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Política

Colombia, una violencia política larvada

La violencia sistemática contra activistas sociales podría convertirse en una bomba de tiempo.

Madrid

Salir de un conflicto civil de seis décadas no es tarea fácil. No solo por las divisiones y heridas que deja en la sociedad, sino también porque exige satisfacer una pluralidad de actores y de intereses en pugna.

En Colombia el año pasado fueron asesinados al menos 105 defensores de derechos humanos, y alrededor del doble sufrió amenazas.

Esta violencia se da principalmente en las zonas rurales. Por lo general, las víctimas son reclamantes de tierra, miembros de comunidades que se oponen a las economías ilegales (narcotráfico, minería) o líderes sociales.

Otro dato a tomar en consideración es que, en su gran mayoría, se trata de personas de extracción humilde: campesinos, de comunidades indígenas o afrodescendientes. Es decir, procedentes de capas sociales históricamente marginadas.

Varios factores entran en juego en este hostigamiento. En primer lugar, el retiro de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) –convertidas ahora en el partido político Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común– ha dejado un vacío de poder que ha dado lugar a la disputa, por el control de sus antiguos territorios, entre narcotraficantes y grupos armados, ya sea pertenecientes al Ejército de Liberación Nacional (ELN), la otra guerrilla de importancia que opera en Colombia, o bien a sectores disidentes de las FARC.

Estas bandas no dudan en eliminar a quienes se oponen a sus tejemanejes.

Por otra parte, durante la guerra civil aproximadamente seis millones de hectáreas les fueron despojadas a campesinos y pequeños propietarios. Parte considerable de estas han pasado a manos de exparamilitares, que a la vez poseen todo un entramado de negocios y no pocos lazos con el mundo empresarial.

Se supone que estos sean los instigadores de una parte significativa de los asesinatos de reclamantes de tierra.

Otra categoría de víctimas la constituyen los líderes sociales que pretenden presentarse en las elecciones locales. Varios de ellos eran antiguos combatientes de las FARC, lo cual indica que las tensiones del conflicto armado siguen vivas.

Estigmatización de las víctimas y corrupción

Sin embargo, no menos cierto es que, como señalara Eduardo Álvarez Vanegas, director de la Fundación Ideas para la Paz (FIP), "el líder social y el defensor de derechos humanos hacen visibles conflictos que afectan directamente intereses de poderes locales que reaccionan contra las agendas que estos intentan movilizar". Con frecuencia, silenciándolos.

A esto se suma la displicencia con que las autoridades nacionales han manejado el tema hasta ahora. Algo que está relacionado, en parte, con la corrupción existente en las instituciones del Estado, que propicia el soborno o la simple vinculación con los responsables de los crímenes. Así, el año pasado saltaron a la luz varios casos de fiscales implicados en tramas de cohecho con paramilitares o narcotraficantes.

El último informe semestral de Programa Somos Defensores, una ONG que rastrea la violencia contra los activistas de derechos humanos, señala que estos ejemplos dejan en evidencia "cómo los poderes ilegales tienen tal alcance que no solo tocan a funcionarios de bajo rango sino que enlodan las más altas esferas de la principal institución investigadora [la Fiscalía] del Estado".

La inacción de las autoridades también tendría que ver con la sospecha que suscitan los defensores de derechos humanos en buena parte de la clase política colombiana, incluso en el seno del propio Gobierno. Sin ir más lejos, hace poco el ministro de Defensa, Luis Carlos Villegas, declaró que los asesinatos de los líderes sociales se debían a "líos de faldas" o a "disputas por rentas ilícitas".

Este tipo de comentarios se inserta en una estrategia de estigmatización de las víctimas, quienes con frecuencia son tachadas de izquierdistas afines a la guerrilla, y a la vez sirve para negar la sistematicidad de dicha violencia.

Necesidad de un verdadero Estado de derecho

La prueba fehaciente de la débil voluntad por arreglar este asunto es que la mayor parte de las reformas legislativas, contempladas en los acuerdos de paz, han quedado en letra muerta. El capítulo rural representa uno de sus apartados fundamentales, ya que el problema de la tierra ha sido una de las principales constantes del conflicto armado.

Es probable que sin reforma agraria ni devolución de las tierras, impulsadas por el Estado, una violencia endémica siga asolando las zonas rurales.

La consecución de la paz ha sido un proceso largo y difícil. Y aún amplios sectores de la sociedad colombiana se muestran inconformes con los términos del acuerdo. Por lo tanto, el empeño puesto en ello por el Gobierno de Juan Manuel Santos no ha de ser subestimado.

No obstante, comienza otra etapa igual de compleja: lograr que la paz sea sostenible. Lo cual implica no solo que se implementen debidamente los acuerdos pactados, sino que la presencia del Estado se haga real en el conjunto del territorio y proteja a aquellos cuyos derechos son sistemáticamente vulnerados.

Sea cual sea la fuerza política que se imponga en las elecciones de este año, tendrá que asumir esta problemática. La desmovilización de las FARC es un logro para la estabilidad del país. Pero la violencia sistemática contra defensores de derechos humanos y líderes sociales, de perpetuarse, podría convertirse en una bomba de tiempo.

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