El nombre de Fausto Canel se inscribe tanto en los inicios del cine cubano posterior a 1959, con la creación del Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC), como en la gestación del magazine cultural Lunes de Revolución, dirigido por Guillermo Cabrera Infante, donde fungió como crítico de cine.
Hacedor y testigo de esa primera etapa efervescente (Carnaval, Torrens, Hemingway, El final, Desarraigo…), Canel partió al exilio antes de que la Revolución Cubana llegara a sus diez años de vida. Radicado en París, en Madrid y finalmente en Miami, el realizador produjo Espera (1979), un corto de 11 minutos sobre la inmolación de un matrimonio de perseguidos políticos; Power Game, de 1983, y Campo minado, de 1987, sobre la democratización del cono sur en América Latina.
Con su firma, pueden leerse también los libros Ni tiempo para pedir auxilio, Dire Straits y Sin pedir permiso.
¿Qué queda a estas alturas de aquel joven que fue el primer empleado inscrito del ICAIC?
El recuerdo de una esperanza. De una ilusión. Tenía apenas 19 años cuando en 1959 fui invitado a trabajar en el ICAIC, el recién creado Instituto de Cine, y allí aprendí a hacer cine, haciéndolo. El curso de cine de José Manuel Valdés Rodríguez, en la Universidad de La Habana, había sido muy útil por las películas que mostraba, pero fue más bien una introducción a la apreciación cinematográfica. En sus aulas me formé como crítico. En el ICAIC, por el contrario, me dieron los medios para hacer documentales primero y más tarde largometrajes.
Entonces no nos dábamos cuenta que nada es gratis. La llamada Revolución Cubana, que todavía mi generación vivía con cierto fervor, nos formaba como cuadros propagandísticos que al principio no vivimos como tal, pues las exigencias en ese sentido eran mínimas. Había entusiasmo. Ya después la cosa se puso fea cuando la "Revolución" dejó de ser revolución y se convirtió en la dictadura personal de un hombre y su camarilla. Llegó un momento en que ya no solo no podíamos meternos con el mono, sino, ni siquiera, con su cadena.
¿Hasta dónde podríamos visualizar la real envergadura de los tentáculos de miembros del Partido Socialista Popular (Edith García Buchaca, Blas Roca, Mirta Aguirre, Juan Marinello, Carlos Rafael Rodríguez) en la gestión de la cultura en los primeros años de la Revolución?
Poseer el control desde muy pronto del Consejo Nacional de Cultura es ya un indicio del poder que van a tener los estalinistas del PSP en la estructura del Gobierno revolucionario. Pero Castro, siendo fiel a sí mismo, va a jugar tres manos a un mismo tiempo: los viejos comunistas mencionados en la pregunta, y los castristas fieles a él: Alfredo Guevara, en el ICAIC, y Carlos Franqui, antiguo comunista, anticomunista después, socialista democrático en el periódico Revolución.
En cuanto a Mirta Aguirre, como cuadro esencial del PSP, seguía la consigna primera: es decir, no levantar ronchas, no crear desconfianza; consigna que Castro fue el primero en seguir. "Yo no soy comunista", decía todo el tiempo. De todos ellos, el único que va a sobrevivir a las pugnas (y a las purgas) es Alfredo Guevara, viejo comunista: dos veces en la dirección del ICAIC, durante diez años embajador en la UNESCO, y finalmente director del Festival del Cine Latinoamericano, brazo importante del reclutamiento y propaganda del castrismo de los años finales. Alfredo fue el hombre escogido por Castro para que hiciese del cine cubano un producto de propaganda internacional.
En Lunes de Revolución alternaste con Cabrera Infante y con Lisandro Otero, entre otros… ¿Qué imágenes guardas de aquellos encuentros? ¿Qué personajes permanecen con más fuerza en tu retina?
Guillermo, por supuesto, Luis Agüero, cuentista entonces y crítico de televisión, amigo siempre; Rine Leal, profesor y crítico de teatro… La redacción de la página de espectáculos del periódico Revolución estaba en el mismo espacio en que se gestaba cada semana Lunes de Revolución. Concernidos directamente o no por las discusiones entre aquellos que para mí, diez años más joven, eran verdaderos puntos de referencia de la cultura cubana, la convivencia fue divertida y fructuosa.
Lisandro Otero trabajaba como periodista del otro lado de la pared, en la sala de redacción del periódico: tierra aparte. A Lisandro le pedí que escribiera el comentario a las imágenes de Hemingway, mi documental sobre el escritor, que también era un mito para él. Lo estructuramos juntos en su casa del río Almendares, una lujosa residencia con atracadero de yates que había pertenecido al abogado cubano de Rockefeller. La casa la había conseguido Marcia Leiseca, su primera esposa, a través de sus altos contactos en la Dirección General de Cultura y la Casa de las Américas.
Lisandro fue mi amigo, o por lo menos creí que lo era, hasta que desde París le escribí a Londres, donde fungía como agregado cultural, pidiéndole que me ayudara a conseguir para mi padre, ya muy mayor, un permiso para que me visitase en Europa. Nunca respondió a mi carta.
En 1961, el documental PM, dirigido por Orlando Jiménez Leal y Sabá Cabrera Infante, habría de convertirse en un verdadero parteaguas en la historia del cine cubano; catorce minutos inofensivos que provocaron el primer cisma en la cultura cubana posterior a 1959.
Sin embargo, más allá del resultado visual y de la sobriedad de PM, pudiéramos afirmar que sus imágenes no distan mucho de lo que un tiempo después hicieran Alberto Roldán en Primer carnaval socialista, de 1962, o Nicolás Guillén Landrián en Los del baile, de 1965. Todos coinciden al explayarse en el goce, la interacción entre la gente, la música popular, el alcohol… Curiosamente estos no fueron suspendidos ni retirados por las autoridades, lo que apoyaría la idea de que no se trataba solamente de PM en sí, sino de quienes estaban detrás de PM… ¿Sostienes ese criterio?
PM sale de 58-59, un corto que Néstor Almendros hizo en Nueva York aquel fin de año, con su camarita Bolex y ninguna luz más allá de las luces de Times Square. Su gran aliado fue la película Tri X, un negativo ultra rápido que la Kodak acababa de sacar al mercado. Los jóvenes cineastas neoyorquinos se encontraron de pronto con una posibilidad de movimiento y de accesibilidad que los viejos métodos de filmación no ofrecían, con aquellas antiguas y engorrosas cámaras voluminosas y la necesidad de iluminación. Ver ese corto en La Habana de principios de 1959 fue un encontronazo maravilloso para los que se interesaban en el documental como testimonio personal. Pero la dirección del ICAIC le dio la espalda al método por temor a que los cineastas se les fuesen de la mano. Al fin y al cabo, para ese cine no se necesitaba guión escrito de antemano, algo que para el ICAIC era la única garantía de control.
Los únicos que tuvieron la libertad de aplicar ese método sin un control burocrático-político fueron Orlando Jiménez Leal y Sabá Cabrera, que en ese estilo realizan PM para el programa Lunes de Revolución en TV, dirigido, al igual que el magazine homónimo, por Guillermo Cabrera Infante. Ellos hicieron un poema a la noche y a las clases populares divirtiéndose en la noche habanera, sin incluir el contexto político, que no les pareció pertinente. Lo interesante es que nadie se lo reprochó. El corto se puso en televisión y no levantó la más mínima roncha.
Pero Alfredo Guevara ya había puesto su mirilla sobre Carlos Franqui, el mecenas del grupo de Lunes. Ambos competían, junto a los estalinistas del Consejo Nacional de Cultura, por el puesto de Ministro de Cultura que todos esperaban se designase pronto. Los autores de PM le pidieron permiso a Guevara para pasar el corto en un cine (permiso necesario, ya que todas las salas estaban bajo control del ICAIC) y este utilizó la oportunidad para prohibirlo y confiscar la copia, aduciendo que la falta de contexto político lo convertía en un artefacto peligroso. La Habana intelectual reaccionó dando un alarido de terror y así comenzó el affaire PM, que terminó con el discurso "Con la revolución todo, contra la revolución nada", de Fidel Castro, estableciendo los parámetros de la censura en el nuevo régimen.
Alfredo no salió bien parado de este conflicto, quedó como el agente detonador de esa censura ante los ojos de los intelectuales cubanos y muy especialmente de los europeos, que tanto interesaban a la propaganda internacional del castrismo. Por eso permite que Roldán y Guillén utilicen el método "libre" con la intención de limpiarse en lo posible de su responsabilidad en el caso. Pero estos pronto tendrán problemas propios con la nueva censura. A los que como yo solo nos interesaba el cine de ficción, se nos dio la "libertad" de hacer nuestros primeros cortos con actores. "Dentro de la revolución, todo", decía Guevara.
Nuestras supuestas películas "libres" terminaron por ser censuradas y engavetas, aunque nada tenían que ver con el método de filmación de PM. Los estalinistas, encabezados por Blas Roca, habían comenzado una campaña contra Guevara por los filmes europeos que importaba, y su posición se hizo tan débil que no le quedó más remedio que dar marcha atrás. Acabo de conseguir una copia de mi mediometraje El final, 51 años más tarde de su prohibición. Su guión había sido aceptado por Guevara, y autorizada su filmación, un año antes de su censura.
¿Pudiera decirse también que, en el plano estético, se producía además un conflicto entre el free cinema postulado por PM, por Gente en la playa, de Néstor Almendros, por Gente de Moscú, de Roberto Fandiño, y el neorrealismo italiano, que Alfredo Guevara, Mirta Aguirre y otros veían como la concepción ideal para reflejar las batallas de la revolución?
Esa batalla ya estaba ganada en el ICAIC por los que clasificábamos el neorrealismo italiano como un método totalmente superado, aun en Italia, y aun por su mejor exponente, Roberto Rosellini. Para el año 1962 ya nadie pensaba en el neorrealismo como método a seguir.
¿Eres consciente de ser el responsable de haber llevado por primera vez al cine cubano el sempiterno conflicto irse/quedarse, con tu corto de ficción El final (1964)?
Sí, me pareció importante hacerlo ya que para 1963 era el conflicto más terrible de la realidad cubana, con la familia rompiéndose, los matrimonios separándose, los hijos quedándose sin padres. Era una gran tragedia provocada por la codicia de poder de un hombre, porque más allá de los problemas económicos de Cuba y más allá de las injusticias que existían, sobre todo con los cortadores de caña, a quienes la sociedad no ayudaba en los largos meses sin trabajo, el famoso tiempo muerto, por ejemplo, el país no necesitaba de una dictadura comunista.
Las películas del ICAIC ignoraban lo que estaba pasando y se hacía un cine en el que se decía que los problemas cubanos eran causa de los ricos y/o de los burócratas del "socialismo". Alfredo Guevara aceptó el guión de El final, escrito con el poeta argentino Mario Trejo, porque pensó que tocar un tema así le devolvería el prestigio perdido con la prohibición de PM. Pero al fin y al cabo no se atrevió a sacar la película, aun después de obligarme a eliminar el discurso de Fidel Castro en el que se le escuchaba nacionalizar las empresas norteamericanas, discurso cuya presencia en la película señalaba la verdadera causa de la desgracia cubana. Es irónico que haya aparecido esta copia de El final en este momento de acercamiento con Estados Unidos.
Yolanda Farr te ha descrito como un "jovencito talentoso y osado", cuando le propones el papel protagónico femenino en Desarraigo (1964). Al parecer no pocos escollos hicieron que los días de rodaje fueran arduos, pero lo peor vino después…
Tal vez Yolanda piense que ofrecerle a ella el papel protagónico femenino fue un gesto osado. Y tal vez lo era, ya que su imagen no correspondía al físico de mujer mostrado cotidianamente en el cine cubano. Aceptar que Desarraigo se hiciese fue uno de los últimos intentos de Alfredo Guevara para mejorar su imagen. No es tan agresiva políticamente como El final, pero se sabía que los estalinistas la iban a atacar. Guevara esperó a que la película ganase un premio en el Festival de San Sebastián, España, para estrenarla.
Pero antes ocurrió algo, cuya anécdota la describo en detalle en mi libro Ni tiempo para pedir permiso. Mi ayudante de dirección, que era amigo de infancia del Che, me sugirió que le enviásemos el guión. Después de todo necesitábamos el permiso del Ministerio de Industrias para filmar en las minas de níquel de Nicaro, y este otro Guevara era el ministro. Mi ayudante se lo llevó y en un próximo encuentro familiar el Che le comentó que había leído el guión y que no ponía objeción a que la película se hiciese, pero que el drama le parecía un conflicto pequeñoburgués. Su respuesta fue tan miope como cualquiera de sus intentos guerrilleros posteriores. Es impresionante hasta qué punto los marxistas leninistas lo reducían todo a una estéril y deshumanizada lucha de clases. ¡No en balde les fue como les fue!
Hay mucha conga en el cine cubano de aquellos años. Pienso en tu filme Carnaval, o aquella conga "revolucionaria" de Papeles son papeles, como también en Primer Carnaval Socialista, de Alberto Roldán (1962), en Nosotros, la música, de Rogelio París (1964), en Y tenemos sabor, de Sara Gómez (1967), y en la entrada carnavalesca de Memorias del subdesarrollo. Esa conga como fenómeno enlazado a la política pudiera ser leída de dos maneras: primero, la conga "revolucionaria" que supuestamente arrolla y barre a su paso lo que ya no sirve, lo que pertenece al pasado; pero también otra conga que aligera, relativiza, banaliza una realidad que de por sí es pesada, que no tiene nada de radionovela: la de las expropiaciones, la imposición, los fusilamientos, la huida del país…
La conga debiera siempre ser la que se escucha pura en el barrio de Los Hoyos, en Santiago de Cuba, y que fue el paseo del negro por la poca vida que le dejaron vivir durante la esclavitud y la Colonia. En la República se convirtió en un trayecto lúdico que comentaba, apoyaba o criticaba la realidad de la Isla desde un punto de vista diferente, casi siempre irónico. Como ha ocurrido con otros elementos de la cultura del país, ha sido utilizada por el castrismo para campañas propagandísticas. Que no engañaron a nadie.
Hay un momento en tu film Torrens (1960), en el que se aprecia el trabajo de los adolescentes recluidos en la producción en serie de cabezas de Martí, un recurso que en 1966 fue utilizado por Gutiérrez Alea en La muerte de un burócrata. Luego, en Papeles son papeles, de 1966, se produce la escena de un engorroso censo por parte de los comités de vigilancia de barrio, CDR, que anticipa otro que se efectúa en casa de Sergio, en Memorias del subdesarrollo, de 1968. Imagino que a lo largo de estos últimos 50 años no sean pocos quienes han descubierto un estrecho vínculo entre tu obra de aquel momento y las primeras películas de Tomás Gutiérrez Alea…
Prefiero no compararme con Gutiérrez Alea; por edad él tenía muchos más años que yo y por estudios contaba con un título de dirección del Centro Experimental de Cinematografía, de Roma, posibilidad que yo nunca tuve. Me agradaría pensar que los temas que traté en El final y en Desarraigo repercutieron más tarde en Memorias…, que sería una mejor película si se le sacase la larga secuencia didáctica, propagandística e innecesaria, sobre la invasión de Bahía de Cochinos. Es un pegote que suena a eso, a pegote, y que reduce el nivel de la película.
¿No te parece que ironizar sobre la producción masificada de bustos de Martí era, en 1966, una actitud osada por parte de Gutiérrez Alea? Se trata del mismo Titón que en 1961 se opuso a la censura contra PM…
En 1966 ya el país estaba en un declive manifiesto, donde reírse de la sobreproducción de bustos de Martí no era más que un chiste superficial, casi un chiste cruel. Oponerse a la prohibición de PM fue un gesto honesto de Gutiérrez Alea, que le obligó a renunciar al consejo de dirección del ICAIC, atrayéndole para siempre la enemistad de Alfredo Guevara.
Pero su cine se quedó en la superficie de los temas, sin profundizar en las verdaderas causas de los problemas enormes que ya asediaban al país. Tengo que agregar que entendí en carne propia por qué nunca se atrevió a criticar en serio. No es nada agradable que te censuren una película, que nadie sepa que existió, que nadie pueda valorarla históricamente, como los estamos haciendo ahora con El final, 51 más tarde, cuando hacerlo ya no es más que un ejercicio en futilidad. Si Gutiérrez Alea se hubiese atrevido a decir lo que verdaderamente había que decir en Memorias del subdesarrollo, nunca hubiésemos sabido durante décadas de qué trataba la película. Y el autor, más tarde o más temprano, hubiese tenido que abandonar su carrera e irse de Cuba, con todas sus consecuencias.
Uno de los ambientes mejor logrados de tu novela Ni tiempo para pedir auxilio (Universal, Miami, 1991) es la narración de tu detención en los sótanos de la Seguridad del Estado, en Matanzas, en 1964, por causa de tu relación amorosa con Kelly, una de las tantas simpatizantes norteamericanas que visitaron el país en aquellos momentos. Aquella traumática experiencia de 1964 te hizo constatar la real naturaleza de un Estado policial…
Como cineasta del ICAIC era un escogido, un privilegiado bajo el manto protector de Alfredo Guevara. La censura, la ausencia de información era total. Y si no tenías contactos con el mundo activamente anticastrista, no te enterabas de la naturaleza miserable de la vigilancia y de la represión. El ICAIC era un espacio angelical en un lecho de rosas. Con poco contacto con la realidad.
Te fuiste definitivamente de Cuba en 1968, el emblemático año de la Ofensiva Revolucionaria, la campaña dirigida para nacionalizar las pequeñas propiedades privadas que aún existían en la Isla. ¿Cómo se produjo tu salida?
Mi mujer francesa llevaba ya dos años viviendo conmigo en Cuba, donde hizo investigaciones sobre la inmigración china en Cuba durante el siglo XIX, un trabajo de campo para su tesis de etnología en La Sorbona. Su presencia en La Habana me marcaba y al mismo tiempo me daba una cierta protección, gracias a su embajada. Pero mi "confusión ideológica" me había colocado en la lista negra de Seguridad del Estado.
Alfredo Guevara no tardó en hacerme un verdadero "trato del esqueleto": o empezaba de cero mi carrera, esperando recuperar algún día, con mi comportamiento, la posibilidad de hacer cine…, o el avión. La oferta la presentó como un gesto de ayuda hacia mí, pero en realidad íbamos a ser seis los que sacaría de Cuba en aquellas semanas. Una manera de ponerse el parche ante de que surgiera el grano. Cualquiera de nosotros podía ser arrestado, creándole un serio problema a él y a su institución. Mejor "depurar" el ICAIC él mismo, antes de que le quitasen el control. Escogí el avión sin pensarlo pues ya el apoyo de Castro a la invasión de Checoslovaquia y la autodestructiva Ofensiva Revolucionaria me habían convencido que en Cuba no había más que hacer.
A mi mujer la dejaron salir en un barco mercante de la Alemania del Este, cuyo capitán se hacía de unos pesitos con emigrantes cubanos a los que le alquilaban sus desalmados camarotes. A mí me negaron esa posibilidad y tuve que pasar una semana entera, con el corazón en la boca, esperando a que llegase mi turno en un avión.
Llegamos al aeropuerto de Barajas a las cuatro de la mañana, vestidos, por lo menos yo, con una ligera chaquetica de verano habanero. El aeropuerto estaba desierto y el viento quemaba en el frío de la meseta. Pero los milagros existen y de pronto vi a Yolanda Farr, la protagonista de Desarraigo, que había venido a buscar a su amiga, la pintora Gladys Triana, que también escapaba del paraíso. Con tres pesetas que me prestó quise llamar a un amigo, pero no supe manejar el aparato y tuvo Yolanda que salvarme del atolladero, prestándome otras tres pesetas para rehacer mi llamada. Luego, muy gentilmente, nos llevó en su taxi a la ciudad.
En el avión también llegaba Julio Le Riverend, una de las personalidades más relevantes de las ciencias sociales cubanas de entonces, que se movía nervioso de un lado a otro del salón de equipajes preguntándome, preguntándose estupefacto por qué nadie de la embajada le había venido a recoger.
¿Cómo fueron tus primeros años en París?
Duros, pero hermosos. Y no solamente por la belleza de la ciudad, sino por la atmósfera de libertad, tan lejana de lo que había dejado en Cuba. La burocracia francesa, como toda, fue torpe, lenta e insultante, pero el país me trató con justicia y me dio una identidad por la que le estaré eternamente agradecido. Por eso conservo mi ciudadanía francesa, que he conseguido extender a mis hijas.
El idioma fue un reto y me botaron una vez de una zapatería y otra de una pescadería por no pronunciar correctamente el francés. Eso hizo que me dedicara con esmero a pronunciar cada consonante de ese idioma, que como se sabe es de una dificultad extrema para los cubanos, que no pronuncian ninguna.
Néstor Almendros me puso en contacto con la televisión francesa, donde presenté mi corto Hemingway, en una copia clandestina, ya que mis películas me las tenían confiscadas en la embajada de Cuba, precisamente para eso, para que no consiguiera trabajo.
En la TV francesa trabajé casi diez años. Severo Sarduy, que conocía mi carrera como crítico de cine en el periódico Revolución, me consiguió un programa sobre cine en Radio Francia Internacional, que me llevó como corresponsal al Festival de Cine de Cannes durante siete años. Casado en una familia francesa, donde mis suegros apenas sabían la diferencia entre Cuba y Martinica, pasé años sin hablar, no ya cubano, sino español siquiera. Fue una cura salvaje, pero definitiva. Y bienvenida.
Precisamente Severo tuvo palabras elogiosas para tu novela Ni tiempo para pedir auxilio. ¿Qué recuerdos conservas de él?
En 1959 fuimos compañeros en el periódico Revolución, dónde él colaboraba antes de conseguir su beca en Francia. Al convertirse Cuba en un país totalitario, Severo decidió no regresar a la Isla. Tuvo la suerte de conocer a François Wahl, que trabajaba en las Editions du Seuil, con quien hizo pareja. Eso le permitió entrar en grande en la intelectualidad francesa. Vivían en las afueras de París, en una enorme casona cerca de Saint Leonard, y cuando venía a la ciudad nos encontrábamos con otros amigos a escuchar música cubana en mi apartamento.
Además de su programa en español en Radio Francia Internacional, él tenía otro sobre ciencias en France Culture, ese en francés. Fue siempre muy cariñoso y me ayudó mucho en los primeros años. Su literatura se adentró en las teorías francesas de la época, sin dejar de ser cubana. Hazaña cierta.
Lorenzo García Vega contaba en su diario que llegar a Madrid en 1968 no era fácil para un intelectual cubano exiliado; es conocida la advertencia de Antonio Buero Vallejo para que modulara sus criterios sobre la realidad cubana. Demasiados estereotipos se habían formado en la izquierda mundial a partir de 1959. El mismo Roberto Fandiño también dio testimonio de la hostilidad de los medios intelectuales. ¿Cuál fue tu experiencia?
Mis amigos españoles eran más bien socialdemócratas agrupados alrededor de Cuadernos para el Diálogo, una revista de inspiración demócratacristiana en plena dictadura de Franco. Con ellos no tuve problemas. Al contrario, Augusto Martínez Torres y Manuel Pérez Estremera se apresuraron a recoger en su libro sobre el cine latinoamericano las informaciones que les comenté sobre las películas recientes que el ICAIC acaba de prohibir: el cambio de orientación de la producción comenzada después de que Fidel Castro se alineara definitivamente con los soviéticos al apoyar la invasión de Checoslovaquia. A partir de ese momento, el cine cubano dio un salto de carnero hacia atrás, abandonando los temas contemporáneos para concentrarse en la revisión de viejos mitos de la guerra de independencia. De un día para otro, puro siglo XIX. Un cine de un interés apenas formal.
Ya en Francia, Chris Marker se pasó tres horas en mi apartamento de París quejándose de la nueva posición de Castro. Pero hubo otros, como Michael Chanan, estalinista inglés, que en su libro sobre el cine cubano escribió falsedades sobre los directores que nos fuimos en aquella época. De mí dijo, por ejemplo, que había abandonado Cuba para refugiarme en España, asociándome con la dictadura de Franco; cuando todos saben que me fui a Francia. Chanan escribió que el fracaso comercial de mis películas fue la razón de mi exilio, que mis películas no daban dinero, como si alguna vez el cine cubano hubiese sido regido por un concepto comercial. Aunque El final, efectivamente, no ha dado ni un centavo, habiendo estado prohibida por más de 51 años.
No son pocos quienes se han referido a la persona de Calvert Casey, a su paso silencioso por nuestro exilio y por nuestras letras… ¿Conservas alguna memoria de su trato?
Le recuerdo en la redacción de Lunes, siempre tan cariñoso, siempre atento y discreto, tartamudo y tímido. Tierno. Comencé a leer sus cuentos entonces, que luego Ediciones R publicó en un tomo que se tituló El regreso. Recuerdo su traducción de Señorita Corazones Solitarios, de Nathanael West, una maravilla de texto en español. A principios de 1969, de paso por París, me vino a visitar y almorzamos juntos en mi apartamento. Pimientos rellenos. Venía de Londres, de ver a Guillermo Cabrera Infante. Luego fue a España a ver a otros amigos. Pronto comprenderíamos que había venido a despedirse. Calvert se suicidó en Roma en mayo de ese año. Es uno de los grandes de la literatura cubana, aunque haya nacido en Baltimore; hoy muy poco conocido, desgraciadamente. Como escribió Cabrera Infante: "Era el escritor ideal para una época ideal, mientras duraron ambas".
A inicios de 1971, el ministro de las Fuerzas Armadas, general Raúl Castro, le confiesa al escritor chileno Jorge Edwards que hasta entonces en Cuba se habían hecho "películas bastante buenas". Para esa fecha ya vives en Europa, pero, ¿qué balance harías del cine cubano de los primeros diez años?
Todo depende de lo que se entienda por buenas películas. Las primeras sufrían de un mal inevitable: eran hechas (y vistas) como oficiales, ya que el organismo que las producía, el ICAIC, lo era. Y eso, de alguna manera, "cortaba" a sus directores, los inhibía, impidiéndoles dejarse ir ya que lo que hacían tenía que ser la imagen misma de la revolución: entonces vencedora esperanza de las clases humildes. El nuevo régimen, incipiente, necesitaba consolidar su propio mito con aquellas primeras, primerizas películas. Pero aquel no era un cine de creación individual, de opinión personal. Eran largos anuncios de publicidad de una gesta que se quería trascendental y definitiva: eterna. Tendrá que ocurrir el caso PM para que la presidencia del ICAIC necesite quitarse el sambenito de la censura totalitaria e intente dar paso a opiniones y puntos de vista otros y no oficiales. Pero el experimento durará muy poco.
"Tengo miedo", confiesa Marta en Desarraigo, cuando su amante argentino le propone huir a París. "¿Y Nueva York no te da miedo?", le pregunta Ernesto a Ana en El final, cuando esta le comunica su decisión de irse de Cuba. Contrariamente al tópico tan recurrido del miedo de Virgilio Piñera en las reuniones de la Biblioteca Nacional —que era el miedo de muchos—, me interesa el otro miedo, el de la huida hacia un espacio y un tiempo desconocidos. ¿Cómo lo viste, cómo trataste al miedo, al tuyo propio, a partir de 1968?
El miedo está ahí, todo el tiempo. Es el túnel del final de El final, que parece no acabar nunca y del que no vemos dónde desemboca. Es el miedo en Power Game ante la amenaza sin nombre ni lógica. Es el miedo a lo desconocido, a no estar a la altura de la nueva sociedad a la que llegamos. ¿Cómo estarlo, si es una sociedad tan diferente y desarrollada y ajena? Y prefiero no mencionar el miedo a no pronunciar bien el idioma. Era un París maravilloso, pero también chauvinista y xenófobo. Mi mujer francesa fue un punto de apoyo, como también lo fueron Néstor Almendros y Severo Sarduy. Los cubanos en París se contaban entonces con los dedos de una mano.
En abril de 1983, entrevistado para el diario español El País tras la presentación de tu filme Power Game, afirmaste: "Lo importante es la historia de un hombre que se niega a ceder al miedo, en ese contexto de motivación y presión psicológica". ¿Pudiéramos considerarlo también como una declaración de principios de un creador incómodo antes de 1968 y de un exiliado después?
El miedo es uno de los instrumentos esenciales del poder. La famosa "invasión" yanqui, que nunca llegó, fue una de las herramientas del castrismo durante toda su historia, tal vez la más importante. El terrorismo internacional es otro ejemplo obvio. El control por el miedo está en todas partes. En la publicidad, en las noticias, en el discurso político, en la práctica de la medicina, en la religión, en la educación de los niños... Lo esencial es persistir y no ceder al miedo.