El 2018 será un año de retos para el mundo y, en particular, para América Latina. La corrupción de Odebrecht y los Papeles de Panamá, los muertos del crimen organizado y la violencia de Estado, la desigualdad (mal) oculta en el oropel del consumismo, las elecciones que apuntan al cambio —con riesgo populista— son noticia común en varios países de la región.
Es probable que la ola autocratizante, en plena expansión global, se consolide en la zona. Que Maduro y Evo —discípulos de Castro— avancen en la supresión de derechos e instituciones, pese a resistencias locales y condenas internacionales. Que, como espejo, las derechas continentales acudan al fraude y la represión para impedir, simultáneamente, el ascenso electoral de los democratizadores nativos y de los agentes bolivarianos. Que Trump, Putin y Xi Jinping conviertan nuestros mares, tratados comerciales y el ciberespacio en zona de disputa para sus agendas geopolíticas.
Frente a semejante panorama, defender la democracia real —liberal, republicana, social— y los Derechos Humanos —todos y para todos— son la única agenda compatible con la condición intelectual forjada durante dos siglos en Latinoamérica. Eso supone tener claro que a los desafíos actuales —de democracias precarias con deudas enormes en todos los órdenes de la convivencia colectiva— pueden sumársele en brevísimo tiempo otros radicalmente superiores, en la forma de viejas y nuevas tiranías, para los que hay que estar preparados, mientras libramos las contiendas del presente, desde ya.
Que los columnistas de publicaciones como la mexicana Proceso, la colombiana Semana o la argentina Página 12 —en las antípodas de los agitadores de Granma—, los activistas de Derechos Humanos —ajenos a la involución fascista de Tarek William Saab— y los académicos progresistas —no sujetos a la ideología excluyente contrabandeada cómo pensamiento crítico por los actuales directivos de CLACSO— defiendan, sin complejo, las normas, modos e instituciones que dan auténtica vida al pluralismo y la diversidad.
Que repudiemos el encantamiento con el régimen chino, tan miserable en su poderío que tiembla por unas pocas voces disidentes.
Que nos indigne si Viktor Orban cierra una universidad en Budapest y también si Miguel Díaz-Canel llama a abolir toda muestra de autonomía pensante en La Habana.
Que nos duela un muerto de Temer o de Maduro.
Que nuestra sensatez nos haga dudar de por qué un pueblo instruido como el cubano ha elegido presidentes, por seis décadas, tan solo a dos hermanos.
Que nuestra coherencia analítica y moral nos recuerde que los regímenes e ideologías se evalúan por sus resultados integrales y no por sus orígenes populares o promesas libertarias.
Que nuestra defensa del derecho a escribir, votar, marchar y exigir políticas sociales lo esgrimamos, a la vez, contra los promotores criollos del trumpismo y el putinismo. Que impidamos macartismos 2.0 y nuevos Juicios de Moscú.
No tenemos armas ni capital: disponemos apenas de foros, urnas, medios y aulas, allí donde la libertad para ser ciudadano no ha sido aún anulada. En esos terrenos, alertas ante los demonios que nos asedian, habrá que encarar la disputa por el futuro de Latinoamérica. Una batalla —nunca mejor dicho— de ideas contra dogmas, de razones contra despotismos.
Este artículo apareció en el diario mexicano La Razón. Se reproduce con autorización del autor.