Terminó el 36 Festival del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana y el público habanero se quedó sin ver Regreso a Ítaca del francés Laurent Cantet, con guión de Cantet y del novelista cubano Leonardo Padura. Iván Giroud, director del festival, intentó convencer a la opinión pública de que no existía prohibición, no se trataba de censura política. Sostuvo que la película no fue programada por no caber en ninguna de las secciones del evento. Excusa digna de un administrador de Oficoda, que queda desmentida por la imagen del catálogo que incluyó a Regreso a Ítaca entre las "Presentaciones Especiales".
Hasta ahora Leonardo Padura no se ha pronunciado en defensa del filme basado en un libro suyo: La novela de mi vida. Puede que durante los días de festival mantuviera un silencio astuto y diplomático, a la espera de que los organizadores recapacitaran. O que aguardara por el resultado de ciertas gestiones. Sin embargo, clausurado el festival y censurada la película, no se ha escuchado protesta de su parte. Tal vez nunca la haya. Un silencio así estaría en perfecta concordancia con el modo en que el escritor y guionista se ocupa del presente en su literatura.
La novela de mi vida cuenta una historia del pasado histórico cubano —Heredia, Tacón, Delmonte— y también una historia actual, que es la que ha servido de base al filme de Cantet. En ella un hombre llamado Fernando Terry, que decidiera marcharse del país luego de ser delatado a la policía política, vuelve a La Habana en busca de un manuscrito herediano y dispuesto a averiguar cuál de sus viejos amigos fue el delator.
En La Habana termina por encontrarse con el oficial de Seguridad que lo empujó al exilio y descubre que no hubo traidor entre sus amistades. Quien narra nos tranquiliza: "el origen de todo solo había sido la maligna decisión de un policía en busca de grados e informantes, el mismo policía al que, años después, expulsarían por sabía Dios qué delitos, sin duda reales y punibles". Queda claro entonces que no es preciso buscar responsabilidades en la policía política, que todo se debió a un mal seguroso. Y existe un atenuante más: poco tiempo después de que Fernando Terry decidiera marcharse del país, llegaba a su casa una comunicación oficial que lo resarcía. Por tanto no era el Estado socialista quien perseguía a Terry, ni la Seguridad del Estado, ni ninguno de sus más cercanos amigos. El único culpable era un malhechor, rueda suelta del mecanismo y no mecanismo en sí.
En cambio, muy distinto es lo que sucede en la otra mitad de esa novela, donde Heredia es personalmente reprimido por el capitán general Tacón, y resulta delatado por su amigo Domingo del Monte. Y es que, igual que ocurre en El hombre que amaba a los perros (de la cual me he ocupado en una reseña), La novela de mi vida gana en poder de denuncia en tanto más lejanos queden los hechos. Mientras que para épocas recientes el autor se reserva su capacidad de escamoteo.
Ahora, en el más inmediato presente, cuando la censura carga contra una película escrita por él y basada en uno de sus libros, Padura opta por callar. Su fama de autor internacional y su oficialista Premio Nacional de Literatura le habrían permitido, con relativo poco riesgo, tener éxito en la denuncia y la reclamación. Pero del mismo modo en que él diseña sus novelas para conseguir que sean publicadas dentro de la Isla (y se ocupa de no manchar el honor de la Seguridad del Estado u olvida preguntarse qué hacía el asesino de Trotsky en La Habana), ha preferido mostrar idéntica cortesía ante la censura y no protestar por el atropello de su película.
Sea por decisión propia o por empuje de la prensa internacional, Padura ha jugado en los últimos años a aparecer como intelectual público. Para serlo verdaderamente debería dejar de imponer al argumento de sus novelas esas maniobras para congraciarse con el poder. Y tendría que adoptar la responsabilidad del escritor de temas políticos con aquello que escribe: acompañarlo, no solo hasta su posible adaptación cinematográfica, sino también hasta sus implicaciones entre los comisarios políticos.
Guardando silencio, como ha hecho en este caso, Leonardo Padura no hace más que ayudar a los censores, y traicionar a los lectores de su obra y a los espectadores de su película.