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Sociedad

Cerdos cubanos, a las bañaderas... se avecinan tiempos de ceba y matanza

Historias de un veterinario en tiempos de 'Periodo Especial'.

La Habana

Los cerdos cubanos tienen muchas historias acumuladas, algunas entrañables, pero muchas de horror. En los genes podrían llevar el pánico que padecieron en la época más dura de aquellos tiempos bautizados por el Gobierno como "Periodo Especial".

Este animal, alimento para la mayoría, sostén económico para otros muchos, se convirtió en los 90 en moneda de cambio, en la joya de la corona.

Muy bien ganado se tiene aquello del "puerco, mamífero nacional", como reivindica la canción que cantautores como Elíades Ochoa e Israel Rojas le dedicaran en uno de los álbumes de Buena Fe.

"Un monumento le deben dar…" porque resistió como pudo la crudeza de las circunstancias y también la de sus amos, nubladas la vista y consumidas las neuronas en la batalla diaria de la supervivencia y contra el hambre.

Un veterinario habanero, cuyos servicios fueron grandemente cotizados, tiene apuntados en una especie de bitácora anécdotas que harían reír a algunos y llorar a los más sensibles.

No había transporte, pero el "médico" porcino se iba cada mañana con su bicicleta y 20 libras menos a recorrer La Habana urbana y campos aledaños para asistir a los puerquitos. Lo mismo en la castración de su virilidad (para que la carne no cogiera tufo a verraco) o para dejar mudos a aquellos que convivían en edificios multifamiliares, criados en el jardín, en los techos y hasta en la bañadera de un duodécimo piso convertida en corral.

Varios propietarios de puerquitos que fueron cebados en edificios multifamiliares iban a recoger al veterinario cuando había alguna urgencia. Lo hacían desde Marianao, Playa y hasta el propio Vedado, a veces en horas inoportunas.

El "médico" tuvo que curar heridas, "preñaba" hembras del animal, no "a la Pijirigua", sino varilla en ristre y complaciéndose en tener una efectividad mayor de la que alardeaban los dueños de verracos que parecían toros.

Estos sementales se paseaban por las calles, llevados como perros por sus propietarios, mostrando el gran paquete de su virilidad en el camino a "cubrir" a alguna favorecida por métodos naturales. Pero no eran competencia para el veterinario. El radio de acción de los verracos era más limitado. Era más fácil trasladar a un hombre que a un cerdo de grandes proporciones.

Las camadas logradas por inseminación artificial eran mayores. El médico sabía el momento exacto para "vacunar" y se ganó la mejor de las reputaciones. Al final, que una cerda lograra parir como mínimo entre ocho y 12 cerditos —alguna logró incluso 18— era sinónimo de "riqueza". Una cría llegó a costar 1.500 pesos cubanos.

El médico también sufrió algún que otro susto, cuando los dueños de animales infértiles venían a reclamarle con la ignorancia y la guapería a cuestas. O cuando alguno tocó a su puerta llorando porque decidió sacrificar a una puerca que le pareció enferma, cuando lo que tenía eran 16 cerditos en la barriga que le impedían moverse. La mayoría salieron vivos y allá se fue el "doctor" a dar orientaciones y salvar a todos. El monumento por poco se lo hacen a él.

El veterinario cortó güevos, desparasitó, operó cuerdas vocales. Pero siempre lo hizo con métodos que intentaron aliviar el dolor, incluso ponía inyecciones de anestesia. Los animales siempre formaban una gritería tremenda, pero salían ilesos hasta la hora final del sacrificio, unos cuantos meses después.

Se corrieron rumores de que se amputaban partes del cerdo y los seguían engordando. Pero el veterinario jamás acudió a un procedimiento de este tipo promovido por algún dueño desquiciado.

Sí vio ejecutar tan horrendos actos cuando una pandilla de hombres atacados por el hambre asaltó un camión de ganado, cerdos incluidos, camino quizá del matadero o de algún otro destino.

En movimiento, a la vista de todos, cercenaron perniles y dejaron animales desangrándose y tiñendo de rojo la carretera.

Otro cruel capítulo de los más crudos años del "Periodo Especial" lo vivió el médico veterinario en un viaje de Matanzas a La Habana en el tren de Hershey. Después de horas en un recorrido que no había llegado a la mitad, aquel tren lechero se detuvo tras un estruendo que no provenía de los truenos.

La mole de hierro mató una res amarrada y puesta con toda intención en la vía. El médico no supo nunca de dónde salieron a esa hora machetes y cuchillos, pero lo cierto es que medio tren se bajó a arrancar una tajada al animal y meter los pedazos ensangrentados en jabas, en abrigos y entre las ropas de las maletas.

La vía quedó limpia hasta de huesos en lo que canta un gallo. El tren siguió su camino después que logró recomponerse. Hubo otros choques, pero son anécdotas para otra historia de ganador mayor.

Ya de vuelta a la rutina en La Habana, el veterinario continuó sus consultas y asistencia a los cerdos. Nunca faltó en la mesa de su familia un bistec, unos chicharrones y la grasa para freír tostones. 

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