, y por esos días supe que ya no existe en La Habana el Museo del Ministerio del Interior. (En descargo de lo que sigue: en esa antología aparece un texto mío, pero no me ocupo aquí del contenido del volumen sino de la idea que movió a su publicación.)
Compilada por Enrique del Risco, la antología reúne piezas de 57 autores y lleva como título el eufemismo con que explican sus apariciones los agentes segurosos: El compañero que me atiende (Hypermedia, Miami, 2017).
Los diccionarios explican el término atender como esperar o aguardar. Como tener algo en consideración. Como cuidar de alguien o algo. Y, en una acepción más particular, como seguir la lectura de un original mientras un corrector lee en voz las pruebas de imprenta. Es decir, el cotejo de un impreso con el manuscrito original.
Leídas estas acepciones, no vale la pena inclinarse por ninguna de ellas, puesto que los segurosos evitan dar a su frase un significado preciso y lo que hacen es demorar cualquier significado. Cuando anuncian "Yo soy el compañero que te atiende", mantienen a la espera aquello que la frase quiere decir, hasta que las circunstancias obliguen a hacerse entender del todo.
De la metodología de la tortura pautada por la Inquisición conocemos en qué consiste la enseñanza de los instrumentos. Pues bien, anunciar "Yo soy el compañero que te atiende" es enseñar los instrumentos antes de enseñar los instrumentos. Todo ello en plan camaraderil, paternalista, sin perder de vista la necesidad de tal contacto. Alguien aparece, no da su verdadero nombre sino otro, rara vez un apellido, viene sin uniforme o distintivo y apela a un contrato que creíamos no haber suscrito, pero que tuvimos que suscribir en algún olvido, borrachera o sueño. Y a partir de ahí toca vivir dentro de un juego donde cada movimiento que hagamos será acotado y atajado, donde todo se vuelve driblar y driblar. O, utilizando la acepción más particular que traen los diccionarios, lo que sigue será un cotejo de manuscritos e impresos en el cual el hermano impresor es un policía político.
En el caso de los escritores, la atención segurosa tiene mucho de ese cotejo de imprenta. No solamente porque lo que está en discusión es qué puede y qué no puede llegar a publicarse, sino porque se impone el derecho de escritura de uno sobre el otro, del policía sobre el escritor. Los atentos compañeros rinden informes, escriben acerca de los escritores, organizan los expedientes de esos escritores. Casi podría tomárseles por biógrafos, ocupados en recoger los más pequeños pormenores, enredados en hipótesis acerca de sus vigilados.
Capaces de escrutar y anotar sobre sus atendidos, resultan, sin embargo, incapaces de leer, y en ello reside una de sus principales fallas. Por aguzados lectores que se muestren, no llegan nunca a saber con quién están tratando, no entienden verdaderamente de literatura. De ahí la desesperación con que consultan las opiniones de unos escritores sobre otros, esa necesidad continua de encuestar que sienten.
Valga este ejemplo magno: la llamada telefónica de Stalin a Boris Pasternak para averiguar cuán gran poeta es Ósip Mandelstam, si en verdad se trata de un maestro de la lengua rusa. Pasternak, cogido por sorpresa, se pone a matizar, entra en pruritos intelectuales, precisamente lo que no cabría hacer ante el amo de la vida y la muerte. De modo que Mandelstam termina encerrado en el Gulag, donde muere, y Pasternak sobrellevará en adelante sus remordimientos por no haber sabido contestar a Stalin.
Ahora los expedientados componen expendientes
Lo que más me gusta de El compañero que me atiende, la antología de Enrique del Risco, es que rebate el reparto habitual de roles, y en sus páginas un buen grupo de escritores —incluso algunos residentes en la Isla— es quien escribe de los policías políticos. O sea, los expedientados componen expedientes. Expedientan, no solo a un puñado de atentos compañeros y toda esa ralea, sino al Estado, a la violencia de Estado. Se trata, creo, de una antología que ayudará a levantar la tácita veda existente entre la policía política y sus escritores vigilados, prohibición de que la primera no sea aludida en ningún texto.
En cuanto al museo habanero, aquel Museo del Ministerio del Interior que alguna vez visité, en Quinta Avenida y 14 (Miramar), y del cual escribí en mi libro La fiesta vigilada (Anagrama, Barcelona, 2007), hace un año que fue refundado. Mi recuerdo más fijo de él es un perro disecado. Un pastor alemán, Dan de nombre, con ancestros checoeslovacos, que fue el primer perro de la policía revolucionaria. En un cartel podía leerse su hoja de servicios. El asco de pasear entre tanta propaganda conseguía mitigarse, en ciertos puntos, gracias a ridiculeces como aquella biografía de un pastor alemán. El visitante deambulaba entre un presente repugnante, y se encontraba de pronto en un futuro del cual llegaban sus carcajadas, por entonces contenidas. Así que existían esos momentos de pesadilla sobrepasada.
Lo expuesto en aquellas salas hablaba de un sistema policial volcado más hacia el exterior que hacia el interior del país, peleando contra enemigos internacionales. Se referían sus misiones en otras latitudes, siempre defensivas. El Museo del Ministerio del Interior era una variante más del cariño seguroso, pues todo el trabajo de los atentos compañeros (y de colegas suyos todavía más secretos) se realizaba para que los escritores y demás ciudadanos lograran hacer sus respectivas labores en paz. Los segurosos eran los garantes de nuestra paz ciudadana.
Hace algo más de un año, las autoridades debieron juzgar inefectiva tal idea museística, debieron entender que se quedaba corta, y transformaron el Museo del Ministerio del Interior en Memorial de la Denuncia. Pasaron de la paz segurosa a las demandas por daños de guerra. Descartaron la alabanza para apostar por la denuncia. No encontraron mejor camuflaje para las violaciones que conforman el trabajo de Seguridad del Estado que culpar a Washington.
He escrito varias veces acerca de los grandes archivos que esa policía política ha ido construyendo durante más de medio siglo. Archivos riquísimos en anotaciones y transcripciones y grabaciones de las mayores figuras culturales cubanas y extranjeras. Riquísimos también para el estudio de la vida cotidiana a lo largo de más de medio siglo. He imaginado lo útil que sería salvar esos archivos y ahora, viendo cómo un grupo tan numeroso de escritores se ha dado a la tarea de escribir sobre la Seguridad del Estado, calculo la fecundidad del trabajo sobre todo ese material, si acaso alguna vez se hiciera accesible.
Sé que es altamente improbable la sobreviviencia de los archivos policiales del castrismo, pero, en caso de que no se cuente para entonces con documentos sobre los cuales trabajar, supongo que existirá en pie todavía el Memorial de la Denuncia, antes Museo del Ministerio del Interior y antes Museo Central de los Órganos de la Seguridad del Estado. Cabría entonces respetarlo. Cabría rodearlo de un buen aparato de notas, como si de una edición crítica se tratara. Con esa otra curaduría, el Memorial de la Denuncia valdría para historiar, no solo a un Estado policial e imperialista, sino la coartada antimperialista con que ese Estado obraba.