Populismo
La llegada a la presidencia de México y Brasil de Andrés Manuel López Obrador y de Jair Bolsonaro marcan la persistencia de los fenómenos populistas en América Latina, independientemente del signo político.
En Brasil la irrupción de Jair Bolsonaro se enmarca en el reciente auge del populismo de derechas en un buen número de democracias occidentales.
Por ende, representa un fortísimo rechazo a la clase política tradicional brasileña, considerada por la ciudadanía como la responsable de una cotidianidad marcada por la precariedad, la violencia y la corrupción.
Pero es, en particular, una muestra de repudio al emblema del poder en Brasil en lo que va de siglo, el Partido de los Trabajadores (PT).
En México es también la conjunción de pobreza, corrupción y violencia lo que ha impulsado a Andrés Manuel López Obrador a la cabeza del país. Aunque, en este caso, se trata de un populismo de izquierdas.
A diferencia del mesianismo chovinista de Bolsonaro ("Brasil encima de todo y Dios encima de todos"), el mesianismo de López Obrador hace énfasis en la redistribución de riquezas y la justicia social ("Por el bien de todos, primero los pobres").
Por lo general, la emergencia del populismo es sintomática de una crisis de la representación política, es decir, cuando en buena parte de la sociedad se considera que la clase política da la espalda al interés general.
De ahí que el populismo (ya sea de izquierda o de derecha) se caracterice por el hecho de concebir el campo político dividido entre dos antagonistas (con frecuencia irreconciliables): el pueblo y la elite.
Y en esta escisión se funda en parte la desconfianza del populismo hacia el engranaje institucional y su exaltación del voluntarismo y de las alternativas que suelen pasar por alto las complejidades de la realidad.
Que los dos países más poblados de la región hayan izado a la presidencia a líderes populistas es sintomático del delicado periodo que atraviesan las instituciones democráticas en América Latina.
Fuga hacia delante dictatorial
Otro aspecto notorio de la realidad latinoamericana actual, y en relación con lo dicho anteriormente, es la fuga hacia adelante autoritaria de los gobiernos del continente que aún se enmarcan en la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA): Bolivia, Nicaragua, Venezuela. En el caso de estos dos últimos bien se puede hablar de regímenes dictatoriales.
En Nicaragua, desde el inicio de las protestas en abril contra una impopular reforma de la Seguridad Social que pronto se convirtieron en un amplio rechazo a los tejemanejes del clan de Daniel Ortega, la represión gubernamental ha dejado un saldo de cientos de muertos, más de 600 presos políticos y decenas de miles de exiliados.
En un intento por silenciar definitivamente a la sociedad nicaragüense el Gobierno ha emprendido en estos últimos días un ataque en regla contra los medios independientes y las ONG, cancelando la personalidad jurídica de varias de estas entidades y saqueando sus sedes.
La reducción drástica de sus apoyos y los probables juicios por los crímenes cometidos en los últimos meses hacen que el régimen de Ortega busque perpetuarse en el poder, acudiendo continuamente a la violencia y dejando sin efecto las instituciones democráticas.
En el caso de Venezuela, la denuncia ante la Corte Penal Internacional (CPI) por crímenes de lesa humanidad, impulsada por Argentina, Colombia, Chile, Paraguay, Perú y Canadá, deja en evidencia el aislamiento cada vez mayor del régimen de Nicolás Maduro.
Según los informes que sirvieron de base a la denuncia, la violencia del Estado venezolano se ha saldado con al menos 8.292 ejecuciones extrajudiciales y 12.000 casos de detenciones arbitrarias en los últimos cinco años. Además, dan cuenta de la existencia de unos 1.300 presos políticos en el país.
A esto se suman la inseguridad (25.000 asesinatos en 2017), la inflación (este año superaría el millón por ciento) y una profunda crisis económica (una contracción del 42% del PIB en el último quinquenio).
En este contexto se entiende la sangría migratoria que vive el país.
Se estima que desde 2014 más de dos millones de personas han abandonado Venezuela. Tan solo por Ecuador, en los primeros ocho meses del año, habían transitado cerca de medio millón de venezolanos.
Actualmente en Colombia residen cerca de un millón de venezolanos. Una cifra que en Perú ronda los 400.000.
Así la situación venezolana ha desembocado en una crisis migratoria regional que, por ahora, no presenta visos de solución a corto plazo.
El caso boliviano es distinto. El presidente Evo Morales, pese al desgaste de 12 de años de poder, cuenta con una baza de apoyo sumamente sólida, gracias a un manejo de la economía relativamente acertado y a la implementación de programas sociales y de grandes obras de infraestructura que han supuesto un descenso de la pobreza y avances en los planes de desarrollo del país.
En cambio, es la relación discrecional con las instituciones y con la Constitución, redactada y votada por el propio oficialismo, lo que presenta una amenaza para la continuidad democrática del país.
A principios de diciembre el Tribunal Supremo Electoral (TSE) habilitó la candidatura de Morales a la presidencia en 2019, siguiendo así un controvertido fallo del Tribunal Constitucional que, en noviembre de 2017, allanó la vía a un cuarto mandato consecutivo del líder indígena.
Y ello pese a que en febrero de 2016 la ciudadanía rechazara en referendo una modificación de la Constitución que pretendía ampliar el número de reelecciones posibles para los cargos electos. Lo cual era un nítido rechazo a otra postulación de Morales a la presidencia.
Este último episodio se enmarca en la estrategia de concentración del poder que el oficialista Movimiento Al Socialismo (MAS) viene aplicando desde hace años y que abarca varios frentes: la cooptación de los movimientos sociales que propiciaron su ascenso al poder; la anulación de la autonomía de la Justicia; la judicialización de la política, que le ha permitido, mediante el control de las instancias judiciales, procesar a varios opositores o disidentes de sus propias filas.
Evo Morales, que asumió la presidencia en enero de 2006, es el gobernante que más tiempo ha permanecido en el poder en la historia del país. De ganar las presidenciales de octubre próximo, iniciaría un mandato que, de llevarse a término, le habrá permitido gobernar durante 19 años.
Violencia contra los activistas sociales
A mediados de año la ONG Global Witness publicó un informe en el que contabilizaba más de 200 asesinatos de defensores del medio ambiente en 2017 en todo el mundo. El 60% de los casos se concentraba en América Latina.
Con 57 casos Brasil registra la mayor tasa a nivel mundial, aunque otros países como México y Perú experimentaron un incremento notable en la violencia contra los activistas ambientales.
Una situación propiciada generalmente por la connivencia de las autoridades locales con los grupos agroindustriales y mineros o sencillamente la ausencia del Estado de derecho en regiones remotas y ricas en recursos.
Mención aparte merece el caso de Colombia, donde la violencia contra los líderes sociales y comunitarios ha sido una constante desde que se firmaron los acuerdos de paz en 2016.
Esto se debe, en primer lugar, a que el retiro de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) —convertidas ahora en el partido político Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común— ha dejado un vacío de poder que propicia la disputa por el control de sus antiguos territorios entre narcotraficantes y grupos armados, ya sea de sectores disidentes de las FARC o pertenecientes al Ejército de Liberación Nacional (ELN), la otra guerrilla de importancia en Colombia.
Ponen en riesgo sus vidas quienes se oponen a las economías ilícitas (narcotráfico, minería, contrabando) fomentadas por estos grupos.
Por otra parte, durante la guerra civil aproximadamente seis millones de hectáreas fueron despojadas a campesinos y pequeños propietarios. Parte considerable de estas han pasado a manos de exparamilitares, que a la vez poseen todo un entramado de negocios y sólidos lazos con el mundo empresarial y político.
Estos estarían detrás de una parte significativa de los asesinatos de reclamantes de tierra.
Hasta mediados de noviembre se habían registrado 226 asesinatos de líderes sociales y defensores de derechos humanos. Un aumento considerable respecto a los años anteriores, pues en 2016 se contabilizaron 97 casos y, en 2017, 159; lo cual hace de 2018 un año particularmente funesto.
La protección de los activistas sociales y los defensores del medio ambiente es, por lo tanto, uno de los retos urgentes de los gobiernos de la región.
Corrupción
La corrupción es otro de los grandes problemas que afectan al conjunto de América Latina. Es sintomático de ello el caso de la constructora brasileña Odebrecht, que llegó a establecer una espesa red de sobornos en una decena de países de la región.
Así, en países como Perú, Argentina y Brasil la agenda política del año ha estado marcada por los sucesivos escándalos de corrupción.
En el país andino, por ejemplo, la casi totalidad de los presidentes del país en lo que va de siglo ha quedado salpicada por distintos casos de corrupción ligados a Odebrecht: Pedro Pablo Kuczynski, Ollanta Humala, Alan García y Alejandro Toledo.
En marzo justamente Pedro Pablo Kuczynski se vio forzado a dimitir después de la difusión de unos vídeos que hacían sospechar que estaba detrás de la compra de votos en el Congreso para evitar su destitución por sus vínculos con Odebrecht.
Otro escándalo mayor, sin embargo, ha marcado la vida política del país desde el verano y ha terminado por conducir a la cárcel a Keiko Fujimori y parte de la cúpula de su partido, Fuerza Popular (FP), por obstrucción a la justicia.
Se trata de la presunta existencia de una gigantesca red criminal integrada por fiscales, jueces, empresarios y políticos fujimoristas para sacar provecho propio mediante el tráfico de influencias y la manipulación de sentencias. El caso es conocido como Los Cuellos Blancos del Puerto.
En Argentina la "causa de los cuadernos" ha destapado un vasto entramado de corrupción que habría funcionado durante el tiempo que el kirchnerismo estuvo en el poder (2003-2015), mediante el cual las empresas constructoras habrían desembolsado sistemáticamente sumas de dinero a cambio de contratos con el Estado.
Como consecuencia de ello, hay más de 40 imputados y tres propiedades de la expresidenta Cristina Fernández de Kirchner fueron allanadas por orden judicial.
La causa implica también a figuras cercanas al actual mandatario, Mauricio Macri.
En Brasil tan solo en la trama de corrupción ligada a la petrolera estatal Petrobras están siendo investigados 415 políticos pertenecientes a 26 partidos (de un total de 35) en 21 estados (de los 26 que cuenta el país).
Entre ellos hay cinco exmandatarios: José Sarney, Fernando Collor de Mello, Fernando Henrique Cardoso, Luiz Inácio Lula da Silva y Dilma Rousseff.
Y en diciembre la Fiscalía General ha presentado una denuncia contra Michel Temer por corrupción y lavado de dinero.
Lula fue de hecho condenado a principios de año a una sentencia de 12 años de prisión por corrupción pasiva y blanqueo de dinero, lo cual lo inhabilitó para poder presentarse a las presidenciales de octubre, de las cuales era el favorito en las encuestas.
Aparte de otras causas, el exsindicalista también enfrenta una acusación, junto con Dilma Rousseff y otros importantes exdirigentes del Partido de los Trabajadores (PT), por asociación ilícita en un caso de corrupción vinculado a la petrolera estatal Petrobras.
Un asunto que también podría a llevar al encarcelamiento de Rousseff.
La corrupción estructural de la clase política latinoamericana sigue siendo pues uno de los principales obstáculos al desarrollo adecuado de las instituciones democráticas en la región.
Visto así, las derivas dictatoriales, el asedio a activistas sociales y defensores del medio ambiente, el populismo y la corrupción han marcado el año en América Latina. La región tendrá que enfrentarse a estos fenómenos en los tiempos venideros.