Desde que Grecia engendró el ideal de que las leyes son realización colectiva y no mandato de rey, la historia del Derecho ha sido la tensión entre los que creen que existen normas universales, inherentes al individuo, verdaderas e inviolables, superiores a cualquier consenso político; versus aquellos que defienden que toda norma es exclusiva construcción humana, relativa y circunstancial, que cobra entidad solo mediante respaldo mayoritario, con lo que cualquier cosa será legal y admisible si así lo acuerda una mayoría.
Por su conveniencia política, la visión relativista de la ley, hoy entendida como Derecho Positivo, se ha impuesto hasta nuestros días. Esta tendencia que confunde legalidad con justicia y equipara opinión mayoritaria a verdad, es funesta para la libertad, pues deja los derechos humanos sin más basamento que ese sentir social mayoritario, siempre voluble ante la demagogia y débil ante la tiranía.
Y si el Derecho Positivo es peligroso donde la representación política es medianamente funcional, esta santificación de lo legal sobre lo justo se vuelve letal cuando la soberanía es conculcada por un déspota que hace ley para que la cumpla el pueblo, pero no para sí. Es en esta situación en la que el castrismo quiere imponer un nuevo Código de las Familias.
El nuevo código propone cambios positivos como reconocer la unión legal sin distinción por orientación sexual, igualar jurídicamente maternidad y paternidad, modernizar el tratamiento de situaciones novedosas como la reproducción asistida o facilitar la adopción. No obstante, una falta terrible lo ensombrece: el Gobierno entra a la intimidad del hogar convirtiendo en leyes, mandatos, amenazas y obligaciones, las naturales relaciones afectivas en las que se ha basado la humanidad desde que la familia nuclear sustituyó, por evolución espontánea, a la crianza comunitaria de la tribu.
En sus frecuentes apariciones en los medios de comunicación masiva, los redactores de la norma refieren que es un "código que pone en el pedestal de la ley la solidaridad, el amor, la dignidad, el respeto". Sin embargo, ni la solidaridad, ni el amor, ni la dignidad ni el respeto pueden ser legislados, no pueden ser impuestos, solo ganados a lo largo de la vida.
Un signo típico de arrogancia totalitaria es querer legislar los sentimientos.
Eso es patente en el hincapié que se hace en el novedoso derecho a cuidados de los adultos mayores. Hasta ahora, los únicos que tenían "derecho a cuidado" —y de faltarle se penaba a los tutores— eran los niños, por dos razones fundamentales: los niños son creación de los padres y, su inmadurez biológica, les impide subsistir autónomamente.
Los ancianos no cumplen esos requisitos. Así, es descabellado equiparar la relación padres-hijos menores de edad, con la relación hijos-padres ancianos.
Los ancianos tuvieron una vida entera para crear sustento para su vejez, y más importante, para cultivar el amor de su familia y recibir devueltos los cuidados que ellos proveyeron previamente.
Además, convertir en obligatorio lo que normalmente se hace por amor tiene efectos perversos. Los sicólogos han encontrado que, en tareas penosas como los cuidados a largo plazo, a veces la constancia se debe a lo que denominan motivación intrínseca, pero si a esta motivación se le adicionan incentivos externos —como el miedo a la ley— se torna motivación extrínseca, y entonces, la ejecución pierde calidad y se hace más pesada. ¿Valoraron eso los redactores del Código de las Familias?
En todo caso, esta preocupación del Gobierno por el cuidado de los ancianos no parte de un recién descubierto amor castrista por la tercera edad.
Cuando en octubre pasado el anteproyecto de Código de las Familias fue públicamente presentado, Juan Carlos Alfonso, vicejefe de la Oficina Nacional de Estadísticas e Información (ONEI), explicó que, con respecto al vigente código de 1975, "se duplica la población de 60 años y más. Somos un país envejecido". Lo que otro presentador apuntilló revelando que "en el 64% de las familias cubanas está la presencia de un adulto mayor".
Cuba es una bomba demográfica a causa de la baja fecundidad y la emigración, más, cuando los que llegan a la ancianidad (está próxima la jubilación de la generación del baby boom) son miserablemente pobres y no tienen capital acumulado, ni pensiones suficientes, ni una estructura estatal que les ampare.
¿Solución castrista? Obligar por ley a que las familias asuman una pobreza causada por el Gobierno. El castrismo creó el problema y ahora, "humanitariamente", se lo endosa a las generaciones jóvenes, endeudándolas legalmente con las generaciones que les precedieron.
Un artículo de la prensa oficial —que solo dice lo que el Gobierno quiere— reconoce explícitamente que "el documento aspira a que la familia sea la responsable del cuidado de todos sus miembros, sin excusa; para que dejen de ser asunto solo del Estado cubano". Caso cerrado.
Otra falla imperdonable del futuro Código de las Familias es degradar la patria potestad. Aunque ya la estatalización y politización de la educación, más la obligatoriedad —de momento aparcada— de las escuelas al campo o las becas, son crímenes de lesa paternidad, ahora se ahonda en ello.
Aprobado el Código de las Familias, los padres ya no serán quienes decidan con quien se relacionan sus hijos. Ahora, va a protegerse el "derecho" de los menores a interactuar con otros miembros de la familia "para que términos como madrastra, padrastro y abuelos, tengan mayor alcance legal en nuestras vidas".
Según este derecho a la comunicación con los niños de abuelos y otras personas —incluso sin vinculo consanguíneo—, los padres tendrán que admitir que sus hijos se relacionen con personas que ellos preferirían alejados de su prole.
Para justificar tal "derecho", innumerables anécdotas publicadas y televisadas en estos días, ejemplifican la importancia de proteger las relaciones entre menores y personas que no son sus padres.
Y sin dudas hay historias tristes, pero son excepciones. Lo general es que los padres sean los mejor informados sobre qué conviene a sus hijos, los más interesados —no los abuelos, los padrastros o el Gobierno—en el bienestar de los niños y los más motivados para dirigir correctamente la comunicación y sociabilidad de estos. Una norma general sobre quién debe decidir la comunicación de los niños, debería guiarse, precisamente, por lo general, no por casos puntuales.
Para el jurisconsulto romano Ulpiano, justicia es dar a cada quien lo que le corresponde. Nada le corresponde más a unos padres que la potestad sobre sus hijos, ni nada corresponde más a unos niños que sean sus padres —y no el Estado— quienes tomen las decisiones que ellos aun no pueden tomar, pues nadie tiene ni la motivación, ni la información, ni el interés que tienen los padres para hacerlo, generalmente, del modo más beneficioso.
Por desgracia, el universalmente aceptado positivismo legal provoca que las personas acaten las normas simplemente porque son "legales", sin plantearse la justicia subyacente. En Cuba, donde la ley es siempre injusta porque su origen es bastardo, este Código de las Familias, que se impondrá tras otro "referéndum" donde tiene toda voz el Gobierno y ninguna sus opositores, abre las puertas de los hogares cubanos al influjo del totalitarismo, que impone ley donde debe haber amor.
"¿Solución castrista? Obligar por ley a que las familias asuman una pobreza causada por el Gobierno. El castrismo creó el problema y ahora, "humanitariamente", se lo endosa a las generaciones jóvenes, endeudándolas legalmente con las generaciones que les precedieron."
La revolucion no deja a nadie desamparado....Cuidense entre ustedes, bajo mis reglas, o los metemos presos. Mientras te sigo diciendo que la revolucion se hizo para todos.