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Opinión

El fin de una época

Una alianza de tiranías se consolida en América Latina, aniquilando la legitimidad democrática del progresismo radical y las opciones de cambio pacífico de sus pueblos.

Ciudad de México

El mundo, tal y como lo conocimos tras el fin de la Guerra Fría, toca su fin. Probablemente se mantengan, afectados por los diversos nacionalismos, los flujos humanos, comerciales y financieros que dieron al término globalización un estatus reconocido en la lengua de las masas.

Los capitales seguirán fluyendo, en su voraz búsqueda de ganancia, allí donde haya mano de obra, materias primas y, sobre todo, mercados atrayentes. Las poblaciones —existencialmente empujadas por desastres naturales y humanos o alentadas por la bonanza y consumos de las nuevas clases medias— seguirán atravesando fronteras, como nunca en la historia de nuestra especie.

La geopolítica sí sufrirá, en los próximos años, cambios trascendentales. Paulatinamente, la zona cultural conocida como Occidente perderá su hegemonía en las relaciones internacionales. Las repúblicas liberales de masas, como paradigma político de la vida buena, justa y libre, se verán desafiadas desde dentro por los populismos posdemocráticos y desde fuera por las autocracias de diverso cuño.

El mundo se chiniza, rusifica o emiratiza, cuando amplios segmentos de clases medias y populares apuestan por un Leviatán o caudillo que les ofrezca (o tan solo prometa) prosperidad y seguridad, aun a costa del derecho a tener derechos. Y si bien la deriva autoritaria no es inevitable, parece que la antigua apuesta de Francis Fukuyama del fin de la historia se verá sustituida por un orbe esencialmente capitalista, pero no precisamente poliárquico.

En nuestro hemisferio las cosas parecen tomar cauces insospechados hace apenas diez años. El consenso democrático interamericano de 2001 —simbólicamente aprobado el mismo día de los atentados terroristas del 11/9— hace aguas. Del mar Caribe a la cordillera de los Andes, atravesando el istmo centroamericano y las llanuras venezolanas, una alianza de tiranías se consolida, aniquilando la legitimidad democrática del progresismo radical y las opciones de cambio pacífico de sus pueblos. Una variante criolla del Pacto de Varsovia, que coopera ya eficazmente en la represión a sus oponentes políticos y movimientos sociales.

En la acera del frente, las poliarquías sobrevivientes —por el momento mayoritarias— oscilan entre la tibieza condenatoria de sus cancillerías y el endurecimiento —actual o previsible— de las nuevas derechas. Las democracias latinoamericanas, herbívoras, no han hecho frente de un modo exitoso (esto es, disuasorio o incluso armado) a los predadores bolivarianos. Por lo que o morirán en el intento o darán paso a mutaciones, no menos peligrosas, de sus gobiernos conservadores. Con la consiguiente espiral de polarización (geo)política, casi olvidada en la historia reciente del continente.

Nada de esto ha sido inevitable. La historia humana marca tendencias, pero los pueblos, a veces, consiguen conjurar sus peores designios. En Latinoamérica (y el mundo) hemos conseguido reducir la pobreza, abatir enfermedades mortales, construir gobiernos civiles y responsivos. Los culpables (desde la izquierda radical) de interrumpir cuatro décadas de paulatina expansión de la democracia y los responsables (en la derecha neoliberal) del bloqueo del progreso social en el continente son los nuevos asesinos de la ciudadanía latinoamericana. A ellos deberemos resistir, nuevamente, en su despojo del pan, el verso y la esperanza.


Este artículo apareció en el diario mexicano La Razón. Se reproduce con autorización del autor.

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